Willy Crook decía que los reconocimientos no te importan… hasta que te ternan para uno. Era la tercera ocasión que competía por los Premios Gardel, nunca había ganado nada, y encima la consagración esquiva le terminaría llegando un mes después de su muerte. Cuando escuchó aquella reflexión, Pil Chalar se rió. Es que también estaba nominado para esos Gardel (en su caso, por vez primera) gracias a “Carne, tierras y sangre”, de Pilsen. Decía que ese era el disco más importante que grabó en su vida. Y probablemente tenía razón: en tiempos donde el punk se convirtió en una franquicia que cada uno se coloca como mejor le combina con la ropa, el cantante saltaba más allá de etiquetas y barreras (¿eso no era el punk, también?) con una obra cumbre que condensaba todo su potencial artístico e intelectual. Con el diario del día después, entendemos también que es su álbum definitivo.
A Pil tampoco lo desvelaban los premios, pero en esta ocasión había un motivo urgente que estaba por encima de él: el disco había sido grabado y mezclado casi completamente en la casa de Tomy Loiseau, bajista de Pilsen, quien había armado un estudio recurrido por varios artistas. Por ahí desfilaron alrededor de quince músicos, entre ellos León Gieco, quien aceptó la invitación a regrabar “Nonsanto”. Los grises pestilentes de los agrotóxicos encontraron a los dos próceres de la música argentina en la misma trinchera y eso dinamizó la reconciliación histórica de tipos que, al fin de cuentas, estaban más cerca de lo que imaginaban. La nueva versión logró algo poco frecuente: subir la vara de una canción que, de por sí, era excepcional.
Chalar monitoreaba el día a día de la grabación a la distancia, desde su departamento en Lima, donde se había radicado a principios de los 2000 junto a su compañera peruana Claudia, con quien luego tuvo su único hijo. Había venido a Argentina para realizar algunos shows de Pilsen (entre ellos, el último, el 27 de julio de 2019) y de paso metió la garganta en la grabación. Después dejó todo en manos de sus compañeros. Lo que quedó fue un disco tan sublime que hasta parece maldito: el 22 de noviembre de ese año, Tomy Loiseau falleció en escena, mientras tocaba con Mamushkas, su banda de toda la vida. Las presentaciones se suspendieron, Pil viajó de apuro a Buenos Aires para despedir a su compañero y amigo, y luego regresó a Perú con la promesa de retornar en breve. Pero meses después la pandemia hizo volar todos los papeles y el álbum nunca pudo ser mostrado vivo. En ese contexto, Pil sentía que el Gardel era un reconocimiento a Tomy, quien dejó jirones de su vida para que eso alcanzara el nivel de excelencia que exhiben cada una de las catorce canciones.
Dany Jiménez (pluma de este diario durante muchos años y uno de los mejores entrevistadores del aire actual) logró sacarle semanas atrás una autodefinición insuperable: “Entre la literatura, la música y los viajes es que he formado mi persona”. De Kingston a Madrid, de Tumbes a Tacna (como cantaba en “Seis novelas”), Pil había sumado tantas millas como libros y discos. Sus auriculares pasaban de los Waterboys a la Orquesta Típica Fernández Fierro sin prejuicios, y en sus propias canciones hay menciones a Soriano, Asimov, Orwell o Nietzsche (“mejor sería estar más allá del bien, más allá del mal… más allá”, sugería a vena viva en el tema angular de “Fuera de sektor”, gema postpunk argenta de aquel intenso 1986).
En esa línea, “Carne, tierras y sangre” nace una vez que Chalar descubre “Operación masacre”, de Rodolfo Walsh, en una biblioteca ajena. Cuando paraba en Argentina solía alojarse en casas de amigos y les revisaba los discos y los libros. Ese fue el grado cero de un álbum en el que luego se despacharía contra la oligarquía terrateniente, el avance de la Derecha en la región, la violencia de género, los pesticidas, el exhibicionismo en las redes, la manipulación mediática y hasta una dura crítica al rock (“sin pudor saluda al poder, todo amable, nada a criticar, ahora su pluma no busca incomodar”). Todo cierra, encima, con una canción ahora se nos clava en el alma: “Cada amanecer me engaña, me hace parecer feliz, y hoy solo puedo pensar en este destierro”, canta Pil, a dúo con Tomy, en el emotivo western “Tajo por puñalada”.
El título del disco (y el nombre de uno de sus temas más notables) pretendía sintetizar la historia argentina bajo el ojo siempre curioso e interpelador de Chalar, un tipo que hizo de sus poesías una enciclopedia revisionista. Metáforas ardientes (o “Ideas provocadoras”, como se subtituló la imperdible autobiografía coescrita con Juan Carlos Kreimer) que llegan al presente desde tiempos remotos, cuando también se había estribado en la figura tríptica para escribir su primer gran aguafuerte. “Represión”, himno fundacional de Los Violadores —y la primera de las canciones que escribió en su vida— espeja el fútbol en la tierra, la carne del asado y la sangre en el vino. Íntimamente, Pil sentía que entre aquella letra de 1980 y esta publicada en 2020 se cerraba una búsqueda que le había llevado cuarenta años. Y ahora, que nuestro Comandante del punk ya encaró hacia otra dimensión, nos queda a nosotros el trabajo de seguir hurgando en esas entrelíneas. En estos tiempos donde, tal como cantó alguna vez, luego del gran esplendor todo es oscuro y hasta taparon el sol.