El deporte político de estas horas sigue siendo descubrir cuánto incidirá la foto de Olivos no ya en la imagen presidencial --que obviamente resulta dañada-- sino en las chances electorales del oficialismo.
Quizás se extienda varios días, aunque en este país nunca se sabe porque su vértigo (en campaña ni hablemos) llega a tapar un tema con otro mediante una facilidad que dejó de ser asombrosa.
Por debajo de la incógnita, todo argumento parece desplomarse debido al peso simbólico presumiblemente tremendo de estar en joda de cumpleaños, en la residencia oficial y en el momento más duro del aislamiento exigido.
Que se polemizara en torno de las personalidades públicas o visitantes famosos de Olivos, como hasta la semana anterior y como se hizo en este mismo espacio, claramente no es igual que una fiesta fotografiada.
El primer hecho se presta a la discusión.
El segundo genera crítica negativa y unánime hasta el punto de que el Presidente expuso arrepentimiento, aunque ahora le endilgan además no haber dicho textualmente ni “disculpas” ni “perdón”.
Vayan unas preguntas y afirmaciones que rodean a la cuestión.
Están en orden aleatorio, algunas parecerán demasiado elementales o reiterativas y ninguna altera lo ocurrido; pero son necesarias para no extraviar el marco.
¿Quién filtra una foto de esa naturaleza, tomada hace más de un año y lanzada justo cuando comienza la campaña?
¿Puede creerse con seriedad que el origen es una ardua investigación periodística y que se apunta al peluquero de Fabiola Yáñez como principal sospechoso?
¿Es real que el Presidente no se previno y que olvidó u ocultó a sus íntimos la existencia de imágenes comprometidas? ¿O lo sería (también) que alguien traicionó su confianza?
Si fue el propio Gobierno quien accedió a brindar de inmediato la lista de asistentes a la residencia, “invitando” así a que se escudriñara cada pelo y señal, ¿cuánto de indecencia o transgresión pretendió esconderse?
Ya se ha dicho, pero vale reforzarlo: la oposición mayoritaria carece de toda autoridad ética para indignarse.
También dicho pero asimismo imprescindible: gente que convocó a manifestarse en las calles a como fuere, durante las instancias más críticas de la denominada cuarentena y para no abundar sobre otros tantos aspectos de inmoralidad, no debería escandalizarse sin pudor por este yerro del Presidente y de su pareja.
El escritor Martín Kohan, en la revista digital LaTecl@Eñe, señala que las más rotundas categorías morales fracasan en los cuidados pandémicos pero no por endeblez sino por impertinencia, ya que las reglas impartidas han de aplicarse y ser cumplidas --ante todo-- por quien las impartió.
Eso que subraya Kohan, visto desde una mirada hacia izquierda, tiene lo antipático de que quien estipuló las reglas es un gobierno progre.
No seamos hipócritas: si la foto de la jodita en Olivos hubiese sido con Macri y Awada, habría sucedido que el progresismo se deleitara condenándola.
La diferencia, y está muy bien, es que de un gobierno de derechas no deben esperarse actitudes ejemplares.
De uno hacia izquierda sí, y entonces marche preso.
Un gobierno como éste debe, incluso, sobreactuar la honestidad.
Pero tampoco se trata de sobreactuar críticas y autocríticas.
El Presidente incurrió en una macana de aquellas, sea por el hecho en sí y/o por el enorme riesgo de que trascendiera; ya se refirió al tema (él, el jefe de Gabinete y varios funcionarios y candidatos). Y, junto con sus despistes, deberá revisar de una vez por todas cuál es el grado de confiabilidad y eficiencia de algunos de quienes lo acompañan.
¿Qué más?
¿Pretenden que se lacere en público con un cilicio hasta el fin de su mandato? ¿Que sea el capusottiano Juan Domingo Perdón, citado por Luis Bruschtein en su columna del sábado?
¿Es sensato que esto se transforme en eje de campaña?
La oposición lo atacará de todos modos aunque es cierto que, si encima hay un acumulado de disparos en los pies, el oficialismo no tiene acceso a victimizarse.
