“Creo en la literatura como testimonio, creo en la literatura como arte. Ontofanía, modo del conocimiento, lúcido compromiso con la historia, pasadizo que desemboca en el sueño o la locura, escribir ficciones es para mí, antes que nada, un acto poético”.  Eso está en Del mundo que conocimos, el último libro que Abelardo Castillo armó con quince de sus cuentos, y aunque en la tapa figure la palabra antología él se encarga de aclarar en el prólogo que se trata más bien de un mapa personal, que abre con “La madre de Ernesto” y cierra con “La fornicación es un pájaro lúgubre”. Guarda, que también daban ganas de arrancar por las primeras líneas de “Crear una pequeña flor es trabajo de siglos”, que dicen: “Soy un escritor fracasado. No es un comienzo demasiado original, lo sé. Ni me pasa sólo a mí. Varios de mis mejores amigos podrían encabezar su autobiografía de la misma manera, sin faltar en absoluto a la verdad. Sólo que yo lo acepto naturalmente, que ésta no aspira a ser la narración completa de mi vida y que, yo, tengo una historia de amor para contar”. También fueron candidatas unos veinte textos de sus Diarios (1954-1991), o estas líneas de “La que custodia el fuego”, en Las palabras y los días: “Hubo un tiempo hermoso e irrecuperable en que la gente tenía un lugar en el mundo. Una especie de vientre cálido, de corazón para habitar. Yo atesoro para mí (o ahora lo invento) el recuerdo de una infancia y una adolescencia de amor en las cocinas. He escrito amor, sí. Porque ahora me parece que todo sucedía en las cocinas. Los deberes y las comidas junto a la radio; los juegos de lotería al reparo de las tormentas y de los miedos de la noche; los primeros poemas. Y el amor. No digo el encuentro físico, esa desnuda comunión, o simulacro de la agonía, que sólo a veces es el amor; digo el familiar amor con aroma a especias y a sopa en invierno y a bizcochos. Falsa memoria, dije antes. Es curioso, yo no tuve de chico una cocina con altos frascos de dulce ni secretos aparadores con olor a canela; pero me acuerdo igual”. 

Cuando el martes pasado supe la noticia salió al cruce la incredulidad y trascartón recordé un texto sobre él de Liliana Heker en Diálogos sobre la vida y la muerte, en el que de arranque lo describe trabajando con unas tablas para armar una biblioteca, con una energía y una vitalidad, con un rechazo tan visceral y reflejo por la muerte que, en sintonía con muchas de las cosas de Castillo que leí aquí y allá, me dieron la sensación de que su fecha andaría lejanísima. Por el oficio lo entrevisté siete u ocho veces, para este diario, para otros medios: sobre coyunturas políticas, sobre historia, sobre sus libros, sobre literatura y filosofía, sobre su vida. Las conversaciones siempre se desbordaban, duraban al menos un par de horas y dejaban abiertos cien caminos para continuar: era apasionante. No soy original, como aquel narrador suyo: decenas de escritores y periodistas que lo conocieron han contado en estos días sus experiencias con él, las charlas de madrugada, las jornadas en sus talleres, las huellas de sus cuentos y novelas, su extraordinario sentido del humor, las marcas de sus lecturas y los viajes que él hacía por libros y autores. Son relatos que hablan de sus huellas que dejó, de las puertas que abrió, de aprendizajes genuinos. De reconocimientos en simultáneo informales y profundos. Bueno: a no ponerse solemne.

Sus cuentos me siguen pareciendo de lo mejor que se ha escrito, dentro del género, en la Argentina. Su obra es formidable, vaya descubrimiento: están las revistas mitológicas (El Grillo, El Escarabajo, El Ornitorrinco), los debates con Cortázar, sus libros de ensayos, los libros de conversaciones, los diarios. Y las novelas: El evangelio según Van Hutten, El que tiene sed, Crónica de un iniciado. Aunque no es esta hora de inventario: se trata, más bien, de un intento torpe por contar a los tumbos de su incidencia fuerte en nuestra vida, de un tipo con la ropa y la existencia jugada en la literatura, con una coherencia sostenida a través del pensamiento y el tiempo. “¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? –se preguntaba Castillo–. No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda. El sentido de la literatura, como el sentido del arte, es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor o al artista que hacen esa literatura o ese arte”.