¿Existe en la Argentina un mundo liberal-democrático? Nos referimos a una corriente de opinión política que aunque enfrentada con la política de los gobiernos kirchneristas pueda tomar la palabra en nombre de la defensa de la vida, la libertad y los valores democráticos contra el virtual nuevo indulto a los genocidas perpetrado por la Corte Suprema.
Parece un interrogante crítico ante el actual curso de los acontecimientos en el país. El Gobierno ha radicalizado su discurso y su acción política en la dirección de lo que llama el “cambio cultural”; Macri definió ese cambio hace bastante tiempo, cuando dijo que consiste en “un encuadramiento ético que haga que cada uno esté dispuesto a cobrar lo mínimo que le corresponde por lo que hace”. La obvia pregunta es cómo se logra semejante cosa en un país en el que ni los regímenes más violentos y autoritarios consiguieron domesticar al movimiento obrero. Hace poco se cumplió el aniversario de un hito histórico: el 27 de abril de 1979 se realizaba el primer paro general contra la dictadura instalada en marzo de 1976. No puede decirse que el terrorismo de Estado haya escatimado medios para conseguir, ya entonces, ese “cambio cultural”. Está muy claro, entonces, para cualquier persona que se reconozca en una tradición de defensa de los intereses populares y en contra de las políticas que los han atacado que esa posición demanda una clara definición en defensa de la libertad política. Pero siempre se ha reconocido en la Argentina la existencia de otra cultura, no necesariamente identificada con transformaciones profundas en un sentido igualitario, que hizo de la defensa del pluralismo y de los derechos humanos uno de sus sellos identificatorios. Acaso el momento más luminoso de esa perspectiva en nuestro país haya sido el de los primeros años después de la reconquista del Estado de Derecho en 1983. Ya en su campaña electoral, Raúl Alfonsín había colocado esa bandera en el centro de la política argentina, al punto de que su discurso colocaba a la democracia como el motor central de la recuperación social, ética y política del país. Tal vez, todo el itinerario de Alfonsín en la presidencia –sus enormes méritos y sus dramáticas defecciones– puedan explicarse sobre la base de esa convicción.
Más tarde en la primera década neoliberal, el discurso liberal-democrático sería adoptado por una fuerza de centroizquierda que construyó un espacio de enfrentamiento con el menemismo basado más en la defensa de la democracia contra el decisionismo presidencial de Menem y su perdón a los jefes del terrorismo de Estado que en un proyecto de redistribución de la riqueza, bruscamente concentrada en los años del consenso de Washington. Esa fuerza –el Frente Grande, luego reconstituido como Frepaso– fue absorbida en la primera Alianza, en cuya experiencia se manifestó la imposibilidad de ampliar la democracia en el contexto de una incondicional sumisión a los cánones del neoliberalismo. El año 2001 fue el comienzo de un período que partió las aguas del liberalismo democrático porque la catástrofe nacional de diciembre de ese año dejó muy poco espacio para una política que se sustentara en una suerte de neutralidad entre el salvajismo neoliberal y una propuesta de reparación y reestructuración social. Aún en el cuadro de la crisis y la dispersión política propia de la elección presidencial de 2003, esa alternativa se colocó en un lugar central.
A partir del triunfo y la asunción de Néstor Kirchner, el liberalismo democrático -especialmente el que se había colocado en el arco progresista durante la década del noventa- se escindió de modo hasta ahora irreversible. Una parte intuyó que el nuevo gobierno desafiaba ciertas certezas que se habían instalado no solamente entre los argentinos sino en el plano mundial, después de la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del socialismo que giraba alrededor de la Unión Soviética y la propia crisis de la socialdemocracia europea arrinconada por el pensamiento único neoliberal. Otra parte se fue inclinando hacia una creciente desconfianza ante el rumbo “populista”. Aquí hay que puntualizar que ese término fue el punto clave de los conflictos históricos entre izquierda y nacionalismo popular desde los orígenes del peronismo. Y que desde entonces un sector considerable de la izquierda pasó a asociarse de modo más abierto o más vacilante al liberalismo democrático antiperonista. Aun cuando esas posiciones se pusieran en práctica bajo el dudoso rótulo de la defensa de la conciencia proletaria en contra de la falsificación burguesa, su realidad consistió en el fomento sistemático de la división entre las clases medias y los sectores obreros y populares.
