Puede ser la mujer que aparece en la foto fumando pipa. Puede no serlo. Sin cara ni fechas precisas el nombre de Agustina Quilchamal ¿será ese su nombre? aparece en 1940 como la mujer informante, testigo lenguaraz y traductora indispensable en los relatos patagónicos de un médico de Gendarmería Nacional en la Gobernación Militar de Comodoro Rivadavia, Federico Escalada.
La mujer tehuelche tiene por conveniencia narradora del doctor un lugar de identidad diseñada en la historia etnográfica y una frase aforística atribuida: “Quiero dejar recuerdos, después morir”. Todo lo que se dirá de Agustina, a la que también llaman Matilde Casimiro, dos nombres para un mismo cuerpo o dos mujeres que comparten el murmullo de una biografía que no alcanza, será tan incierto como abusivo de identidad. Un artificio.
Hay pocas mujeres con nombre y apellido en la historia de la Argentina fundada, las que lo tienen, envuelven el rol necesario que la anécdota reclama para cubrir supuestos primeros planos o se acomodan al prejuicio que se quiere enaltecer. Las mujeres del pasado argentino suelen llegar anónimas al presente, sin estampa ni marco dorado. Algunas tienen una semblanza imprecisa que solo acelera el olvido de sus hazañas y otras fueron un cuerpo colgado en la vitrina de un museo como Margarita Foyel, hija de un cacique mapuche y prisionera en la Campaña del Desierto, cuyo cuerpo estuvo exhibido durante años en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.
En los informes militares las mujeres indígenas eran un “vago conjunto de estrafalarias o complacientes que formaban parte de ceremoniales y rutinas domésticas”. En Escalada esta mujer tehuelche es una india tranquila, misa en lenguas que adorna su investigación evangelizando en propia la oración ajena. La biografía planeada de Agustina dice que vivió en la reserva atravesada por el río Chalia, en el sudoeste de Chubut, que era la hija del cacique Quilchamal y que a los doce años acompañó a Perito Moreno en su primera recorrida; que “sabía hablar en tehuelcho, en pampa, en mapunche y en español”, que siendo tehuelche se casó con un enemigo en la guerra territorial: un araucano, y que no tuvo hijos.
Dueña de la palabra perdida o por perderse, recordaba que su padre había participado en la Campaña del Desierto como baqueano. Sí, la traductora del médico gendarme era hija de un renegado, de uno de “esos indios amigos de los militares”, un auxiliar con sueldo de las tropas nacionales. No está corroborado ni definido el lugar de su nacimiento, tampoco la fecha, pudo ser en "Shéhuen Pári áiken", un paraje próximo al Gualjaina en el noroeste de Chubut, o en algún paisaje santacruceño al sur de Lago Blanco. La fecha de su muerte no tiene tumba, dicen que vivió casi noventa años.
¿Quién era Agustina? ¿Quién necesitaron que fuera? ¿Una precordillerana que pasó hambre y sobrevivió gracias a la caridad de algunos pobladores? ¿Una cazadora nómade? ¿Una mediadora cultural y políglota de Río Mayo capaz de enseñar las diferencias lingüísticas entre los grupos tehuelches de tierra firme? ¿Un invento estampado? ¿La narradora familiar del mundo aborigen en las figuritas patrias cuando Colón era héroe con efeméride de octubre? Recuperando lo que decía David Viñas en ademán provocativo: “el origen de la propiedad en la Argentina es el robo” (…) “La literatura argentina comienza como una violación” (lo decía pensando en el final de El Matadero y en el de Amalia), no es inesperado ni complejo pensar en un prototipo de identidades robadas moldeando los capítulos escritos de la historia.