Cuando hace un año el secretario de Estado de Estados Unidos --Mike Pompeo-- se reunió en Qatar con el histórico talibán Baradar Akhund, el mundo no prestó mucha atención al episodio que –sabemos ahora-- fue un singular preacuerdo de “no victoria” con cierto aroma a derrota. La OTAN con Trump asumían su fracaso en eliminar al Talibán y negociaban una salida ordenada. Pareciera que hubo un acuerdo secreto que los fundamentalistas islámicos cumplieron solo en parte: adelantaron el humillante contrataque relámpago, seguros de que no habría drones sobre su cabeza. Respetaron, en cambio, el compromiso de no agresión al extranjero: tropas de EE.UU. conviven en Kabul con esos barbudos en sandalias que se delinean los ojos, sin intercambiar un tiro. Pero esto no es un pacto de tablas al ajedrez, sino una retirada sin gloria: hay un claro ganador y eso --lógicamente-- se había ocultado.
Genghis Khan
Cuando Biden ratificó el acuerdo de Trump comenzó la debacle. Los militares afganos triplicaban al Talibán y lo superaban en armamento, pero se sintieron desamparados. Ante las primeras derrotas perdieron la voluntad: “si a la larga vamos a perder, para qué pelear”. Los rebeldes aplicaron la estrategia de Genghis Khan: leve asedio, persuasión y rendición a cambio de respetar la vida. Así se fueron apoderando de centenares de miles de armas livianas, vehículos artillados, helicópteros, aviones, drones, equipos de visión nocturna --todos Made in USA-- y combatientes que cambiaban de bando. Fue clave el dominio de las carreteras en una guerra que ganaron a 130 kilómetros por hora en camionetas japonesas. Tomaron las fronteras y se financiaron con impuestos de aduana, cultivo de opio y tráfico de heroína. Dominaron las líneas de abastecimiento y refuerzo --propias y ajenas-- aislando a las ciudades hasta rendirlas. El 3 de agosto ya eran suyos 223 distritos sobre 400. Y doce días después, la conquista de Kabul fue casi un trámite.
Su toma del poder en 1996 había sido más peleada, pero no menos asombrosa: el mulhá Omar creó el Talibán en 1994 y en dos años conquistó el país completo. Sus predecesores –los mujahidines-- habían derrotado al imperio soviético en 1989 y ahora ellos al norteamericano con técnicas de guerrilla (los ingleses fueron expulsados en el siglo XIX). Afganistán es una necrópolis de imperios.
La mirada civilizatoria
El periodista Jon Lee Anderson recordó en un artículo de la revista The New Yorker que el coronel Stephen Lutsky le dijo que no confiaba en los militares locales: sospechaba que muchos eran espías talibanes. Y le confesó que “la complejidad cultural del ambiente es tan grande, que es difícil entenderla… Para los norteamericanos las cosas son blanco o negro (buenos o malos chicos). Pero para los afganos no. Hay buenos y malos talibanes, y algunos desean hacer acuerdos con ellos”.
Se cree que muchos militares afganos tenían ya su pacto de rendición hace meses. Era implícito que los talibanes volverían al poder: la incógnita era cuándo. Según Lee Anderson, un error central fue creer que la superioridad militar es garantía de victoria, sin valorar una comprensión y acercamiento cultural al Otro que comenzaría por aprender su idioma (casi nadie se tomó el trabajo). En el terreno EE.UU. repitió su etnocentrismo común al salir al mundo: replicaron su cultura viviendo en burbujas fortificadas en pleno desierto. En una base tenían hasta un Burger King y extramuros se vivía como en la Edad Media. El Talibán supo explotar esa ventaja contra un adversario visto por muchos como el nuevo invasor, abriéndose camino en sectores rurales.
