Dos personas conversan de música. Se escuchan entre sí, ríen, están atentos a cada comentario, crean intimidad. Nada distrae. En blanco y negro riguroso, lo que se ve es una consola, algunos instrumentos y, entre las penumbras, camarógrafos que asoman como en un descuido. A algunos hasta se les llega a ver el barbijo. Todo aparenta ser descontracturado, casual. No hay un eje, las ideas y los recuerdos fluyen en meandros, sin orden cronológico ni temático. Como sea, lo central es la música y la palabra.
Rick Rubin luce como un gnomo en bermudas, curioso, ávido. Pregunta con un interés que se adivina genuino. No se amilana ante la estatura de su interlocutor. Ese interés parece provenir de lo más profundo de su historia. No es el productor prestigioso de celebridades como Johnny Cash, Joe Strummer o los Red Hot Chili Peppers. Es el adolescente que alguna vez fue en la Nueva York de los años 70 y que al escuchar a Los Beatles sintió que su vida –como la de cada Cristo que escuchó seriamente a Los Beatles- cambió para siempre. Paul está más jovial que nunca. Se para, va al piano, mueve la cabeza al ritmo, toma una guitarra. Después de décadas de encabezar movidas comerciales alrededor de su vieja banda, se lo observa sereno. Durante demasiado tiempo pareció seguir compitiendo con John Lennon; mejor dicho, con el fantasma de John Lennon y lo que proyectaba. Publicó libros como Hace muchos años, documentales como el de Anthology, discos como Let it Be… Naked, donde de un modo solapado o no trataba de responder preguntas eternas: “¿Quién fue el más rocker? ¿Quién fue el más vanguardista? ¿Quién escribió qué canción? A meses del estreno de Get Back -out takes fílmicos que pretenden mostrar la otra cara de las tensiones del final de Los Beatles-, ahora conversa sin histeria, y desde otro lugar indaga sobre su propio pasado. Dejó a un costado la megalomanía que a veces disfraza puerilmente con gestos de entretenedor compulsivo.
Fueron tres horas de charla divididas en una miniserie de seis capitulos de 30 minutos cada uno. Dirigido por Zachary Heinzerling, McCartney 3,2,1 es un producto extraño: ni documental, ni entrevista, ni serie. Tiene el clima de esos programas confesionales de la vieja tevé de la medianoche. A partir del miércoles 25 se podrá ver por Star +. La idea original, según contó la pareja protagonista, tuvo un punto de partida sencillo y técnico: hablar y reflexionar sobre uno de los aspectos menos frecuentado del músico vivo más trascendente del siglo XX. Eso es, su rol como bajista. “Rick me había intrigado la primera vez que hablé por teléfono y me dijo: ‘Me gustaría concentrarme en tu manera de tocar el bajo’. Dije: Está bien. Eso es interesante’. Luego comenzó a ampliar ese pensamiento. Los temas crecieron”, señaló el beatle a la revista Rolling Stone.
Como si las canciones de Los Beatles –y también algunas pocas solistas y de Wings- fueran un animal fantástico a viviseccionar, Rubin y McCartney se ubican frente a la consola como cirujanos y con los masters en punta deconstruyen cada tema: las líneas de bajo, sí, pero también las armonizaciones vocales, la guitarra rítmica de John (estupendo el detalle country de “All my Loving”), los solos de George. La frescura que McCartney manifiesta frente a sonidos pergeñados por él mismo y sus compañeros hace más de medio siglo resulta conmovedora. El asombro es el de un niño que toma distancia de su juguete favorito. “Ahora que la obra de Los Beatles está completa, me volví un fan. La escucho y pienso: ‘Qué es ese bajo, de dónde salió? ¿y esos acordes? Mozart decía que combinaba acordes que se gustaban entre sí. Me gusta esa idea”.
Repite cada tanto alguna historia ya gastada por su uso, como la de “Lucy in the Sky with Diamond” y otras, pero también raspa la olla de la memoria. Con discreción, Rubin lo guía y pide más. Y Paul le da: habla y vuelve al bajo. Y dice lo que se sabe, que nadie quería ser el bajista después del abandono de Stuart Sutcliffe en los tiempos de Hamburgo, pero impacta cuando cuenta que finalmente él tomó la posta porque como guitarrista sentía pánico escénico. O cómo convenció a Lennon de cambiar la estructura rítmica de “Come Together” para que no fuera igual a “You Can’t Cacht Me” de Chuck Berry. O la historia detrás del solo deforme de “Taxman”. O cómo lo marcó –y habilitó- el bajista de la usina Motown, James Jamerson. O cuando detalla la devoción que tenían los cuatro por un vals que permaneció oculto entre los pliegues de los éxitos: “Baby’s in Black”. “Nos sentíamos orgullosos de esa canción. Era como un folk raro. Queríamos tocarla en vivo, pero no era de las preferidas de los fans”, dice Paul.
Rubin acota algunas pocas frases que operan como disparadores y, de pronto, todos somos Rick Rubin. La economía de la puesta en escena y la austeridad de las formas potencia el relato. Al fin, lo que se quiere decir es que además del melodista genial que todos sabemos que es, Paul McCartney es un bajista extraordinario, que orquestaba con su pequeño Höfner. Se mechan fotos poco conocidas, algunos materiales fílmicos. Rubin manipula la consola, abre compuertas, pone en primer plano las pistas de tal o cual instrumento como si abriera un cofre. Surgen otros brillos y Paul explica partes del todo. Como el solo de trompeta de “Penny Lane”, las voces de “This Boy”, el origen de la frase en francés de “Michelle”. McCartney se mueve entre dos tipos de consideraciones que parecen contrastantes pero que son complementarias: asevera que la banda siempre supo lo que quería, que los cuatro apostaban a más, pero que muchos logros fueron producto de decisiones azarosas, aleatorias. “Pensábamos que éramos diferentes. Sabíamos que éramos diferentes”, dice, y esta vez no suena soberbio.
Sobre el fin del quinto capítulo ocurre el diálogo más emocionante de McCartney 3, 2, 1. En un momento Rubin dice: “Te quiero leer una cosita”. Y lee: “Paul es uno de los bajistas más innovadores que jamás haya tocado el bajo. La mitad de las cosas que están surgiendo ahora es directamente una copia de su período como beatle. Siempre ha sido un poco tímido sobre su forma de tocar el bajo, pero es un gran, gran músico”.
McCartney no sabe qué decir. Al punto que pregunta, algo turbado, sin reparar que es una frase dirigida a él: “¿Yo escribí eso?”. “Fue John Lennon”, responde Rubin. Con casi 80 años, el viejo beatle sonríe con beatitud, aprieta el puño y exclama: “¡Vamos Johnny!” Y agrega: “Es hermoso”, como si el reconocimiento de su amigo fuera una revelación divina, lo que siempre estuvo esperando, la aprobación que le faltaba. Murmura: “Nunca me lo había dicho”, y sobre su rostro arrugado se instala una antigua, sosegada felicidad.