Abelardo Castillo no se lee en la universidad. Quizá no importa. A él no le importó. El hecho, sin embargo, tiene con qué intrigar. Que un escritor con un registro tan amplio –escribió cuentos, novelas, poemas, teatro y ensayos– y una influencia perceptible sobre varias generaciones de escritores sea ignorado por la Academia puede dar lugar a reflexiones amargas. Evitémoslas. Busquemos otras razones además de la ignorancia o la falta de criterio. Puede que en el proceso de buscarlas aparezca alguna observación válida, algún destello que invite a leerlo de otra manera.
Una razón posible: Castillo fue impermeable a Lacan, a Foucault, a Deleuze, a Barthes. Es decir a autores que, más que ideas, pusieron en circulación léxicos que sirven como santo y seña para abrir la puerta de ciertos claustros. Como contrapartida, se refirió repetidas veces a Thomas Mann, a Edgar Allan Poe, a Lev Tolstoi, a F.M. Dostoievski, a Leopoldo Marechal, a Julio Cortázar, a Jorge Luis Borges: todos (con la excepción del último) escritores poco visitados por el fantasma de lo cool. Precisemos: esa pléyade dibuja el contorno de un escritor romántico. Ahora bien, sobre lo romántico existe un malentendido: todos creen saber de qué se trata. Ser percibido como escritor romántico es condenarse a que todos crean saber sobre tu obra, ya antes de haberla leído, todo lo que necesitan saber. Grave error. Lo romántico (suponiendo que esta palabra se aplique en algún sentido a Castillo) es mucho más complejo que la ironía posmoderna.
El mismo Castillo ayudó a fomentar ese malentendido. Demasiadas fotos lo muestran medio entre tinieblas, con mirada terrible, frente a un tablero de ajedrez o un hermoso atril antiguo para leer. Pudoroso, insistió en que no podía juzgar su propia obra y repitió algunos conceptos que parecen demasiado simples: por ejemplo, que el monólogo de Hamlet o la Divina comedia no valen por sus ideas, que están al alcance de cualquier patán, sino “por los versos”. Atender a estas frases, dichas con desparpajo durante una entrevista, puede postergar la lectura de ensayos magníficos como “Thamar y Amnón, incestuosos”, incluido en el volumen Las palabras y los días, que compara un episodio bíblico con su remake firmada por Federico García Lorca; o la erudición alcohólica de “El viaje que nunca termina”, en el mismo libro, que parece el esbozo de una enciclopedia que Castillo no llegó a escribir. Pero quizá lo más alarmante es que oculta la complejidad resplandeciente de las ficciones de Castillo.
Por los versos. Es decir: no por un método ni por una estética ni por un experimento formal conspicuo. Por los versos, es decir, por sus ocurrencias verbales, por su belleza o su gracia, por eso vale una obra. Como pasa siempre, al decir esto Castillo pensaba en su propia obra. Ningún sistema, ningún ismo vienen a proveer de legitimidad académica esos detalles que vuelven inolvidables a muchas de sus ficciones. Recordemos, por ejemplo, la primera frase del cuento “Los Ritos”: “Lo que abyectamente me hacía falta era sol, mosquitos, remar hasta quedar echado, olvidarme, por medio del embrutecimiento físico, de dos o tres ideas grandiosas que en los últimos tiempos venían acosándome: el suicidio, entre ellas.” Pruebe el lector a leer la frase anterior omitiendo el adverbio “abyectamente”. Tendrá una frase vigorosa, pero no más memorable que cualquier página del realismo sucio. Castillo hace que un adjetivo con valor moral rija una enumeración de objetos naturales (el sol, los mosquitos). Lo coloca en un incómodo lugar previo a la enumeración: como si la urgencia por fulminar, como un monje que anuncia el fin del mundo, la necesidad de apurar el juicio, de hacer sonar las campanas, tomara precedencia por encima del mundo mismo. Sin hacerlo explícito, Castillo pone en escena a un personaje violentamente moral: trae a la existencia, en menos de una línea, a una sensibilidad dolorosamente exquisita, la del protagonista; y pone en marcha una serie de torturas sentimentales que, justo por ejercerse sobre un personaje dotado de esta delicadeza atroz, tendrán la complejidad cruel de un tapiz chino o de una sinfonía de Brahms.