Autocrítica
El presidente estadounidense Joe Biden se sinceró ante el mayor desengaño nacional desde el trauma de Vietnam: “nuestra misión en Afganistán nunca fue construir una democracia, sino prevenir el terrorismo en nuestro país” (fueron a eliminar a Bin Laden y al mulhá Omar: el primero se escapó a caballo por la montaña y el segundo en moto por el desierto). En un artículo en The New York Times, la autocrítica de Michael McKinley vale por ser un exembajador en Afganistán: “fuimos exitosos en eliminar a Al Qaeda del país reduciendo la amenaza de terrorismo en EE.UU. pero fallamos en la estrategia de contrainsurgencia, en la política afgana y en la construcción de una nación… y malinterpretamos la geopolítica de la región”. Asumió que atrasar la partida dos años no hubiese evitado el desenlace: “habríamos tenido que mantener el compromiso con Afganistán indefinidamente a un costo de miles de millones con poca esperanza de construir algo en un país de gobernanza débil”. McKinley lamenta haber sobrestimado la capacidad militar afgana y el error de cálculo de un informe en marzo: advertía que el Talibán podría tomar el poder en dos o tres años (y no en semanas).
Un reporte de 2019 señala que entre las 352.000 tropas afganas, decenas de miles eran “soldados fantasma” no dispuestos a combatir a los 75.000 talibanes. Otro problema fue no poder coordinar con Pakistán la destrucción de bases talibanas allí, una retaguardia donde reclutaban y recaudaban. En julio de 2021 el Ministro del Interior pakistaní admitió que la familia de miles de talibanes vivía en los suburbios de Islamabad (a 469 kilómetros de Kabul). McKinley no se extraña del fracaso en imponer un modelo occidental: en las elecciones de 2019 votaron menos de dos millones. Y EE.UU. hizo la vista gorda ante la corrupción de los dos presidentes civiles. La incidencia extranjera en la elección de candidatos y funcionarios fue tan evidente, que restó credibilidad al gobierno.
¿Qué se espera de la nueva generación de talibanes? Su dirección ha descubierto la diplomacia y cierta corrección política: necesitará comerciar con el mundo. Pero sería ingenuo creer que han cambiado mucho esos dogmáticos cuyo ex Ministro de Salud --Mullah Balouch-- se quejó en 1997 de que la Cruz Roja se negó a enviarle cirujanos para amputar manos y pies a ladrones: él mismo tuvo que hacer ese trabajo. En estos 20 años han mantenido su misoginia y homofobia criminales, su xenofobia –son de la mayoría pashtún-- y su absolutismo contra lo diferente. Hasta hace semanas explotaron autos-bomba y en marzo asesinaron a tres mujeres periodistas en Jalalabad. El único compromiso que firmaron con EE.UU. fue despegarse de Al Qaeda.
¿Victoria,empate o derrota?
Para ganar esta guerra, las tropas de OTAN y afganas necesitaban haber salido más de sus bases al terreno, combatiendo frente a frente en cada pueblo: los imprecisos drones matando miles de civiles no sirvieron para mucho, salvo exacerbar el nacionalismo. Luego de los fracasos en Irak, Libia y Siria pretendiendo modelar el mundo musulmán a imagen de la mirada civilizatoria occidental, se suma Afganistán. Moscú y Beijing habrán esbozado una sonrisa, pero también les preocupa el auge del extremismo: lo adolecen en Chechenia y Xinjiang. El liderazgo global de EE.UU sale debilitado de Afganistán. Su maquinaria política de disimulo funcionó bien: el mundo no preveía que lo que se negoció en Qatar fue casi un traspaso del poder (el gobierno afgano quedó fuera de la reunión y se decidió por ellos liberar 5.000 talibanes). Aquello fue la crónica de una muerte anunciada. Lo único no programado fue la rapidez del desenlace. Las muertes, quizá, vengan después.
Hace unos días le preguntaron al exgeneral David Petraeus si EE.UU. había perdido la guerra. El excomandante en Afganistán respondió “no creo que hayamos perdido: nos retiramos de ella; y hay una gran diferencia en esto”. En los hechos, fue una derrota rara (mandaron a pelear a otros que se esfumaron). Husain Haqqani, exembajador de Pakistán en EE.UU. lo dijo sin eufemismo: "Aquello no fue un acuerdo de paz, fue una rendición".