Hay al menos dos lecciones que la pandemia nos deja en relación a la ciencia. La más obvia es la de su poder: en menos de un año hemos sido capaces de desarrollar una docena de vacunas distintas, todas ellas exitosas, con el potencial de permitirnos encontrar la puerta de salida a estos tiempos de pesadilla. Un poco menos evidente, en cambio, es el hecho de que no alcanza con encontrar una solución a un grave problema si luego parte de la población, por ignorancia, no sólo no acompaña el proceso sino que lo boicotea.
El músculo de la comunidad científica contrasta peligrosamente con la fláccida complexión de la cultura científica ciudadana. Y este no es un problema argentino: ocurre, en mayor o menor medida, en todos los países. Son muchas las personas que desconfían del discurso de la ciencia porque lo asocian al poder, y por ello se entregan dócilmente a prédicas delirantes y sin fundamento. Lo paradójico es que, a pesar de su ovejuna mansedumbre, se autoperciben como seres libres y cuestionadores. Creen que su terraplanismo no sólo es igual de válido a cualquier otra hipótesis sobre la forma de la Tierra, sino que son ellos los libertarios, los que no se dejan engañar por el discurso autoritario de la Academia. El rebaño, creen, somos el resto. Sostienen esta fantasía en que, en efecto y por suerte, la mayoría de las personas transitamos la otra acera.
El hecho de que estas comunidades anticientíficas crezcan, que personas neutrales y razonables acaben por engrosar sus filas, tiene en alguna medida que ver con un error en la percepción de lo que es la ciencia. Suele asociarse a ésta con "la verdad". Y dada la caterva de iluminados e instituciones que han proclamado poseerla a lo largo de la historia, resolviendo cualquier controversia con la hoguera o alguna otra forma de violencia, tiene cierta lógica que este factor sea más expulsivo que inclusivo. Para colmo, muchas veces la ciencia se comunica a la sociedad como si, en efecto, lidiara con "la verdad", alimentando este malentendido. De ahí emanan mitos como el de la soberbia del científico y el de su connivencia con el poder.
En los colegios e institutos enseñamos el "método científico", un recetario que casi nunca se corresponde con la realidad de la investigación, como una guía para ir acorralando a la verdad. Lejos de tratarse de eso, en mi opinión, la ciencia lidia con el error y la falsedad, antes que con la verdad. El "método científico" nos ofrece, por así decirlo, la mejor manera de equivocarnos.
El error es, casi siempre, más probable que el acierto. De modo que encontrar una forma de equivocación a la que podamos sacarle provecho, una estrategia que permita capitalizar los errores, parece una vía digna de exploración. En nuestra actividad cotidiana los científicos, la comunidad científica, dedicamos el grueso de nuestro tiempo a equivocarnos. Pero lo hacemos de tal modo que el error de hoy ya no sea el de mañana. Hay método en esta exploración, pero también hay toneladas de creatividad, audacia y perseverancia.
En este esfuerzo por perfeccionar el mejor modo de equivocarse, muy de vez en cuando, emerge el acierto. Pero como cada respuesta viene acompañada de varias preguntas nuevas, inimaginables antes del acierto, aumenta el volumen de lo que conocemos al tiempo que, paradójicamente, crece aún más el de aquello que ignoramos. La aventura de la ciencia es infinita.
En las contadas ocasiones en las que alcanzamos el oasis de un acierto, para colmo, no nos quedamos a disfrutarlo más que unos instantes. Más temprano que tarde retomamos la retahíla de equivocaciones que quizás nos lleven a una nueva epifanía. Sabemos que los aciertos son siempre provisionales, que acabarán por mostrar sus limitaciones y sus grietas. Por eso es imperativo seguir explorando. "Los científicos cometen errores", decía Carl Sagan; "la ciencia es un emprendimiento colectivo con una --por lo general-- aceitada maquinaria de corrección de estos".
Siendo el error el objeto central de la ciencia --más representativo que el acierto, aunque sea por una cuestión de abundancia--, es imprescindible hablar de él sin remordimientos ni complejos. Quizás de ese modo sea más la gente que comprenda el valor de un acierto científico, en nada parecido a una flecha que circunstancialmente dio en la diana. La columna vertebral de la ciencia está mucho más en las preguntas --vigas estructurales e imperecederas-- que en las respuestas --coyunturales tabiques que pueden remplazarse--. Las preguntas son el motor del pensamiento creativo.
Es tal el culto al error que tenemos en la ciencia que cuando creemos haber arribado a un acierto, por muy pequeño que este sea e independientemente del nivel de euforia alcanzado, el primer pensamiento que nos asalta es más o menos el siguiente: ¿qué debería ocurrir para demostrar que estoy equivocado? Esa pregunta esconde tanto la sospecha de que, de un modo u otro, el oasis al que acabamos de llegar es un espejismo pasajero, como la velada intención de reemprender el camino.
Terraplanistas y antivacunas viven embrutecidos por la convicción de haber abrazado "la verdad", de haber llegado a destino. No conciben siquiera formularse la antedicha pregunta. Su modo de equivocarse es estéril y permanente: igual hoy que mañana. Clausura todas las preguntas. Su argumentación es inmune a cualquier evidencia porque, sencillamente, han cerrado los portones de su ciudadela --un edificio endeble, carente de vigas, estructuralmente condenado al colapso--, y no hay nada que pueda demostrarles que viven en el error. Es demasiado fácil constatar la vitalidad de la ciencia y, en contraste, el inmovilismo baldío de la anticiencia.
"Sin ciencia la democracia es imposible", escribió Bertrand Russell hace casi un siglo. Imagino que pensó en que, bajo la premisa de que los seres humanos somos proclives al error, nada mejor que una estructura de pensamiento que nos permita darnos cuenta de ello. Una sociedad integrada por ciudadanos incapaces de identificar sus propios errores está condenada. La ciencia no es una cuestión de verdad o poder. Sólo se trata de la mejor opción entre todos los modos de equivocarse.
José Edelstein es físico teórico, IGFAE, Universidad de Santiago de Compostela.