Nunca se me dieron bien las síntesis. Si hubiera podido dedicarme a la brevedad, ya habría escrito algo contundente, y no un millón de novelas. Pero, en fin, mejor hacer las paces con las mil ranas de la ansiedad. Siempre quise seguir la premisa del iceberg. Siete octavos, dice Hemingway, permanecen dulcemente hundidos en aguas azules. Pero los cuentos de cinco páginas se me han vuelto novelitas de cien. Las junto en cajas. Quedaron al cuidado de Luis Madrigal, el escritor mexicano, en un sótano de Chicago. En fin. Por eso es necesario hablar de Castro.
Me pasé la vida recolectando maestros. Primero fue la música. Daniel Camelo: mi maestro en el jazz. Después me pasé al cine. Alejo Moguillansky no lo sabe. Sufrí una especie de veneración maníaca por él. Vi Castro siete veces. ¿Otra vez?, dijo un domingo en las escaleras del Malba. Atardecía y yo era joven.
¿Te la vas a clavar de vuelta?
Alejo nunca entendió. Yo iba a misa. Yo iba a rezar. Fue mi docente en la FUC. Un jueves a la noche, en San Telmo, tomé mi libreta y le pregunté: ¿Qué tengo que ver? Hizo una lista. Yo desconocía el cine casi por completo. Siempre fui un advenedizo. (En la literatura también, pero llegué para quedarme; lo lamento por ustedes.) ¿Dónde quedó esa libreta? Habló de Renoir, Antonioni, Godard, de Tati. Le gustaba mucho Vanishing point, la película en que Kowalsky escapa en su fast car blanco. Escapa y escapa. Yo, sin saberlo, me volvería Kowalsky, y así estoy, huyendo y escribiendo, pero en fin. Algo parecido ocurre con Castro. ¿Pero de qué escapa el personaje? ¿Y qué mejor intérprete que Edgardo Castro? ¿Quién más Castro que Castro?
No puedo criticarla. Pido disculpas. Es una película perfecta. Años después, en el porche de mi casa de Iowa City, leí Murphy, de Beckett. No pensé en el original. Pensé que Beckett había hecho un cover de Moguillansky. Que Beckett se perdió de ver bailar a Luciana Acuña y a los brujos frenéticos del Grupo Krapp. “The sun shone, having no alternative, on nothing new”. Primera línea de Murphy. ¿Y qué pasa en Castro? Poco, nada, de todo. Castro tiene que buscar trabajo. Se mueve. Vigila. Se tejen complejas conspiraciones inútiles. La vida contemporánea es una farsa. Mejor bailar.
Una idea: Castro y el elogio de lo inútil. La maravilla de lo absurdo. La violencia silente del del mercado. ¿Quiénes hablan de esto? Benjamin, Byung-Chul Han, Nuccio Ordine (La utilidad de lo inútil es fantástico).
¿Y no está Macedonio Fernández en la matriz de Castro?
¿No está Gombrowicz?
Castro propone lo imposible. Es a la vez perfectamente abstracta y también material. Castro escapa porque lo persiguen. No se entiende por qué. ¿Pero acaso no pasa eso mismo en este mundo que agoniza? ¿Una velocidad idiota que rige todo, que nos hace boquear como bagres sedientos? ¿Un escaparse perpetuo de presencias difusas? En Castro está todo. Cada tanto la vuelvo a ver, y vuelvo a sentir, como dice San Juan de la Cruz, ese no sé qué. Castro es hiperbólica, y yo soy hiperbólico (y repetitivo) hablando de ella. ¿Qué otro modo de vivirla, si no? Es un manifiesto contra la castidad espiritual. Una misa de brillos y jugos y artes. Me pregunto si César Aira, nuestro vanguardista old school, la vio. Si no debería verla. ¿Cómo sería un encuentro entre Aira y Moguillansky? ¿De qué hablarían?
Yo era muy joven y necesitaba una religión. Tenía veinticinco años, una ansiedad descomunal, y ganas de vivir que todavía no he perdido. Más adelante, como le pasó a muchos, me acerqué a ese panal de alquitranes artísticos que es El Pampero Cine. Digan lo que quieran. Las obras están ahí. Moguillansky, Citarella, Llinás, Mendilaharzu. (Y algunos otros nombres que no olvido: Ezequiel, Agustín, Inés.) Durante años me dediqué a ser un wannabe del cine independiente. (Se aprende mucho siendo wannabe, ojo.) Ellos hacían todo bien. Filmaban sin nada y los resultados eran geniales. Recibían premios, daban la vuelta al mundo, eran artistas. Y como dije en mi primer libro, yo quería ser artista. No me salió en el cine. Hace falta un temple que jamás tendré. Llinás, por ejemplo, se toma una década para filmar una obra. (Yo en la última escribí 25 novelas, en vez de una muy buena, pero en fin, hago lo que puedo.) Siempre admiré esa confianza en el trabajo. Con Alejo pasa igual. Siempre fue mi preferido. Como yo soy un tipo insistente, lo convencí de que me llevara a filmar con él. Participé en El loro y el cisne. Me fui de viaje con El Pampero a Entre Ríos y Misiones para El escarabajo de oro. Pero siempre vuelvo a Castro, a ese personaje siempre nervioso, siempre cerca del colapso, y que cierra el film chocando contra un muro. Un final perfecto: un individuo que choca una pared. Como en el final de Don Quijote, el hidalgo recupera la razón, vuelve a la realidad. El mundo material se impone nuevamente. La victoria es de los otros, como dice Borges. Castro choca y rechoca. Castro se obstina, no cede. Castro inspira algo loco, una pasión enferma. La vi tantas veces. Sigo felizmente infectado. Es una película perfecta. No la puedo criticar. Es la obra de un genio, de un amigo, de un grupo de artistas que dan ganas de pertenecer a su tribu para siempre.
Pablo Ottonello nació en Buenos Aires en 1983. Es escritor, guionista y crítico literario. Se graduó de la Universidad Torcuato di Tella, la Universidad del Cine y la Universidad de Iowa. Cursa estudios doctorales en la Universidad de Chicago con una tesis sobre diarios de autor. Publicó Quiero ser artista (Tenemos las Máquinas, 2015), El verano de los peces muertos (Marciana, 2017), Veteranos de la guerra del día (Entropía, 2018), El vello álmico (Meninas cartoneras, 2019), La breve luz de nuestros días (Neural, 2020), Satisfaction (Tusquets, 2021).