Un larguísimo aplauso los recibió. Fue el primero de los muchos con los que un auditorio lleno hasta el protocolo agradeció el reencuentro en una tarde de emociones. Había mucho de catarsis en esa bienvenida. Acaso tenía que ver con esa forma de purificación del rito que permite la presencia, la palabra directa en el momento preciso, cuando es posible intuir que algo está terminando para dar lugar a otros comienzos. El domingo, en el Centro Cultural Kirchner, Liliana Herrero, Teresa Parodi y Juan Falú estrenaron Mojones, signos y memoria de la Patria (se repetirá en la misma sala los domingos de agosto, el 23 también por streaming). Un recital, una forma de cantata punzante y afectuosa en la que tres de los nombres más significativos del presente ancho de la música argentina intercambiaron y elaboraron asombros y certezas en torno a momentos significativos de la historia argentina. También, una forma de rendir homenaje, expresar gratitud, reconocimiento, amor, a Horacio González, el intelectual que a lo largo de toda su vida se encargó de pensar y dejar eso que expresa el nombre del concierto.
Lilián Saba en piano, Pedro Rossi en guitarra, Facundo Guevara en percusión y Ariel Naón en contrabajo, redondearon un óptimo marco sonoro para estos Mojones. Por sobre ellos –y por sobre todos– “sonó” el recuerdo de González, el mejor lector posible que tuvo desde sus inicios el proyecto ideado por Herrero, además de creador pródigo de los textos que glosaron cada una de las canciones, en su gran mayoría compuestas por Parodi y Falú.
Si el tango preferido del sociólogo y mejor amigo de los taxistas fue “Nieblas del Riachuelo”, el atardecer extrañamente neblinoso del Bajo porteño pareció dar inicio, ya antes de ingresar al CCK, al amoroso homenaje que siguió. Ya en la sala principal del centro cultural, las palabras de González dichas por Herrero dieron comienzo al relato retumbando en el silencio de la expectativa. “En estos mojones se toman hechos fundamentales de la historia argentina, pero perseguidos por su sombra infatigable: la leyenda”, dice González en la voz de Herrero para habilitar ese espacio mítico que es la medida sentimental de las intemperancias populares. Por esa huella, nítida, comenzaron a circular las canciones, síntesis afectuosamente acabadas de algunas de las gestas que interpelan nuestra historia.
“El nombre sin fin”, un candombe que canta a las voces con la que los pueblos suelen cristalizar su identidad, entibió un clima y temperó la inquietud del inicio. Siguieron “El canto primero”, un chamamé a las lenguas de los pueblos originarios y al desafío de su persistencia, y “Bando”, una cueca inspirada en el discurso de San Martín al ejército de los Andes. Uno de los grandes momentos del recital fue “En esa soledad”, una certera zamba sobre la muerte de Facundo Quiroga, antes de “Martín”, una canción extraordinaria de Edgardo Cardozo, un alucinado compendio del Martín Fierro. Como para tantos asuntos y discusiones sobre la patria, también para Mojones el gaucho Fierro, en particular esta canción, fue el disparador.
Hablando de mojones, de signos y de significantes, también las voces de Herrero y Parodi, sus maneras de decir, constituyen referencias poderosas, señales insustituibles para reconocer y reconocerse en ese tiempo y su espacio que es la canción argentina de, por lo menos, las últimas cuatro décadas. Como también la guitarra de Juan Falú. Con esa autoridad, que no se construye en un día, los intérpretes se concedieron con generosidad en la tarea colectiva; desde ese lugar se pararon en el escenario.
“La plaza”, un tango al sol sublevado de ese evento del 17 de octubre de 1945 “que partió el tiempo en dos”, como reflexiona González, ahora en la voz de Falú, en la glosa introductoria. “Pañuelito sin adiós”, un bailecito a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. “Remanso azul”, una oportuna interpolación de un poema de Pepe Núñez, con música de Falú. “La bengala”, el poema de Gustavo Caso Rosendi, combatiente de Malvinas. Todas retuvieron la memoria del siglo 20.
Hacia el final “Los sueños que no perdimos”, recuerdo de Horacio González, fue otro gran momento de la noche, antes del final con la bellísima “Vidala del que no está”. “Sé, que aquí está quien no está, vive en cada canción que es posible cantar”, sonó como un mantra. Y retumbó en los obligados bises, ya a capella, entre el aplauso agradecido y la sensación poderosa de que esa celosa y muchas veces caótica urdimbre de hechos que van dando forma a la Historia, no son sino una manera de contar. Y de cantar.