Lo que no queda registrado en los libros de historia, bien puede recuperarlo la ficción, llenando esos huecos que los documentos de la época no llegaron a testimoniar.
La vida de San Martín, escribe su último capítulo en Francia, en donde murió y permaneció hasta ser repatriado varias décadas después.
Este pasaje de la novela Guayaquil tiene como protagonista a la nieta del Libertador, Pepita Balcarce y San Martín, considerada en Francia una heroína de la Primera Guerra mundial, y que ahora reflexiona sobre su decisión de donar al estado argentino las pertenencias del Padre de la Patria.
"EL PANTEÓN FAMILIAR DEL CASTILLO DE BRUNOY, LA ÚLTIMA MORADA DEL LIBERTADOR EN FRANCIA"
Piensa Josefa Dominga Balcarce y San Martín de Gutiérrez de Estrada, la nieta del general:
Ahora que parecen venir años más felices, sólo me resta recordar los días pasados junto a Fernando que partió al cielo diez años antes de esa guerra atroz, la de 1914, con armas modernas y aviones que surcaban los cielos y arrojaban bombas terribles y certeras, una guerra feroz de tan cruenta. Habíamos pensado en organizar la fundación Balcarce y Gutiérrez de Estrada para ancianos desposeídos. Nosotros, que no teníamos descendientes, dejaríamos nuestra herencia a los necesitados. Pero los tiempos han cambiado. Qué lejos aquellos atardeceres cuando contemplaba a mi madre apesadumbrada por la muerte de María Mercedes. Tantas muertes y ella siempre recordando que era casi la hija de una muerta, porque Remedios Escalada de San Martín retornó desde Mendoza a Buenos Aires con su ataúd atado al carruaje. Por si fallecía en el camino. Siempre mi madre recordaría ese viaje, porque se lo contó su abuela como forma de reproche al general. Y su soledad. Vio morir a su madre y a su padre, a su hija mayor, mi hermana María Mercedes que jugaba y cantaba conmigo. Mercedes Tomasa de San Martín y Escalada, te veo venir hacia mi junto al abuelo y me dices algo, algo relativo al legado de los Balcarce, o sea de mi padre, Mariano Balcarce, que tanto sufrió por tu muerte y antes, varios años antes, por la muerte de María Mercedes.
Soy ya muy vieja. Mis manos agrietadas lo delatan. Pronto será mi turno, pero he cumplido. Le entregué a Bartolomé Mitre documentos y mobiliario para el Museo Histórico de la Nación. Todo debe estar allá, en la república que no conocí pero que tanto amaron mis padres y mis abuelos y todos los que me precedieron. Cuando repatriaron a mi abuelo, Sarmiento y Avellaneda dieron grandes discursos. Allá, en la catedral de Buenos Aires, el general San Martín, aguarda el Juicio Final.
Nunca fui a Buenos Aires, pero la conozco: su río, su pampa, sus estrellas, y ahora sus avenidas, las que trazó Torcuato de Alvear. Se parece a París, me dijeron, con sus teatros y cafés. La Argentina es una república moderna, un país culto, educado y generoso. Ahora gobierna otro de los Alvear, Marcelo Torcuato. Los Alvear siempre en mi familia, como decía mi abuelo, porque somos un viejo y enmarañado linaje con ramas que se cruzan. Ya no es posible que pueda viajar a Buenos Aires. Me hablan tanto de su puerto, de sus casas, verdaderos palacios que construyeron arquitectos europeos. Mis padres y mi abuelo siempre tuvieron relaciones tirantes con esa ciudad. Ciudad mercantilista la calificaba el abuelo. Casi lo matan allá. Rivadavia quería apresar al general San Martín por desobediencia y otras acusaciones infames. El se quedó en Mendoza un tiempo y no pudo ver el final de mi abuela Remedios. Esa era una herida en el alma y una herida que también llevó hasta sus últimos instantes mi madre.