Quien firma tiene el convencimiento de que este asunto es objetivamente de carácter secundario, apenas se lo compare con el peso dramático de la pobreza incrementada, la pérdida de poder adquisitivo de las grandes mayorías, una inflación que continúa sin poder domarse y varios etcéteras.
Lo es igualmente al cotejarlo con todo lo que el Gobierno sí hizo bien, en el marco espantoso de la pandemia.
Quede claro que lo anterior se opina sin perder de vista que quienes debieron guardarse, cumplir las exigencias de cuidado extremo, verse impedidos de despedir a sus íntimos, tienen el legítimo derecho de mostrarse afectados. Y que quienes no se sienten así deben respetar y comprender ese sentimiento.
Pero en cómo acaba construyéndose la subjetividad masiva, de modo influyente, (me) rige la duda.
Lo que uno quiere creer --y cree que puede pasar-- es que al cabo prevalecerá la voluntad de confiar un poco más en esta experiencia frentista; de familia política ensamblada; enquilombada; de conducción múltiple y comunicación increíblemente descoordinada, que pese a eso se las arregló para tripular la pandemia, evitar estallidos, asistencializar a los eternos del debajo de la pirámide, su ruta.
Nada de eso significa que no acontezca lo contrario, y más en elecciones de medio término en las que son habituales decisiones contradictorias: suele apoyarse a los oficialismos, así como permitirse sancionarlos o advertirlos.
¿Quién sabe con total certeza lo que arrojará el efecto pandémico?
¿Quién se anima a aseverar sin dubitaciones que el episodio de Olivos tendrá un efecto parcial o decisivo, o que acabará sin pena ni gloria porque “la gente” priorizará otros aspectos?
Periodistas de opinión y analistas diversos tenemos la responsabilidad de apreciar datos e interpretarlos con el mayor rigor posible.
Pero sucede que a veces esos datos son insuficientes y que entonces también debiera obligarnos la responsabilidad de decir “no sé”.
Este jueves se cumplió el segundo aniversario de las primarias que anticiparon el triunfo de los Fernández.
Fallaron absolutamente todas las encuestas, en su mayoría por distancia escandalosa.
Nadie vio venir el 47 a 32.
Los pronósticos y la prédica de los medios entonces oficialistas auguraban una victoria segura del ex Juntos por el Cambio.
Macri pegó una remontada considerable, pero ya no había vuelta de lo que podría resumirse como el fin de una ensoñación.
Aquel 12 de agosto fue cuando los votos comenzaron a liquidar la fantasía de tantos argentinos capaces de haber creído, cuatro años antes y en muchos casos de buena fe, que las conquistas sociales obtenidas entre 2003 y 2015 estaban consolidadas.
Se creyó, en consecuencia, que podía jugarse la cana al aire de experimentar a través de un hombre de negociados con el Estado, tan rico como para que no le hiciera falta robar y tan agente del mundo poderoso como para que llovieran las inversiones locales y externas.
Lo comprobado es que el macrismo produjo casi un genocidio económico, y habría que mensurar el consuelo de que las urnas presidenciales siguientes corrigieron el error.
Es que, por un lado, la mayor parte de la sociedad demostró una capacidad de reacción que en otros lados no se consigue ni por asomo; pero también es cristalino que las fuerzas conservadoras y su componente gorila tienen una potencia, histórica, prácticamente invariable.
La pandemia semeja haber acentuado el enfrentamiento entre esas direcciones, siempre con el margen de duda que, en la previa de los votos, ofrece la pregunta de cuánto es realidad efectiva (¿en todo el país, además?) y cuánto el clima de agitación ejecutado por los medios.
Lo que sí hay es, por lo menos, dos cosas seguras.
Una es lo imperioso de tener memoria constante, viendo los acontecimientos con sentido global y no con la premura a que obligan las necesidades mediáticas.
La otra es que, cuando hay episodios como éste de lo sucedido en Olivos, que sirve para que cada quien magnifique, se bajonee o muestre indiferencia absoluta porque “al fin y al cabo los políticos todos iguales”, gana ese discurso de mierda de la antipolítica mucho antes que el perjuicio al Gobierno.
Y cuando ocurre eso, salvo excepciones como la de Kirchner en 2003, terminan ganando los peores.