Pocos personajes son más peligrosos, para un narrador, que el rock star. Tal vez porque estos artistas inventan un alter ego para llegar a ser estrellas y, en consecuencia, a la narrativa sobre el-personaje-que-se-sabe-personaje se parece siempre a un auto de segunda mano. Por lo general, los nombres artísticos que los escritores cuelgan a sus rockers suenan inadecuados. (El Bucky Wunderlick de De Lillo en Great Jones Street.) Los títulos de sus presuntos discos y canciones suenan afectados e inverosímiles. (Jonathan Franzen inventó una banda llamada Walnut Surprise. Eso, antes que a rock band, remite a sabor de helado.) 

Sin embargo, la razón que mejor explica la ausencia de rockers convincentes en la narrativa es la disociación entre un mundo creativo y el otro. Los escritores suelen ser maníacos del control: extremadamente conscientes de sí mismos y del lugar al que aspiran en el canon, persiguen el dominio total de la forma y ya le han rizado el rizo al postmodernismo no menos de tres veces. El rock star, en cambio, necesitó siempre de una dosis de descontrol para creer en el disfraz mal cortado y peor cosido que se había echado encima. Y cuando se volvía demasiado consciente de su persona pública, se obligaba a romper con ella o a mudar de máscara. Por eso los escritores mean fuera del tarro cuando se meten con el rock: nada más difícil, para un cínico profesional, que representar la ingenuidad de modo persuasivo. 

En los últimos años hubo dos novelas que ayudaron a pensar que, ¡al fin!, hemos dado con el modo de meternos con el rock desde la literatura: A Visit From the Goon Squad de Jennifer Egan (premio Pulitzer 2011, publicada en español como El tiempo es un canalla) y Stone Arabia de Dana Spiotta (2011). A primera vista, la sabiduría de ambas pasa por tocar el asunto de modo oblicuo. No hay rock stars en primer plano, perpetrando excesos prefabricados en hoteles de lujo. Goon Squad está compuesta por trece capítulos o relatos entrelazados, cuyos protagonistas están vinculados con la industria musical. (Uno de ellos está escrito como un power-point.) Uno de los antihéroes de Stone Arabia se aproximó tiempo atrás a la consagración como rocker, pero algo falló a último momento; desde entonces se ha creado una vida paralela, detallando el título y características de los discos que nunca editó, el arte de las tapas que nadie vio, las críticas de los mismos, auto-entrevistas jamás publicadas.

Pero el éxito de estas novelas opera en un nivel más profundo. Los personajes de ambas han arribado a un punto de su vida en el cual la diferencia entre lo que soñaban y lo que llegaron a ser se vuelve inescapable. En este sentido –el de expresar la melancolía de un ideal roto–, hacen sincro con la actualidad de un género musical que tampoco es lo que había prometido. El rock está hoy muy lejos de ser la representación de un sentimiento genuino, visceral; se ha vuelto un género tan artificial, tan codificado, como el teatro Noh. Está más cerca de la autoparodia que de la relevancia. Por eso los personajes de esas novelas pueden ser músicos, o asistentes personales, o managers, o ejecutivos, de modo convincente: porque el atardecer de sus vidas coincide con el sunset de la cultura que los puso en marcha. 

Existe una tercera novela que hace juego con las de Egan y Spiotta, y es argentina: Éste es el mar, de Mariana Enriquez. La localía se manifiesta ya en el arranque, no porque el relato esté situado aquí –no lo está– sino en virtud del toque fantástico que Enriquez maneja tan bien, y que la injerta en una de las ramas más fértiles de nuestra narrativa. La protagonista, llamada Helena, es una criatura sobrenatural que aspira a mutar hacia una forma superior, como premio por una tarea específica: convertir a una Estrella –un rock star– en Leyenda. Lo cual supone matar a ese artista, o empujarlo a la muerte, cuando todavía está en condiciones de aspirar a una dimensión mitológica. Las compañeras que preparan a Helena para semejante tarea saben lo que hacen: ellas ya han convertido en Leyenda a Hendrix, a Lennon, a Cobain. “Todos se entregan”, dice Marianne, aquella que hizo una Leyenda de Jim Morrison, “porque saben en qué se convertirán después y nosotras los llevamos hasta ahí, de la mano”.

 Con Helena ubicada como asistente del cantante James Evans, lo fantástico se asienta en un mundo reconocible. Enriquez no hace de James un rock star desmesurado –más bien es amable, trata a la gente con respeto y sonríe siempre– y ni siquiera sugiere que es un gran artista. Helena lo tiene claro: sus canciones son mediocres. Pero la música no lo es todo y Enriquez lo sabe. Lo que hace de James un rock star creíble es la sensibilidad que transmite a través de su imagen y de su voz: una mezcla paradojal de fragilidad (“Pálido... Las caderas de un chico de doce años... Demasiado delgado y demasiado cansado”) con el empuje mesiánico de quien ha asumido el cáliz de comerse el dolor de millones de personas para transformarlo en canciones. “James Evans era una criatura divina”, piensa Helena. (Los fans también tienen claro su rol en la economía alimentaria del fenómeno. Una fan de Fallen, la banda de James, comenta su fantasía de morder una axila del rocker “y comerlo desde ahí, ¡tiene axilas hermosas!”)