Es el momento de los San Martín y Balcarce, he devuelto a la patria lo que le pertenecía y sobre todo, allá descansa mi abuelo. Para siempre. Lo sacamos del panteón familiar de Brunoy, nuestra residencia, en la que viví feliz con mi marido, este castillo de Brunoy donde residimos y donde mi madre dispuso que descansaría el general San Martín para siempre.
- No lo sacarán de Brunoy -decía ella- no mientras yo viva.
Brunoy, sus muros, sus ventanales, sus salas, sus jardines; donde escuché hablar a algunos de los conservadores americanos que instauraron la monarquía en México con el emperador Maximiliano de Habsburgo y la emperatriz Carlota. Idea aventurada de mi suegro José María Gutiérrez de Estrada. Todo terminó en levantamientos, con el fusilamiento de Maximiliano y con la locura de Carlota. Aquí, en Brunoy, me alejaré de mis días mortales y esta casa seguirá siendo el hogar para los ancianos, las hermanas, los médicos y las enfermeras de la Fundación Balcarce y Gutiérrez de Estrada.
Fue trágico lo que pasó hace unos años, durante la presidencia de Yrigoyen en la Argentina. Tantos desencuentros, tantos muertos, tantas víctimas en esos levantamientos de la Patagonia. Y en las fábricas. Me llegan libros de allá, de Vicente Fidel López, el que murió en un duelo, como un héroe romántico. Extraordinario novelista era López, cercano a Zola y a Balzac. Pensar que Balzac murió al día siguiente del general San Martín, el 18 de agosto de 1850. Balzac, Le père Goriot, Eugenia Grandet, los libros que mi madre le leía a veces a mi abuelo cuando él no podía ya escribir sus cartas y no recibía a visitantes. Además le leía libros de Sarmiento, de Alberdi y de Echeverría, que ya murieron.
-Grandes plumas que fustigan a Rosas- decía mi madre- Siempre los San Martín y Escalada y los Balcarce tuvimos una relación compleja con Rosas. Pero mi abuelo no, le tenía afecto a Rosas. Él veía debajo del agua, veía lo que otros no podían ver. Tendría que haber llevado las riendas de los gobiernos de la Argentina y de toda América. Pero se mantuvo a un costado, no quería el poder. Era demasiado idealista, un cruzado de la Logia.
-Sí, Pepita- dice una voz- Sí, pequeña, ven que te contaré un cuento. Y esa voz es la voz de mi abuelo, el general José de San Martín.
-Qué lindo, Tatita -le contesto desde el tiempo- Me acuerdo de nuestros paseos por las avenidas de París en el coche mientras hablábamos en castellano, siempre en castellano. Íbamos los dos y los cocheros, los mozos de los cafés, los transeúntes hablaban en francés y nosotros dos, como viajeros felices, conversábamos en español. En casa también se hablaba en inglés. Mi madre había estudiado en Londres y siempre mi abuelo se acordaba de esa ciudad, adonde había conocido las bases de la Ilustración.
-Ahora que soy casi un cuáquero -decía- me parece que esos años de militancia en la Logia fue la etapa más brillante de mi ya larga vida.
Todo lo tendrá la Argentina. Todo lo que fue de mi abuelo. Se lo dije a Mitre. El tiene su especial visión de la historia. El cree en la rivalidad entre Bolívar y mi abuelo. No hubo tal rivalidad, el general San Martín quiso ponerse bajo las órdenes de Bolívar.
Y las cartas…ah las cartas, a Santander…a Guido…las cartas son parte de la política también.
