Seis en cada diez brasileños creen que la política económica implantada por Michel Temer es pésima. Siete en cada diez son contrarios a la reforma del sistema de previdencia social que el gobierno pretende implantar. Y seis en cada diez creen que la reforma de la legislación laboral que se discute en el Congreso provocará severas pérdidas de derechos conquistados hace más de cincuenta años.
En cada cien brasileños, 73 creen que Temer es corrupto. Y 83 quieren elecciones inmediatas, para que el país tenga un presidente legítimo. En cada cien, 91 dicen que su gobierno es malo.
La demolición veloz de la imagen de Temer y de quienes lo cercan aparece estampada en los sondeos y encuestas más recientes.
Y es en esa atmosfera claramente contraria que Temer trata de imponer medidas que clasifica como ‘reformas’ pero que, si logra implantar, serán las más pro-mercado desde la segunda presidencia (199-2002) de Fernando Henrique Cardoso.
La ausencia absoluta de popularidad en ningún momento parece obstáculo. Los absurdos y desmanes se suceden. Algunos llegan a ser francamente risibles, de tan ridículos.
Por ejemplo: el encargado de preparar el informe que será debatido en la Cámara de Diputados sobre la legislación laboral específica para trabajadores rurales defiende que la remuneración del empleado no se dé necesariamente a través de un sueldo. O sea: el trabajador rural podrá ser remunerado con vivienda, ropa y comida, por ejemplo. Volver a los tiempos de esclavitud, eliminada en Brasil hace 119 años, el 13 de mayo de 1888.
La gran innovación de la reforma laboral, ya aprobada en la Cámara de Diputados, es establecer que acuerdos entre empleadores y trabajadores se sobrepongan a la ley. De esa manera se fulminan derechos establecidos.
Con relación a la reforma del sistema de previdencia, en ningún momento Temer y su equipo económico se atrevieron a atacar el verdadero causador del déficit existente, el funcionalismo público.
La jubilación promedio del sector privado gira alrededor de 516 dólares. En el sector público, 2.900 dólares. Algunas categorías se jubilan con sueldos gordos. En el poder legislativo, la media es de 9.000 dólares. En el judiciario, 8.000.
Hace un par de semanas el primer ministro español Mariano Rajoy hizo una visita oficial a Brasil. Ha sido el primer mandatario europeo a legitimar la presidencia de Temer. Antes, solamente el argentino Mauricio Macri había visitado el Brasil surgido el golpe de 2016.
Hay mucha semejanza entre los tres gobiernos. La gran diferencia es que Macri y Rajoy surgieron de elecciones, y Temer hoy no tendría votos suficientes siquiera para llegar a alcalde de la pequeña ciudad donde nació. A concejal, quizá.
Temer dijo que considera el gobierno de Mariano Rajoy un ejemplo. Y en eso, tiene razón: también en España se precarizan las condiciones laborales, el desempleo se mantiene en niveles estratosféricos, derechos sociales son destrozados mientras el gran capital es beneficiado. Ah, claro: también en España el gobierno y el partido de Rajoy son islas cercadas de corrupción por todos lados.
Temer, por su vez, sigue insaciable en sus afanes de retroceder. Hace pocos días invitó, de manera formal, el ejército de Estados Unidos –es decir, de Donald Trump– a participar de ejercicios militares conjuntos en la región amazónica de la frontera triple entre Brasil, Perú y Colombia. Es la primera vez que eso ocurre, luego de décadas de intentos de Washington y constante resistencia de Brasilia.
Mientras tanto, sigue la persecución incesante, de parte de los grandes medios de comunicación, en especial la TV Globo, y del Ministerio Público, fortalecido por la obsesión del juez Sergio Moro, auto-erigido en guardián supremo de la Justicia, al ex presidente Lula da Silva. Se le acusa de un sinfín de crímenes, pero no aparece ni una sola prueba. Siquiera indicios convincentes. Queda más claro a cada día que es esencial inhabilitarlo para las elecciones del 2018, porque los sondeos indican un clarísimo favoritismo de Lula, que podría ganar las elecciones ya en una primera vuelta. Más lo golpean, y más crece ese favoritismo.
El pasado jueves, Temer dio el primer paso para utilizar un tipo de arma que los brasileños habían olvidado. Presionó al presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, investigado por varias denuncias de corrupción, para que sacase del cajón en que dormía desde hace 14 años un proyecto de ley que llevaría a que las elecciones municipales coincidiesen con las de gobernador de estados y del presidente de la República. O sea: se esgrime la amenaza de postergar las elecciones para 2020.
Si se aprueba semejante violencia, el país se transformará en una bomba. Pero nadie en el gobierno parece temer lo que podrá pasar.