Tenía que entrar a la Universidad en 1978. En ese año la dictadura militar cerró las carreras humanísticas en la Universidad de Buenos Aires. Quedaban pocas opciones atractivas. Así que tuve que elegir una que no lo era pero que me permitiría trabajar pronto: Ciencias Económicas. Me gustaba estudiar, lo que fuera, así que hice la carrera en poco tiempo y con buenas notas. Pero no fue suficiente.   

   Ya graduada, trabajando muchas horas por día, me costaba iniciar otra carrera universitaria. La necesidad de escribir me hizo buscar talleres literarios. Me pasaron el dato del taller de Abelardo Castillo. Su taller era de los más prestigiosos en Buenos Aires. Se decía que en sus grupos “la escritura se tomaba como cosa seria y no como pasatiempo”. Si ibas al taller de Abelardo era porque querías ser escritor. Me daba miedo no estar a la altura ni del maestro ni de mis potenciales compañeros, venía de una carrera universitaria ajena a la escritura. Tomé coraje y lo llamé. Me atendió amable, me escuchó, pero enseguida comenzó con un cuestionario preciso. “¿Leíste Madame Bovary? ¿Leíste Guerra y Paz? ¿Leíste En busca del tiempo perdido? ¿Leíste Crimen y Castigo?”. 

   Así me preguntó, uno por uno, acerca de diez libros que él consideraba imprescindibles para cualquiera que quisiera escribir. Fui honesta y, aunque me avergonzaba, respondí que sí sólo frente a los títulos que había leído, apenas unos cuatro o cinco. Abelardo Castillo se quedó en silencio. Me lo imaginé del otro lado de la línea meneando la cabeza. Al rato dijo: “Y bueno... si querés venir, vení igual, pero no sé si va a funcionar...”. No fui. Me resultaba casi escandaloso haber pretendido escribir sin haber hecho antes esas lecturas. Me tomé el tiempo para hacerlas y luego, temiendo ser reconocida como “aquella que llamó sin haber leído”, empecé el taller con Guillermo Saccomanno, otro maestro estricto y generoso, pero que tenía una lista de cien libros que había que leer para poder escribir. Entonces, ante una lista tan larga, era más fácil decir que solo había leído la mitad y ponerse al día, si lo lograba, con el tiempo. 

   Aquella anécdota frustrada con Abelardo Castillo fue fundante: no hay otro camino para escribir que leer mucho, que leer todo. Tenía razón cuando hacía ese cuestionario a los alumnos que iban a su taller. Muchos de los que pasaron por su casa son hoy escritores consagrados y agradecidos. Abelardo Castillo fue, sin dudas, no sólo un gran escritor sino un gran maestro para muchas generaciones de alumnos que pasaron por su taller. 

   Hoy, en esa lista de lo que hay que leer si uno quiere escribir, hay que incluirlo a él, a sus cuentos, a sus novelas, a ese entrañable libro que es “Ser escritor”. A pocas horas de su muerte parecía que todo el mundo tenía presente su obra. Ojalá sea así. Ojalá perdure. Ojalá se lo lea más. Se lo merece él y nos lo merecemos nosotros, los lectores.