Hoy la vida es distinta en Buenos Aires, me dicen, es una ciudad muy grande, con subterráneo y trenes y automóviles, como en Europa, con avenidas y teatros iluminados. Como en París. Acá todo ha cambiado luego de la guerra: la gente, los jóvenes, la música, el arte, todo… Ya no hay carruajes, sólo automóviles, y teléfonos. La gente va al cine, donde ven historias de amor y las travesuras de Charles Chaplin. Prefiero la ópera. Gounod, Bizet, Puccini y todo lo que de ese genio surge: Manon Lescaut, La bohème, Tosca…Mi abuelo fue amigo de Rossini. Se reunían en Petit-Bourg, la residencia del Marqués Aguado, cuando vivíamos en Grand-Bourg. Había almuerzos y veladas con artistas, escritores y músicos. Y también cenas en restaurantes luego de asistir al Garnier o a la Opéra-Comique.
París es luz, siempre lo fue, la ciudad de las luces, pero ahora la luz es su mejor atuendo. El Sena brilla en la noche más que la luna y las estrellas. Los poetas le cantan. Los poetas de antes y los jóvenes de ahora. El gran Verlaine: Blanche, émerge Vénus, et c´est la Nuit…le siguen el chileno Vicente Huidobro y Reverdy. Pero soy de otro siglo y me cuesta llegar a su poesía. Siglo XX. ¿Qué aguardará a los niños que nacen en estos tiempos? ¿Cómo serán los jóvenes que habitarán nuestras ciudades dentro de veinte, treinta, cuarenta años?
Más simple y acorde con mis deseos será encontrarme con Fernando, mis padres y con mi hermana junto al foso que cavaré en mi recuerdo, como Odiseo, para evocar a sus muertos que emergerán de las tinieblas y vendrán a consolarme. Ahí estarán también mi abuelo y los oficiales Brandsen, O'Brien y Miller, héroes de las guerras napoleónicas y del Ejército de los Andes, con sus pechos ornados por la Medalla de la Orden del Sol del Perú y que se acercarán a reverenciarme mientras dirán a coro que aprueban mi decisión de donar el legado del general San Martín a la Argentina. Guillermo Miller, el militar inglés que había luchado contra Napoleón y en cuyo cuerpo todavía habitaban las balas de las batallas, valiente guerrero de Junín y Ayacucho, amigo entrañable de mi abuelo y que pidió morir en un buque británico anclado en la costa del Perú, Federico Brandsen, el francés, soldado de Bonaparte, habitante de América para siempre, que perdió su vida en Ituzaingó, exiliado de Lima por Bolívar quien pronto se arrepintió de esa decisión. Y John O'Brien, el otro veterano de las guerras napoleónicas, hijo de Irlanda que fue edecán del general San Martín y que alguna vez vino a visitarlo en Grand-Bourg. Todos ellos estarán junto al foso, porque son héroes como los troyanos y aqueos de aquella guerra inmortal.
Y vendrá también, con su bicornio emplumado y su casaca de cuello alto con adornos dorados, el Libertador de Colombia, el único, el más admirado y reverenciado por mi abuelo: Simón Bolívar, a beber el agua que les otorgaré para retornarlos a la vida, como si yo fuera una maga o una sibila, intermediaria, como toda mujer al fin, entre las fuerzas de la vida y las fuerzas de la muerte. Menos novelas, menos sueños e ilusiones, epopeya pura, podré rescatar a los muertos que acompañaron a mi abuelo. Esta es mi misión y creo que poco a poco la cumpliré. Aunque como toda obra humana quedará incompleta. Siempre faltará una letra, un detalle, una carta, una línea, un retazo de memoria. Dejo las pruebas materiales que están a mi alcance, las que pude inventariar, las que devienen del testamento del general, de las palabras de mi madre y de mi padre. Traté de ensamblar las partes y pude por fin ordenar los hechos y la concatenación de los hechos para legarle a la Argentina una porción del alma del general San Martin. Escribiré unas cuantas cartas más a las autoridades de Buenos Aires, ahora que Mitre ya no está, para indicar y señalar algunos secretos de la casa de Boulogne- Sur- Mer donde murió el general en agosto, de Augustus, mes del emperador Octavio Augustus de Roma.