Hay un enchastre temático que en parte responde a deficiencias del Gobierno; en parte a una oposición que necesita disimular su carencia absoluta de ideas novedosas; en parte al efecto que producen medios y redes entre las minoritarias audiencias politizadas; en parte a la saturación que, por todo lo anterior, cabría presumir que sufre el sujeto mayoritario.
Y habrá otras partes, seguramente.
Lo indubitable es que ninguna de ellas parece atravesar por temas centrales.
Por ejemplo y según versiones coincidentes, en despachos oficiales, el acuerdo con el FMI ya está prácticamente cerrado a grandes trazos.
Consistiría en refinanciar la deuda a diez años con cuatro de gracia, eliminar la sobretasa de interés y delinear metas fiscales de mediano plazo.
Si ese esquema es veraz, se trataría de un punto (muy) relativamente intermedio entre las posturas iniciales.
El Fondo aspiraba a no moverse un centímetro de lo que marca su estatuto, que violó escandalosamente cuando le concedió al gobierno de Macri un crédito sideral e impagable, en las condiciones “pactadas”, con el único objetivo de facilitarle la reelección.
Argentina --pongámosle-- pretendía no menos de veinte años de plazo para adecuar los pagos, además de exigir el quite de la sobretasa bien que, también, tuvo el gesto de ajustar cuentas públicas (no se esquive el bulto: los IFE y los ATP fueron recortados, los salarios del sector estatal otro tanto, la inflación le gana claramente al poder adquisitivo de las mayorías).
En la magnífica nota de perfil que escribió Nicolás Fiorentino en revista Anfibia (el mejor artículo, por lejos, publicado sobre el jefe de La Cámpora), se describe que “a Máximo Kirchner lo obsesiona la deuda y está convencido de que es imposible pagarla a diez años, como barajan en Economía. Se lo hace saber al ministro (Guzmán); a veces con delicadeza, a veces con menos. También lo habla con el Presidente”.
Desde ya, que quede para especialistas en economía la cirugía mayor sobre los números coyunturales y estructurales del acuerdo con el FMI que estaría o sería.
Pero no se precisan saberes específicos para arribar a ciertas conclusiones políticas.
A) Más tarde o más temprano, debe definirse el arreglo con el Fondo so pena de que la incertidumbre produzca tembladerales o, directamente, terremotos que jamás generarían beneficios para el campo popular.
B) Es difícil arreglo alguno sin explicaciones antipáticas: pagar la herencia de Macri supone condicionamientos, inevitablemente.
C) Mal que nos pese, esa deuda fue contraída por un gobierno democrático y revisar sus acciones delictivas, que está muy bien, alcanzaría para imputar responsabilidades individuales y, nunca, para eludir el pago. En otras palabras y siendo reiterativos, diferenciemos poesía y arrebatos de real politik.
D) Cristina, quien al margen de toda crítica circunstancial es el único cuadrazo capaz de ver y suscitar debate a cielo abierto sobre cuestiones fundamentales, ya advirtió que el qué hacer con la deuda externa es un desafío clave y que la oposición debería comprometerse en la decisión a tomar. Del mismo modo y con la misma profundidad, previno que Argentina deberá resolver la locura de su sistema bimonetario. Y que eso exige resoluciones políticas y cambio cultural también requirentes del compromiso opositor. Por supuesto, nadie imagina que una oposición como ésta tenga la altura de someterse a semejante necesidad.
E) El Gobierno precisa como el agua ganar las elecciones, así fuere modestamente, para sentirse impulsado a tomar y explicar las determinaciones que sean.
F) Sin embargo, aun si perdiera en las urnas --lo cual ya pasó en el período kirchnerista-- tendría la oportunidad, o debiera forzarla, de fugar hacia adelante y relanzarse. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Deprimirse y caer en el síndrome del pato rengo hasta las presidenciales de 2023?