 Éste es el mar funciona porque Enríquez, como Egan y Spiotta, sabe que el rock tiene los días contados. “El tiempo es un patotero”, dice un personaje de A Visit From the Goon Squad. Lo es con todos nosotros, pero muy especialmente con el rock, cuya vitalidad parece haber dependido –tardamos mucho en advertirlo– de la conciencia de su finitud: si nos traspasó e iluminó tal como lo hizo fue porque, como todo intento revolucionario, no podía durar. En este sentido, corresponde agregar High Fidelity de Nick Hornby a este grupo de grandes novelas sobre, entre otras cosas, el rock: porque funciona como una swan song, una canción de despedida a una fenómeno que se evapora con nuestra juventud. 

 Allí donde Egan & Co. son cáusticos, cómicos o melancólicos (o todo a la vez, en más de una ocasión), Enriquez opta por un tono elegíaco. Si James se presenta como un caso trascendente para las criaturas como Helena, se debe a que “es uno de los u?ltimos. Quiza?s el u?ltimo”. Cuando el rock ya no ofrezca artistas capaces de transformarse en Leyendas, habrá “otras músicas, otras maneras”. (Según se dice, existen criaturas como ellas que transforman en Leyenda a estrellas del cine. ¡Otra forma condenada a la elegía por el mundo moderno!)

 Pero Helena siente que James no está listo para convertirse en Leyenda. Lo tiene todo –el look, la sensibilidad, la disposición al martirio– pero le falta un elemento que ella considera esencial: algo que se eleve por encima de las “canciones horribles” que llevaron a Fallen a la fama. Porque la cultura rock estaba hecha de muchos condimentos más allá del sonoro, pero la música fue su médula. Durante tres décadas, o tal vez más, el rock produjo la música más iconoclasta, creativa y desafiante que se pueda concebir. Si hubo un ámbito donde se llevó al extremo el dictum revolucionario de pedir lo imposible (y expandir, como parte del proceso, tanto las conciencias como la capacidad empática), ese fue el rock. Hoy en día el rock es música con un límite de 140 caracteres y las nuevas generaciones comprenden que deben pedir lo imposible en otro lado, más urgente. Pero si James va a ser en efecto la Última Leyenda del Rock, su despedida debe ser memorable. Lo cual lleva a Helena a involucrarse de un modo que sus hermanas no intentaron nunca; y a verse envuelta, así, en otro fenómeno cuya potencia también es proporcional, aunque en sentido inverso, a su finitud: una historia de amor.

 Ese contacto los transforma a ambos. A Helena se la invita a conocer el secreto que explica la sensibilidad de James. (Como las Leyendas del mundo real, James padeció un dolor tan intenso que lo impulsó a querer ser otro para salvar su vida. ¿O no eran nerds, freaks, outcasts cuando pequeños, desde Lennon hasta Nick Drake?) Y James recibe un obsequio de parte de Helena (“Una canción del fin del verano”), que disparará en él la creación de la música que sellará su consagración. 

 Para Helena, el amor –algo que jamás había experimentado– es una revelación. “Decidiste beber de él y ahora está dentro tuyo”, le explican. No importa que el encuentro entre ambos haya sido tan fugaz como aquel de los Romeo & Juliet de Lou Reed. (“Algo parpadeó por un minuto y entonces se desvaneció”.) A esa altura Helena ya ha entendido que amor y dolor son tan inseparables como necesarios. Y que, una vez alcanzado el futuro que se anhelaba, se vuelve inevitable mirar hacia atrás.

 “No quería que James se convirtiera en otro jirón de su memoria”, dice Enriquez. Helena se aferra al recuerdo de James como nosotros al del rock: porque sin él no seríamos quienes somos y este futuro ya llegado carecería de sentido.

 “Es difícil que algo te importe un carajo en estos días”, decía también Lou Reed en esa canción de un tiempo en el que el rock conmovía. Un desinterés que podría aplicarse especialmente a parte de la producción literaria de estos tiempos. Pero con Éste es el mar Mariana Enriquez demuestra que, aunque el rock haya muerto, ella escribe como una rock star: con esa mezcla de abandono y convicción que resulta imprescindible para marcar cuatro, pegar un aullido y cambiar el mundo.

Este es el mar Mariana Enriquez Mondadori 128 páginas