Sin dudas, desde que el hombre dejo el estado de naturaleza, la libertad ha sido un valor que se ubicó en el centro de las relaciones humanas, pareciera estar siempre por conquistarse o en peligro de perderse.
Centurias de civilización no han podido resolver definitivamente una medida de libertad que conforme a todos, y la emancipación tanto personal como colectiva, es algo siempre por advenir.
La coyuntura histórica que atraviesa nuestro país, pandemia mediante, pone de relieve una antigua tensión entre las libertades individuales y los cuidados colectivos, nombre actual de la justicia social. Los “varados”, los “anticuarentena”, “los rechaza barbijo”, los que claman a voz en cuello el atropello de que se les impida la libre circulación, son fieles representantes de aquellos que aspiran al ejercicio ilimitado de la libertad individual, cualquier obstáculo a ésta debe ser removido de la escena. Es claro que no están dispuestos a ninguna renuncia en función del bien común.
Dos hechos interesantes para señalar son que, en líneas generales, este grupo de personas libertarias:
1) Pertenecen a grupos privilegiados, respecto de su situación socioeconómica dentro de la sociedad.
2) Se sienten representadas por opciones políticas donde cualquier intento de distribución de bienes, riquezas y derechos es calificado como populistas, demagógico, castro-chavistas y por qué no comunista, considerando cualquiera de estas expresiones como adjetivos calificativos despreciables.
Cabe recordar a aquella primera dama que, viendo cómo las demandas populares no cedían ni ante las perdigonadas de los carabineros sobre los rostros de los manifestantes, expresó: “Parecen alienígenas, tendremos que ceder alguno de nuestros privilegios para que se calmen”.
El privilegiado es alguien que se presenta como una excepción respecto del colectivo, alguien que no se siente incluido en las reglas del contractualismo.
Si Rousseau, Hobbes, Locke, los padres del contractualismo, establecieron que el principio fundamental de la vida en comunidad es que cada individuo renuncie a una porción de su libertad para recuperarla en los beneficios de una vida gregaria, estos sujetos se sienten excluidos de tener que realizar tal renuncia.
La pregunta fundamental es si hay algún tipo de motivación más allá de los motivos morales para comprender los fundamentos de este comportamiento que enfrenta a nuestra sociedad y si forzamos los argumentos resulta disolvente de la misma, en el sentido de que el individualismo más extremo resulta incompatible con la vida en comunidad.
Dado mi oficio y mi costumbre, cuando las dudas me asaltan acudo al viejo zorro de Viena buscando un poco de orientación.
Sigmund Freud, en consonancia con los filósofos contractualistas antes citados, también piensa que la civilización es el efecto de una renuncia, pero el fundamento freudiano no es sociológico sino pulsional. Se trata de la renuncia a la satisfacción inmediata de determinadas demandas pulsionales, esa renuncia a su vez es la fuente de un monto de insatisfacción que produce malestar, el principio rector del funcionamiento pulsional --el principio de placer-- debe ser aplazado, para encontrar en los vericuetos de la realidad alguna satisfacción sustitutiva.
En palabras de Freud: "Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal limitación..." [i]
La constitución de la civilización tiene la misma lógica que la constitución del sujeto deseante. Un mítico bebé humano padece una insoportable tensión provocada por la necesidad de comer y toda su psiquis se aboca a repetir la experiencia que una vez trajo satisfacción, el efecto es la inmediata investidura alucinatoria de esa experiencia. Será el duro encuentro con la realidad que mediante el auxilio del otro le enseñará a esperar y realizar los rodeos por el mundo para aprender a distinguir entre alucinación y realidad.
Para siempre quedará inscripto el falso anhelo de un mundo perdido en el que solo se trataba de desearlo para que sin mediación alguna advenga la satisfacción.
En este mito constitutivo del deseo humano se asienta la idea de una libertad sin restricciones, en definitiva no es más que un deseo infantil, una regresión a un estado irreal.
Es el mismo Freud que en su monumental texto “El malestar en la cultura” se refiere a esta cuestión:
"La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura; es verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el individuo difícilmente estaba en condiciones de preservarla. Por obra del desarrollo cultural experimenta limitaciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Lo que en una comunidad se agita como esfuerzo libertario puede ser la rebelión contra una injusticia vigente, en cuyo caso favorecerá un ulterior desarrollo de la cultura, será conciliable con ésta. Pero también puede provenir del resto de la personalidad originaria, un resto no domeñado por la cultura y convertirse de ese modo en base para la hostilidad hacia esta última[ii]. El esfuerzo libertario se dirige entonces contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o contra ella en general".[iii]
Me disculpo por la larga cita, pero no me atreví a acortarla, creo que es absolutamente esclarecedora.
Los gritos libertarios tan ligados por los medios masivos a nuevas formas de progreso no son más que vino nuevo en odres viejos, responde a las más primitivas demandas pulsionales de una infancia perdida para siempre.
En definitiva, solo puedo terminar estas líneas concluyendo que nadie puede ser libre en soledad y que hay progresos que atrasan.
Osvaldo Rodriguez es profesor adjunto Psicoanálisis Freud cátedra 1, Facultad de Psicología. UBA.
Notas:
[i] Freud S.: El malestar en la Cultura, 1930.
[ii] El subrayado es mío.
[iii] Freud S.: El malestar en la cultura, 1930.