e fue Abelardo, nomás, y con él esa tensión narrativa única y ese simbolismo también impar que impregna sus cuentos, tesoro literario que nos deja para siempre. Cierto que también fue importante como novelista y dramaturgo pero su magisterio fue enorme, sobre todo en el vasto territorio de la narración breve.
Devoto de Poe, de Borges y Cortázar en su juventud, con serena autoridad trabajada por décadas, plena de suficiencia y modestia, Abelardo fue una figura completamente inusual para la siempre pretenciosa literatura de Buenos Aires.
Los mundos reales –al que calificó alguna vez de “libro incesante”– se compone de varios de sus mejores títulos: Las otras puertas, Cuentos crueles, Las panteras y el templo, Las maquinarias de la noche. Esa saga cuentística trajinó el eterno debate entre realidad y fantasía, pasión aprendida en Poe. Si hasta parecía que entre ellos había una relación casi de padre-hijo, o quizás de amo-esclavo. Como si el gran cuentísta norteamericano le hubiera susurrado al oído no el argumento de las historias pero sí el modo de contarlas, caso por caso. Esto es evidente en cuentos impresionantes como “Patrón”, “La madre de Ernesto” o “Triste le ville”, que para mí son dignos de figurar en cualquier antología de los mejores cuentos latinoamericanos de todos los tiempos.
Qué duda cabe: sin Abelardo estamos más solos y más pobres desde esta noche.