Otro malentendido. Castillo tuvo el prurito de señalar sus influencias. No sólo en sus entrevistas o en los prólogos de sus libros, sino en sus cuentos y novelas, en forma de paráfrasis, citas, alusiones y opiniones enunciadas por sus personajes. Esto puede inducir a algunos a imaginar que Castillo es algo así como un sucesor, o peor, un émulo o una nota a pie de página de Borges, Sabato o Cortázar o Arlt. Propongo una lectura diferente. Creo que, en más de una ocasión, Castillo transforma a esos predecesores en borradores de un texto definitivo escrito por él. Por ejemplo, el cuento “Noche para el negro Griffiths” retoma el tema de un cuento famoso de Cortázar: “El Perseguidor”: el genio de un músico de jazz. Pero es patente que el cuento de Castillo es superior al de Cortázar. El lector fiel de Cortázar protestará. Yo me someto al arbitrio del lector, siempre que éste acceda a compararlos sin prejuicios.
Éste es el comienzo incómodo de “El perseguidor”: “Dedée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba muy bien, y he ido enseguida al hotel. Desde hace unos días Johnny y Dédée viven en un hotel de la rue Lagrange, en una pieza del cuarto piso. Me ha bastado ver la puerta de la pieza para darme cuenta de que Johnny está en la peor de las miserias.” Por la tarde diciéndome, la peor de las miserias: a la cacofonía se agrega la frase hecha. Por su parte, Castillo escribe: “De él, de Griffiths, he sabido que todavía en 1969 tocaba la trompeta por cantinas cada vez más mugrientas de Barracas o el Dock, acompañado ahora (naturalmente) por algún pianista polaco, húngaro o checo -uno de esos pianistas bien convencionales, a los que no cuesta mucho imaginarlos cuando el último cliente se ha marchado y los mozos apilan las sillas sobre las mesas”. Paso por alto la cadencia hermosa de estas frases para detenerme en ese no cuesta imaginarlos: si el narrador de Cortázar es un palurdo que toma lo que Dédée o Carter le dicen al pie de la letra, sin agregar nunca nada de sí mismo, el de Castillo es un hombre sensible que imagina, formula escenas posibles, y aun de esa manera especialmente delicada que consiste en declarar que algo podría imaginarse, que no cuesta hacerlo, que es una posibilidad. Entre uno y otro hay un abismo de sutileza.
¿Por qué no agregar algo que, aunque referido siempre a estos dos cuentos, ilustra bastante bien el tipo de detalles que fogonean en secreto la maquinaria maravillosa de las ficciones de Castillo? El cuento de Cortázar nos invita a experimentar una emoción primaria, arcaica, en cierta forma brutal: la idolatría. Johnny Carter es un genio. Es decir que es incomprensible para su tosco biógrafo y, por extensión, para todos nosotros. Por eso sus palabras parecen el intento fracasado por volcar en castellano un idioma intraducible: “Esto lo estoy tocando mañana”, exclama famosamente Carter. En cambio, “Noche para el negro Griffiths” habla de algo más querible, más humano, pero sobre todo más complejo, porque pone en juego el deseo, la frustración, el cambio, el proceso interno: habla de la mediocridad y de la posibilidad milagrosa, en determinadas circunstancias, de elevarse por encima de ella. Porque Griffiths es un trompetista muy malo. Y el narrador lo azuza, lo insulta, lo interpela, lo humilla, todo para sacarlo de su sopor; le recuerda un día crucial en la historia espiritual del jazz, el día en que fueron expulsadas las prostitutas de New Orleans, y desfilaron por la calle Basin en una última fiesta, “y todas las orquestas de jazz de New Orleans, siguiendo sus carritos, tocaban para ellas.” El cuento termina, precisamente, con una bellísima fuga, en el sentido musical –sólo que Castillo la construye con palabras– en la que se entrevera el relato de ese día con el momento en que Griffiths, en Barracas, perfora la pared del círculo estrecho que la mediocridad reservó para él y consigue, sin proponérselo, su instante de genio. Cortázar nos pide que creamos en el genio de Johnny Carter, aunque de Johnny sólo veamos a un maleducado balbuceante, como se cree en una divinidad cruel; Castillo no necesita pedirnos nada, porque nos hace escuchar literalmente la música de Griffiths.
Agreguemos una cosa en voz baja: en el cuento de Castillo la belleza estética (el solo de Griffiths) se confunde con la belleza moral (la generosidad y el amor de los músicos de jazz de New Orleans, que eligen acompañar a las prostitutas que han sido expulsadas de la ciudad, ponerse del lado de las réprobas, convertir ese escarnio en una última fiesta). Agreguemos algo más en voz más baja todavía: aunque nos guste hacernos los cínicos, aunque la palabra moral nos abochorne, todos tendemos, en el sistema de afinidades y oposiciones que organiza nuestros cerebros, a confundir la belleza estética y la belleza moral. Este juego de vasos comunicantes es una de las claves del arte de Abelardo Castillo.