G) En toda hipótesis, y como fuese ese acuerdo con el Fondo que es Damocles potenciado, nada evitará dos asuntos clave: el modelo de país que habilite administrarse, crecer, distribuir con equilibrio de justicia social (y pagar). Y definir con y contra quiénes habrá de implementárselo. No seamos frívolos: la política es conflicto y si hay un “con” es invariable que haya un “contra”.
H) Ese aspecto nodal de la política lleva al intríngulis eterno de cuál es la correlación de fuerzas que capacita para tomar esta medida u otra, mucho más que esta dirección u otra porque, entonces, habría un problema político-ideológico grave. ¿Cómo se mide exactamente qué es imprescindible y qué temerario? ¿Cómo se estipula al milímetro la distancia entre caer en el posibilismo, o animarse a confiar en fuerzas significativas contra un adversario, enemigo, gorilismo, tan ampliamente representativo?
El escritor y analista Martín Rodríguez, quien publica y opina en medios escritos y radiofónicos (el trastorno enloquecido de la televisión suele no sentarle bien a la gente más o menos “pensante”), tiene una sentencia o provocación estupenda.
Rodríguez dice que en este país las crisis no se resuelven, sino que se organizan.
Complicado de desmentir.
Por si no les parece que es así, pasen y vean, o recuerden, el despelote de cualquiera de los retos de 2001 hacia acá, para no ir más lejos.
Estallada la convertibilidad del menemato y lo fantasioso de las almas bellas de la Alianza entre viudez peronista y radicales avergonzados, apareció la anomalía de un Kirchner que sí se animó a cruzar límites posibilistas. Pero sabiendo que todo no se podía.
Organizó la crisis de representatividad y el escenario anárquico de los movimientos sociales, surgidos del que se vayan todos. Supo “cooptar” con sentido integrador. Aprovechó lo favorable del precio internacional de los commodities, con los chinos urgidos de porotos de soja, y repartió dividendos entre los más postergados sin por eso afectar a un gran capital que siguió levantándola en pala.
Kirchner despertó utopía de relato ejecutable, así como la derecha seguía --y sigue-- vociferando el de la copa llena de los ricos que derramará hacia abajo si les bajan los impuestos, si les sacan las retenciones y si les dejan hacer cuanto les plazca.
Después, apurando la síntesis, vino el lío tremendo del temblor capitalista de los países centrales --lo de las hipotecas subprime del 2008-- y ya con Cristina al mando se timoneó la economía lo mejor que se supo o pudo, con errores políticos que costaron la continuidad.
Pero el tema es que volvía a quedar irresuelta la estructuración de un país de desarrollo medio, dependiente de divisas externas como cada vez que pareció despegar.
Vino Macri, nos liquidó y, encima, la pandemia.
O sea que ahora, podría decirse ligeramente, estamos otra vez como cuando vinimos de España.
Hay el fuego ¿amigo? y opositor de que todo se resuelva aproximadamente de una; o que el Gobierno ceda por fin a las exigencias de ajuste; o que ya calcule tirarse a la pileta vacía de romper con el Fondo; o que lo importante es la fiestita de cumpleaños en Olivos durante la cuarentena.
De vuelta: a organizar la crisis. Con los movimientos sociales. Con la clase media demasiado embroncada.
Y con(tra) esa abulia que, por lo general y según la experiencia histórica, conduce hacia derecha. A menos que alguien sepa de grandes batallones de desencantados con la política que se corran a la izquierda.
Lo único seguro que uno deduce, o cree deducir, es que el Gobierno debe provocar agenda propia con una batería de anuncios económicos, siempre y cuando sean susceptibles de que “la gente” los sienta como efectivos en su bolsillo.
Volver a enamorar, mostrar épica, reinstaurar esperanza, es complejísimo y de largo aliento. El “mientras tanto” no perdona.
Parece extremadamente obvio pero resulta que, en lugar de eso y con elecciones inminentes, el Gobierno y el Frente de Todos semejan estar atrincherados en defenderse de la foto de Olivos.
Y de las provocaciones de una oposición que apenas si puede agarrarse de eso a través de sus medios capusottianos.