El parteaguas liberal-democrático se profundiza entonces desde 2003 pero alcanza su momento crítico en la rebelión de las patronales del agro contra el gobierno de Cristina Kirchner en 2008, es decir cuando el antagonismo político empieza a escalar en la Argentina hacia el pico de su intensidad y la claridad de sus rumbos. Lejos de haber desaparecido después del resultado electoral de 2015 ese antagonismo sigue escalando y ordenando la política argentina. En este itinerario, uno de los puntos conflictivos en el interior del espacio liberal democrático fue el proceso de memoria, verdad y justicia iniciado en 2003. Este rumbo activó un compromiso político muy claro y decidido en el movimiento de derechos humanos; aun cuando subsistieran y subsistan aún hoy en su interior viejas querellas no resueltas y en algunos casos profundizadas, todo ese espacio orgánico -o lo fundamental y más prestigioso del mismo- se encolumnó y se movilizó a favor de esa política y se constituyó, de hecho, en un sector muy influyente de la coalición político-social que respaldó al proyecto político gobernante. Sin embargo en el espacio liberal-democrático, incluido su sector progresista, surgieron voces disidentes. Sus argumentos giraron en la supuesta utilización demagógica que hacía el gobierno de la demanda de verdad y castigo para los criminales. Se le opusieron a ese rumbo, entre otros argumentos, el de “defender los derechos humanos del presente”, el de “buscar la verdad por encima del castigo” (como si la prolongada ausencia de castigo hasta entonces hubiera aportado alguna verdad importante respecto del genocidio) y también el de la necesidad de una autocrítica respecto del accionar de los grupos armados durante los años setenta (como si esa necesidad, siempre presente, tuviera algo que ver con el esclarecimiento y castigo de los crímenes).
Aún en medio de ese debate, la inmensa mayoría del pueblo argentino, incluida buena parte de la oposición política, terminó aceptando y apoyando el castigo a los criminales. Hasta Ricardo Lorenzetti, hoy completamente insospechable de simpatías populistas, la consideró una política de estado, imposible de remover hacia el futuro. Quedaron fuera de ese consenso las voces de los grupos más ultramontanos defensores de los terroristas de Estado, el eco que esas voces tenían en algunas columnas trasnochadas de la tribuna de doctrina y en el griterío exaltado que surgía de algunas caceroleadas porteñas. Claro que dentro de ese cuadro hay que contar con el viraje que se produce cuando el proceso de esclarecimiento deja de tener su límite en el uniforme militar y pasa a incluir la llamada “responsabilidad civil” que no es otra cosa que la revelación del compromiso y la centralidad política que tuvo el poder económico local e internacional en la barbarie dictatorial. Claramente se explica hoy el lugar principal que tuvo el reclamo de amnistía en ese “acta de acuerdo” que propuso Claudio Escribano, ex secretario general de redacción de La Nación, a Néstor Kirchner, pocos días antes de su asunción. “no queremos que haya más revisiones sobre la lucha contra la subversión”. Las “revisiones” que se querían impedir llegaron, como era inevitable, al corazón estratégico de la dictadura militar, a su sentido histórico, al designio del poder económico de producir ese “cambio cultural” que hoy pregona el macrismo.
En su discurso en la sede del Sadop Cristina Kirchner colocó al fallo de la Corte en su debido lugar histórico y anunció su disposición a ocupar su lugar en la lucha por la reversión de esa decisión. A tal punto que al servicio de esa tarea reduce la duración de su viaje a Europa. Conviene prestarle atención a este giro de los acontecimientos porque no está hablando un dirigente sectorial ni un militante de base sino el punto de referencia política principal de una parte importante del pueblo argentino. Y la “reversión” de un fallo de la Corte no es un objetivo cualquiera, sino un desafío muy claro a algo que bien podría llamarse un “nuevo régimen” instalado desde la asunción de Macri. Es un régimen signado por la absoluta sumisión del orden jurídico al propósito de una “revolución cultural” cuyo sentido es quebrar la histórica resistencia del pueblo argentino a los atropellos de los poderosos. Convendría que el mundo liberal-democrático sea consciente de esto. Sería muy prudente que no mire para otro lado con tal de no dar señales de ningún tipo de compromiso con el populismo kirchnerista. Sería muy importante también que el polo político que se reconoce en el apoyo a los gobiernos kirchneristas logre alcanzar un nivel de amplitud en su discurso y en su acción que atraiga a los muchos argentinos que sin coincidir con esos gobiernos militan en la causa del respeto por los derechos y en la oposición a los abusos autoritarios del estado. No es solamente un rumbo económico lo que está en juego, sin subestimar el extraordinario daño que el actual está causando al pueblo argentino y a la soberanía nacional: una vez más es de la libertad política de lo que estamos hablando.