Estoy siendo algo pesimista en mis notas, ya sea en las escritas como en las de algunos medios que tienen la gentileza de consultarme. Al final, siempre alguien termina preguntándome si no veo una luz en el final del túnel. No hay túnel. La Historia no es una línea arrojada hacia adelante que conduce necesariamente a cierta plenitud donde están nuestros sueños. Todos hemos tenido y hasta todavía tenemos esos sueños esperanzadores. Si no, no se podría vivir. El ser humano, si no ve horizontes, los inventa, pero no puede vivir sin ellos.
Pero los sueños (y el camino hacia el final del túnel) tienen que incluir la posibilidad –siempre acechante- del fracaso. El quiebre, la ruptura, en suma: el inevitablemente doloroso fracaso le da espesor a la Historia. Si es adecuado interpretar la Historia como una cadena de ruinas, lo que lleva a pensadores como Benjamin a interpretarla como catástrofe, habrá también que interpretarla como sufrimiento. El ente antropológico (el ser humano) transcurre su existencia entre el dolor y la alegría. Siempre hay que luchar por la alegría, ¿pero cómo dejar de lado el dolor si la Historia es una cadena de ruinas? Y lo es porque la hacen los seres humanos, que son caóticos, buenos y malos, crueles y bondadosos, que se elevan a lo sublime y se hunden en el barro de la ignominia. Todo a la vez, sin un orden, desordenadamente, en medio del engañoso azar, que es el único elemento irrefutable que tiene la historia humana. En el horizonte puede esperar lo mejor, pero también lo sombrío, que es la realización, no de nuestros sueños, sino de nuestras pesadillas.
En ese final el túnel, que tantos piden como piadosa garantía de la vida, no aguarda una luz redentora. El desastre civilizatorio de la pandemia ha llevado a muchas conjeturas esperanzadoras. Que vamos a ser mejores, que habrá más solidaridad, que el hombre dejará de ser el lobo del hombre. Ya lleva un largo tiempo la mortal pandemia entre nosotros y nada de eso ha pasado. El ente antropológico siegue muriendo en cantidades que meten miedo. El capitalismo de mercado no murió ni se redujo. El mercado se lo devoran los más poderosos. La desigualdad económica y social es triste, penosa, alarmante. Los países ricos, inmersos en la lógica del “egoísmo necesario y bueno”, acaparan las vacunas. Heidegger decía: “La ciencia no piensa”. Ocurre que eso que la Ciencia piensa cae en manos de la política, del poder concentrado en pocas garras, en pocos países. Y ahí se da el mismo fenómeno que en la economía de mercado, la Ciencia se rinde a sus pies, sencillamente porque no es libre. ¿Por qué son los países más poderosos los que elaboran vacunas? Porque tienen a los mejores científicos. Que son mercancías y caen, se concentran, en las manos del poder.
Entre nosotros, a raíz de la cercanía de las elecciones acaso algunos o muchos vislumbren “la luz al final del túnel”. Sin embargo, nada permite augurar que esa luz se esté gestando o muestre algunas aristas que permitan creer en ese “futuro mejor” en el que tanto se desea creer. La praxis política, en el mundo, es lamentable. Pero en nuestro país se agrava cada vez más. No hay ideas, hay odio. Y el odio es una ideología, pero es una ideología agresiva, violenta. No se busca discutir las ideas del otro, se trata de injuriarlo. Resulta altamente desagradable todo el bochinche que se ha creado en torno a la “foto de Olivos”. ¿Hasta ahí ha descendido el debate político? No hay ideas, hay trapos sucios. Se trata de encontrar los del adversario –el enemigo ahora- y exhibirlos como bandera de triunfo del que denuncia y derrota innoble del denunciado. Acaso haya sido un error la pequeña fiesta de Olivos en plena pandemia. Pero, ¿no hay nada más conceptual para oponerse a un gobierno? No, no lo hay. De aquí el ataque permanente y personalizado. El agravio.
La unidad nacional –con esta oposición política- se ha vuelto risible. La frase inicial del presidente Alberto Fernández –“voy a gobernar para los que me votaron y para los que no me votaron”- es hoy imposible y también dolorosa. Alberto F. ya debe saber que los que no lo votaron lo hicieron porque no quieren que él los gobierne. Y eso es lo que busca esta oposición bélica: quiere sacarlo del gobierno. Mal podría ser eso que suele llamarse “una oposición constructiva” porque lo que busca es destruir. Pero el gobierno reacciona tarde y bastante mal y, con frecuencia, abierta y claramente mal. Se lo ve cerca del Illia al que le tiraban tortugas en la Plaza de Mayo o del Alfonsín de Semana Santa, el que les dijo “héroes de Malvinas” a un grupúsculo de sediciosos que se alzaron contra la democracia. Este alzamiento es el que ejercita la oposición que busca un “golpe institucional” por el momento y que de heroica no tiene nada.
Pese a todo y también por todo, debemos sostener a este gobierno. Ignoro si nuestros ciudadanos lo han advertido, pero a la derecha de Alberto F. está una ultraderecha que busca devorarse el mundo, como siempre. La ultraderecha es totalitaria y totalizadora. Hay que devolverle dramaticidad a la política, ideas, proyectos. Si no, todo se reduce al bochinche de las fotos incómodas, a los cumpleaños en pandemia, a la nada de la que nada surge, salvo el odio mediocre y perversamente violento.