El anuncio de la nueva ofensiva de los obispos para rescatar a sus feligreses castrenses, provino de su operadora habitual en la agencia de noticias del Estado, Télam, Silvina Oranges. En 2014 Oranges agradeció el premio Santa Clara de Asís como una caricia de Dios y “una palmada en el hombro” de sus delegados terrestres. En la misma ceremonia fueron premiados otros habituales operadores del episcopado, Ceferino Reato y Claudia Peiró. El artículo de Oranges del 1º de mayo se tituló “El episcopado recibirá a familiares de desaparecidos y de militares para encarar una reconciliación”. Al día siguiente, la oficina de prensa de la conferencia episcopal emitió un comunicado de “precisiones”. Decía que iniciaban un tiempo de reflexión sobre los acontecimientos ocurridos durante la última dictadura militar “con la escucha de algunos testimonios de familiares de personas que sufrieron las consecuencias de este período marcado por la violencia en distintos ámbitos de la sociedad” pero que en la primera etapa “se limitará exclusivamente a la escucha de algunos testimonios y no al intercambio entre los participantes”. También decía que se trataba de un “proceso de largo aliento”, que continuará “durante las asambleas de los próximos años” y que recién “más adelante” se intentará realizar “un camino de diálogo entre los obispos en el marco de la cultura del encuentro y la amistad social”. Es el mismo tipo de globo de ensayo que lanza el gobierno nacional, con anuncios que instalan un tema y si la recepción no es la mejor, lo relativizan y de ser necesario hasta lo retractan en manifestaciones posteriores. Una de las invitadas, Graciela Fernández Meijide, dijo que lo que debía preocuparnos era la grieta social que dejó a un tercio de la población en la pobreza. No aclaró si debía interpretarse como una autocrítica por la catástrofe que provocó el gobierno de Fernando de la Rúa, del que fue ministra de Desarrollo Social, que dejó a más de la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza. Luego de difundir fotos en La Montonera de la ex ministra, de la hermana de tres desaparecidos que sin embargo visita a los presos castrenses y de un general del Ejército, el obispo de San Isidro, Oscar Ojea, aceleró la marcha atrás: “Ha habido un profundo malentendido”. Los obispos sólo querían “escuchar y hacer un examen de conciencia”. Agregó que para la Iglesia la reconciliación implica “memoria, verdad y justicia” y no impunidad. Es poco creíble que para escuchar testimonios sobre aquellos años, el episcopado necesite convocar a una sesión especial, cuando desde hace años ese material sobreabunda, tanto en las salas de audiencias de los tribunales como en libros y medios de prensa.
Ojea Quintana, asumió como obispo auxiliar de Alcides Jorge Pedro Casaretto en 2009 y lo sucedió en 2012. Sus primos hermanos Esteban e Ignacio Ojea Quintana fueron secuestrados en abril de 1976 y marzo de 1977, a sus 21 y 23 años y nunca reaparecieron. La madre de ambos hizo una donación al obispado de San Isidro, con parte del dinero recibido como indemnización, y preparó dos placas para colocar en la catedral. Casaretto admitió el dinero y las placas con los nombres de ambos detenidos desaparecidos pero no que se informara qué había ocurrido con ellos. La familia se negó a colocarlas. Casaretto y Bergoglio han sido los principales impulsores de la denominada reconciliación. A fines del siglo pasado, Beroglio acuñó el concepto de memoria o verdad completa, según reveló su interlocutor de entonces, el general Ricardo Brinzoni, y Casaretto promueve encuentros como el que ahora realizó la asamblea episcopal, con la idea falaz de que “cuánta más justicia aplicamos, menos verdad recuperamos”. A su juicio hay que privilegiar la verdad, porque es lo que calma el corazón de las madres. Este es un mito que no se sostiene en los hechos: nunca se obtuvo más información sobre los crímenes cometidos que por medio de los juicios. Claro que obligan a escuchar cosas desagradables, como la declaración del jefe del área militar de San Luis, coronel Miguel Angel Fernández Gez, quien contó que el entonces arzobispo Juan Rodolfo Laise le pidió que secuestrara a un sacerdote que se había casado. Laise fue citado por la justicia pero el Vaticano lo refugió en una diócesis italiana y nunca se presentó.
Ya hace cinco siglos, en el Concilio de Trento, la Iglesia Católica fijó las condiciones para el sacramento de la reconciliación, la penitencia o el perdón: el reconocimiento de los errores, los pecados o los crímenes cometidos; su detestación o arrepentimiento y la búsqueda de posibles caminos de reparación. Hasta ahora sólo siguió ese rumbo el marino Adolfo Scilingo, quien purga en España una condena a diez siglos de cárcel. El episcopado sabe que nadie más ha cumplido con las condiciones que fija el catecismo, por lo que su insistencia es pura hipocresía.
La misma nota de Silvina Oranges informó que la asamblea episcopal establecería un protocolo para que víctimas y familiares directos puedan consultar los archivos del episcopado, de la nunciatura apostólica y del Vaticano. Pese a la bambolla que Bergoglio ha hecho sobre el tema, la desclasificación sólo cubre los pedidos que llegaron a la Iglesia para conocer el paradero de detenidos y desaparecidos durante la última dictadura-cívico militar, pero nada sobre la promiscua relación de los obispos con el gobierno de entonces ni sobre la información que Pio Laghi dijo que miles de sacerdotes recibían en los confesionarios y capellanías.
Las sucesivas audiencias que Bergoglio concedió a todos los dirigentes de organismos defensores de los derechos humanos que aceptaron su invitación para recibirlos en Roma, cuando en Buenos Aires ni les contestaba una carta, obraron como una cortina de humo mientras avanzaba con las gestiones a favor de la impunidad. Se aprovechó de la ingenuidad de esxs compañerxs que no están acostumbradxs a los dobleces y las simulaciones.
En mayo de 2010, como presidente de la conferencia episcopal, Bergoglio autorizó al obispo de Mercedes-Luján, Agustín Radrizzani a entregarle al gobierno nacional un pedido de amnistía firmado por los ex dictadores Jorge Rafael Videla y Benito Bignone, el general Santiago Omar Riveros, el comisario Miguel Etchecolatz, el sacerdote Christian von Wernich, el Turco Julián, El Nabo Barreiro y más de un centenar de represores. El texto no incluía ni el reconocimiento de los crímenes, ni el arrepentimiento ni la promesa de enmienda.