“La película comienza con algunas imágenes del anarquista italiano Errico Malatesta, que era nuestro propio Lenin, por así decirlo. Fue el líder de lo que se puede denominar ‘voluntarismo ético’, que comenzó a desarrollarse a principios del siglo XX. El padre del anarquismo italiano”, explica el director italiano Pietro Marcello sobre esos fotogramas en color sepia que definen el tono de su Martin Eden, versión personalísima del clásico de Jack London. Recuerdan el cuadro "El cuarto Estado", de Giuseppe Pellizza da Volpedo que inaugura Novecento (1976), la épica de Bernardo Bertolucci sobre la primera mitad del siglo XX. El sujeto protagonista vuelve a ser el proletariado pero aquel lienzo conservado en la galería de arte moderno de Milán deja su lugar a una serie de archivos históricos que Marcello manipula en su película para dar cuerpo a ese tempo inmemorial que habita en la ciudad de Nápoles y en la historia de Martin Eden. “Si pensamos en Martin Eden como una figura ambigua, héroe negativo en cierto sentido”, continúa el director en conversación con Leonardo Goi para el Notebook de Mubi, “tener a Malatesta como preámbulo fue crucial para mí”.
Martin Eden deslumbró en el Festival de Venecia de 2019 y colocó a Pietro Marcello en la línea de los italianos que parecen escaparse de las coordenadas en las que su cine se ha sumergido desde la severa crisis de su industria en los 80. Pareciera que el legado de Berlusconi y el imperio de su TV por cable en el neoliberalismo de los 90 sumió al cine italiano en convenciones estrechas y gastadas: remanidos de la commedia all’italiana, historias de mafia, ecos de lavados de los grandes maestros. Pero Marcello se distinguió desde sus documentales por gestar una voz propia –como ocurrió también con Gianfranco Rossi, Alice Rohrwacher y el nacido en Nueva York y reencontrado con sus raíces sureñas Jonas Carpignano–, y ya desde La bocca del lupo (2009) y Bella e perduta (2015) asumió el riesgo como contraseña de su cine. “No tengo modelos ni creo que debamos tenerlos. Al menos eso es lo que nos enseñó Robert Bresson en Notas sobre el cinematógrafo. Es mejor cometer errores por tu cuenta y dejar que las influencias crezcan de forma natural a través de las películas que nos enriquecieron y nos hicieron mejores cineastas”.
Martin Eden ambiciona contener todo el siglo XX como el propio Marcello integra su cinefilia a su experiencia como documentalista, convierte la sinuosa San Francisco de Jack London en la portuaria Nápoles, transforma las aspiraciones culturales de su personaje en los vaivenes filosóficos de una era. Ciento diez años después de su publicación, el texto de London adquiere una nueva actualidad al latir junto al presente, escapando a los mandatos del relato histórico y su detallista ambientación, eligiendo la persistente recurrencia de ese archivo de fotografías coloreadas como un homenaje a la narrativa de la península itálica. “El libro me lo regaló hace veinte años Maurizio Braucci, mi coguionista y uno de mis amigos más queridos. Cuando decidimos convertirlo en un guion nos preguntamos qué hacer con ese material. Ninguno de los dos provenimos del mundo anglosajón así que decidimos convertir a Martin en un héroe latino. Al fin y al cabo, Eden es un arquetipo, como Hamlet, como Fausto. Y su historia es simple: un joven pobre se emancipa a través de la cultura y se convierte en hombre por el deseo de ascender en la escala social, hasta descubrirse víctima de la industria cultural. Un poco lo que le pasó al propio London. Pero también la novela se mantiene actual: anticipa las tragedias que sobrevendrían después de la Primera Guerra. Y hoy caminás por la calle y la gente habla de fascismo como si fuera lo más normal del mundo, como si hubiéramos retrocedido esos cien años”.
Piertro Marcello enraíza así su propia obra con la mirada política que ha persistido en el cine italiano a lo largo de sus años de esplendor, que justamente se extendieron desde el fin del fascismo hasta el fin de siglo, escalando en ese estado de permanente de premonición. También esa historia recorre tópicos como el capitalismo, la guerra, el colectivismo, la nueva democracia, los terrorismos. Eden camina al costado de la Historia como algo más que su observador, su discurso intenta descifrar el lugar del individuo frente a las estructuras, la verdadera libertad que ofrece la educación, el sentido último detrás de las consignas de consenso. “Mi fuerza es temible mientras tenga el poder de mis palabras para contrarrestar las del mundo. Los que construyen prisiones no se expresan tan bien como los que construyen la libertad”, registra Martin en una grabación al inicio de la historia, que en realidad es una radiografía de su final, con sus cabellos rubios como los aristócratas a quienes vio detentar el poder y gozar de sus privilegios. Como los Orsini, esa familia a la que visita por el amor a Elena, elevada en el pedestal de su idealismo y corroída por el mismo desencanto de su solitario final.
Voraz autodidacta, cultor acérrimo de Herbert Spencer, decidido a convertirse en escritor, Martin Eden ensaya la ardua travesía que lo lleva desde ese rostro de marinero inocente hasta la convicción de que el sistema deglute a sus rebeldes y los escupe como acólitos. Su iracunda desobediencia, infantil y peligrosa, que provoca a sus vacuos seguidores hasta el desconcierto es la que acerca esa mirada a nuestro presente desconcertante, a esa guerra invisible de la que somos incautos espectadores, la que resume todo lo anhelado en el siglo en la lista de sus contradicciones. El Martin Eden de Pietro Marcello, modelado en la furia y la belleza de Luca Marinelli, en sus ojos encendidos y sus ojeras marcadas, es tan italiano que duele, como lo era aquel hijo sardo de los Taviani, que perseguía el lenguaje de su emancipación sin descanso en Padre padrone (1977); tan napolitano en su despedida del mar, durante el crepúsculo de su propia historia. Es hijo de la necesidad de alzar la voz, de elevar un grito desesperado hasta los oídos del mundo. Como concluye el propio Marcello: “Quiero que mi cine sea algo necesario. Con eso quiero decir: necesito mantenerme enfocado en lo que hace que mis proyectos sean necesarios, y seguir filmando hacia ese objetivo. Porque vivimos en una sociedad cada vez más hedonista y narcisista y, a medida que pasa el tiempo, siento que esta necesidad de permanecer anclado en lo necesario se hace cada vez más fuerte”.