En 2018, luego de un amplio recorrido como poeta y performer, cuyo trabajo fue reunido en Jazmin Paraguayo (Nulu Bonsai), Fernando Bogado, periodista y docente, hizo su debut como novelista con Tierra ganada al río (Letras del Sur). Alejandro, el personaje principal, emprende un viaje de evasión hacia una nueva vida. En ese desplazamiento, el personaje se desarma en lenguaje; sus manías, sus fobias y sus dilemas se convierten en su nuevo territorio por donde avanza en su partida inmóvil. Bogado marcaba el camino de un proyecto novelesco: una literatura a contrapelo de las narrativas del yo, la revalorización de los géneros populares y una relectura atenta del realismo latinoamericano que busca tensionar la experiencia de la lectura con un trabajo minucioso del lenguaje, y la construcción de personajes en el límite, desterrados y cultos, siempre al borde de la experiencia, que pretenden construir una identidad rindiéndose al sortilegio de la fuga.
Alejandro, el personaje de Tierra ganada al río, tiene mucho que ver con el narrador de Lebensraum (Omnívora), segunda novela de Bogado. El narrador también emprende un viaje, esta vez hacia el norte, con el rumbo puesto en las míticas islas Galápagos. Atesora en su fuero interno cruzar a Colombia para seguir viaje por Latinoamérica, persiguiendo esa sombra libresca de intelectuales que pululan por el continente, mitad flaneurs, mitad fantasmas, que balbucean teorías mientras intentan entender qué les pasa por dentro. Aunque, la motivación que lo empuja a viajar es poner el cuerpo (el cuerpo siempre magullado de los intelectuales) en movimiento es clara; va tras los pasos de Bruno Diermissen, un ex funcionario de la SS que terminó sus días como Vicecónsul en la República de Costa Rica, una república rodeada de experiencias extremas de izquierda, asediada por el colonialismo de la Fruit Company, los golpes militares. La obsesión del narrador por Diermissen está en las imágenes fotográficas que el antiguo funcionario tomó en los campos de concentración. “Hay algo entre la fotografía y la muerte nunca del todo resuelto” anota. Esas imágenes son, para horror de quien narra, bellas. Están dotadas de una fuerza estética que remueve las convicciones teóricas de quien las mira. Por esa razón, difusa y poética, el narrador pone como destino las Islas de Galápagos: el punto álgido en donde Charles Darwin desarrolló su teoría de la selección natural que condujo al ser humano a construir una máquina perfecta para exterminar.
“A todo hombre le toca la peor de las épocas por vivir: hay algo esperanzador en la frase, porque, en algún sentido, indicaría que nadie tiene ganado nada, y que todos somos una suerte de contradicción andando, esperando encontrar la situación que nos justifique, aquello que determine la clave: por qué estamos vivos” señala el narrador, profesor en literatura, investigador del Instituto de Literatura Latinoamericana de Buenos Aires, protagonista absoluto de Lebensraum. Ese aliciente, un móvil borroso, es lo que se repliega en la novela hacia el interior del personaje. La búsqueda se remueve como un thriller moviéndose por los laberintos de la historia personal. En la fuga leemos una vida cuyas partes no encajan del todo bien; un puzzle dañado o percudido por la humedad. En la deriva, el narrador relata su falta de motivación para enamorarse de Carolina, su pareja, o de Verónica, su amante. Se despacha, en extensos y complejos paréntesis, sobre aquello que le corroe el alma: una enfermedad que avanza por su cuerpo como una visita extranjera y fatal. La enfermedad como puesta en crisis y en abismo, la materialización de un miedo visceral.
La traducción de Lebensraum del alemán es “espacio vital”. Fue el lema de la campaña expansionista iniciado por Alemania, previo a la Primera Guerra mundial, y posteriormente tomado por Adolf Hitler con la intención de repoblar con comunidades alemanas los “espacios vitales” de eslavos, polacos y rusos sometidos a la hambruna o enviados a Siberia. El término Lebensraum fue usado por un biólogo alemán llamado Oscar Peschel, en el Siglo XIX, cuando analizó El origen de las especies de Charles Darwin. El “espacio vital” (algo así como una tierra prometida para los mejores ejemplares de la especie), según Peschel, constituye una geografía física que influye en el desarrollo de una sociedad. Ese sentimiento expansionista, iniciado por la experiencia de los Alemanes del Volga dos siglos atrás, fue la que determinó a muchos alemanes a buscar el “heimat” en lugares tan lejanos como África, Centroamérica y Estados Unidos. Esa búsqueda por la vitalidad es lo que define al narrador de la segunda novela de Fernando Bogado. Y en ese duelo fantasmal que se impone a sí mismo, encuentra un reflejo en la historia de Bruno Diermissen y cobra forma en Rafael, el guía que lo conduce hacia una experiencia no del todo grata. Lentamente la búsqueda del narrador es por un límite; una terra incógnita, un estado de excepción (¿qué otro lugar tiene la literatura hoy?) en donde encontrar, no las ruinas de lo que se ha perdido, sino de aquello que puede perderse cuando ya nada se tiene.
Lebensraum se inscribe en una tradición de relatos latinoamericanos, de protagonistas cuya mirada sesgada y parcial sobre aquello que los rodea produce un sentido político; son los encargados de narrar las ruinas de las batallas perdidas por los ideales en una modernidad periférica. Como en la Medellín desolada y post apocalíptica narrada por Fernando, el protagonista de La Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo, como la Cuba que desanda Pedro Juan Gutierrez, o el odio visceral y fantástico del narrador de La Danza Inmóvil de Manuel Scorza, el narrador de Lebensraum también se pregunta, ¿para qué? ¿Para qué todo este esfuerzo? ¿Qué queda en Latinoamérica después de años de luchas? ¿Cuál es la identidad latinoamericana? ¿Existe una identidad que no se haya escrito con violencia, con sangre y con batallas perdidas? En la tradición del post boom latinoamericano, la figura del intelectual orgánico se encuentra sacudida por una realidad violenta que no logra asimilar (el montaje del desastre que hablaba Glauber Rocha). ¿Qué le queda? Un lenguaje sobreviviente a una realidad caótica, a una experiencia extrema, a un cuerpo enfermo. Un lenguaje que al nombrar lo que ve, no tiene otra opción que narrarse a sí mismo.