Durante muchos años se le criticó a los grandes partidos de masas la falta de presencia en los medios de difusión, la ausencia de verdaderas políticas de la comunicación como las que llevaron al macrismo a ganar las elecciones en el 2015. Pero en el 2019 nos dimos cuenta que, más allá de esas políticas de marketing electoral y usando muchos recursos en todos los medios, sin políticas concretas que beneficien a los sectores populares, el macrismo perdió su reelección.
Hoy nos encontramos en el extremo opuesto, viendo cómo dirigentes con amplio reconocimiento del territorio se entregan por completo a la lógica de la política informacional, haciendo que todo quede reducido a imágenes, sonidos y manipulación simbólica, porque les hicieron creer que es la única vía de obtener el reconocimiento de las mayorías populares para ejercer el poder.
Error, porque esa es la lógica corporativa a la que pretenden llevar —propios y extraños— a muchos de nuestros referentes políticos, convenciéndolos de que la opinión pública es un recipiente pasivo de mensajes, de fácil manipulación y dotando a la variable mediática de un carácter conductista basado en una lógica de estímulo respuesta; la que desconoce que los fenómenos sociales son multicausales y no consecuencia de un mensaje en la pantalla chica o en la tapa de un diario.
Por más de que en la actualidad exista consenso sobre el rol activo de las audiencias interpretando los mensajes, existen gurús del marketing que siguen subestimando la capacidad crítica del electorado, propia de un optimismo ingenuo que concibe a la participación pública como un actor pasivo sometido a la manipulación simbólica, sin posibilidad de resistencia a la retórica de los medios de comunicación.
Lo que no dicen los que hacen de la comunicación un negocio es que en este proceso el individuo queda atrapado en la estructura de los medios, que termina encuadrando a la política, quitándole la mística, lo terrenal, y haciéndole creer a sus víctimas que fuera de esta lógica sólo hay marginalidad y la invisibilidad propia de la falta de reconocimiento.
Acaso, ¿no se sabe aún quiénes son los medios? o ¿cómo utilizan el poder monopólico para perfeccionar su poder? En la actualidad, mayoritariamente, los medios son grupos empresariales cada vez más concentrados y conectados en nodos con intereses internacionales, a quiénes no le interesa aportar una representación del mundo acorde a la de los sectores olvidados. Pero también se sabe que sin ellos se vuelve difícil obtener un amplio apoyo.
Hay que entender que los extremos siempre son malos, no podemos pasar de una lógica del territorio a otra de los medios sin incorporar las formas organizativas propias del siglo XX, aquellas que priman lo colectivo sobre lo individual, la de hablar con los vecinos y vecinas, de participar de encuentros con centros de estudiantes, de reunirse en las asambleas con los distintos representantes de los barrios, de ir a los clubes, de jugar en las plazas, de estar codo a codo con la militancia. En fin, de mostrarse de carne y hueso, terrenal y no como el holograma que pretenden instalar.
Las dos formas de hacer política son necesarias, la astucia está en que lo nuevo no barra con lo viejo. Claramente, se coincide con las definiciones aportadas por Manuel Castells (1990) cuando sostiene que aunque los medios de comunicación sean el espacio de la política “no significa que la televisión dicte lo que la gente decida o que la capacidad de gastar dinero en la publicidad televisiva o de manipular las imágenes, por si misma, sea un factor decisivo”.
La política de los medios no es toda la política. Este es el punto crucial si se pretende que la política no quede atrapada en la lógica de los sistemas de los medios, y aquí obviamente incluimos a las redes, que se encuentra más cerca de los intereses corporativos que de los intereses del pueblo.
*Magíster en Políticas Sociales
**Magíster
en Comunicación, Cultura y Discursos Mediáticos