Cuánto tiempo había pasado desde que no sentía la efervescencia alcalina de alistarme para una cita. Una preparación contundente, sentida. Una previa superadora a las citas de tinder, un destello de lo que sucedía antes de este vínculo neurótico con el teléfono. Algo de la escasez de la palabra, en donde la información que circula es escueta: hora y lugar. Sin más. Eso sucedió cuando una ex amante pasó caminando frente al bar El Balón de Flores mientras yo tomaba una cerveza al aire libre. Pasó, como si fuera del barrio, amarrada a la soga de una perra que la arrastraba por el filo del cordón de la vereda. ¿De quién es esa perra que te lleva así? Me hubiese gustado cuestionarle. Pero solo fue un “Hola” con un puñito. Después las huesudas conversaciones de estos tiempos: que mundo de mierda, el gesto de encoger los hombros y plantarse a la deriva de este precipicio que es vivir. La perra era de su nuevo novio, un futbolista trans, con el que siempre jugamos en el mismo equipo las veces que nos cruzamos. Una ex amante -porque no cogemos hace más de un lapso de tiempo arbitrario- que andaba por el barrio de romance y que después de la diminuta conversación me propuso una cita: ¡qué placer! Ahí nomás me dio la dirección de su casa y me agendó para el fin de semana. La sencillez.
Puse las barbas en remojo y pasé todo el sábado analizando la combinación de vestimenta. La ilusión de una preparación a cielo abierto, cortando el hilo conductor que me tiene hace meses roleando las redes sociales en un letargo sin una pizca de disfrute.
Llevé un vino y un queso vegano debajo del brazo, como el gatito de los stickers de Whasap. Bien peludita y con ganas de que me acaricien el lomo. Me recibió con una salamandra que calentaba todo el living, un sillón king size y un banquete de picada: pan con aceitunas negras, hummus, tomates cherrys embebidos en aceite de oliva y una mayonesa de zanahoria. ¿Querés ver una peli? Le dije que sí a todo. Me enorgulleció su capacidad de no sacar ninguna conversación que remitiera a contarnos lo que habíamos hecho en este tiempo sin vernos. Ni su perra adoptiva, ni su romance, ni el misterio de la meseta de mi vida. “La peli que quieras”. Todo me gusta siempre y cuando se mantenga esta fantasía del encuentro espontáneo. Nos esparcimos en el sillón, armó un cableado de HDMI y pantalla grande, yo la observaba recordando lo fácil que hace que sucedan cosas complejas. Es como una artífice de la facilidad. Para una conexión, encontrar una película en internet o googlear. Un talento nato para resolver. ¡Cuánto me calentaba eso! Cuando puso play yo solo pensaba en ir acercándome sigilosamente hasta cualquier parte de su cuerpo, quería contacto. Me daba lo mismo la mano, la pierna o la lengua.
La película era sobre una estudiante de la carrera de veterinaria que se internaba en el campus de la universidad de una ciudad europea. La característica principal de la protagonista era que pertenecía a una familia vegetariana y que a partir de sus vivencias en el campus empezaba a tener ciertos estímulos vinculados al canibalismo. Mi ex amante fumaba porro y tomaba whisky esporádicamente. En uno de los pasajes de la película - cuando la protagonista se estaba peleando en el patio del campus con otra, y el pleito subió de tono hasta que con los dientes le arrancó un pedazo de brazo- me acerqué a ella, entre la impresión y la incertidumbre de hacia dónde iba dirigida la curva dramática del personaje. Quise comentar algo pero no se me ocurrió que, entonces metí los pies descalzos debajo de sus piernas para buscar un calor que no era estrictamente necesario. Lo que quería era comenzar a transmitir a través de mi lenguaje corporal que la película me daba miedo. Ella sonrió de una manera que no fui capaz de decodificar. A partir de ahí, el film dio un giro intenso respecto al tema del canibalismo y empecé a sentir cierta incomodidad. Ese tipo de cine, en donde la fragilidad del cuerpo humano se vuelve tan explícita, me perturba un poco. Mantuve esos sentimientos ocultos, lo que tenía que hacer era aguantar hasta que terminara la película. Fabricar en mi mente otras imágenes, hacer cuentas a ver si una vez más este mes el sueldo se me quedaría corto. Pero la tarea fue complejizándose más hasta que llegó la escena en la que la protagonista amanece en una de las habitaciones del campus: el sol entra por la ventana y se oye una música proveniente del patio principal. Ella, la caníbal, abre los ojos y observa cómo su amigo -con el que cogen frecuentemente- duerme plácidamente a su lado. Ella y él están desnudos, las sábanas lo cubren hasta por debajo de la cintura. Ella sonríe dando cuenta de un romance sexual que le gusta. Pero de pronto, de la boca de él comienza a correr un pequeño hilo de sangre. Su gesto cambia rotundamente. Lo destapa y descubre que durante la noche le había comido las piernas. La película debe haber terminado unos minutos después de esa escena. Ella apagó la tele y puso música como si nada. Yo estaba aterrada, se acercó para darme un beso y salté disparada del sillón. Tenía miedo de que me comiera. Hui con una excusa delirante, pero no me importó. Ella quedó toda excitada y yo me fui a lo de una amiga porque me dio miedo dormir sola.
Ahora, días más tarde, no tan sumergida en la espuma del miedo, pienso en que me gustaría volver a cruzarnos por el barrio y comer algo por ahí.