Para la grafología la letra comprueba por qué Napoleón es Napoleón y por qué Taylor Swift es Taylor Swift. La letra lo explica todo, es la verdad incuestionable. La “sosa”, como la llamaba Roland Barthes, enamora desde hace siglos a los Miss Marple de la tinta para quienes los secretos de las personas se develan interpelando a la letra escrita con la mano. 

“La base de la grafología consiste en la observación de un hecho innegable, los gestos, las actitudes, los movimientos humanos son siempre la manifestación de los que pasa en nuestro interior”, escribió Matilde Ras, la grafóloga autodidacta que España nombra como su pionera. Desde el tratado escrito en el siglo XVII por un profesor de Bolonia, Camilo Baldi, que dice que se puede conocer “la naturaleza y las cualidades de quien escribe una carta” hasta el fastidio barthiano “¿cómo puede concluirse a partir de la voluptuosidad de una carta la sensualidad del redactor?”, la grafología determina personalidades a través de la escritura a la que llama: relieve del pensamiento. 

Sherlock Holmes sabe algo, lo necesario en el momento en que conoce a Watson. El narrador de Funes el memorioso habla de una letra perfecta, muy perfilada, ¿quién sino Nené de Boquitas pintadas debería consultar a una grafóloga para que analice la personalidad de Juan Carlos? La letra como espejo de la verdad, como test de oficina de recursos humanos, como arte (el Museo Metropolitano de Arte de NY acaba de exhibirla a través de La novela de Genji, un clásico de la literaria japonesa), como reflejo del alma (Hamano Ryuho), como desprecio: “es letra de mujer, todas las letras de mujeres se parecen”. 

Fue tal vez creer en ese saber revelador lo que motivó a Matilde. Estudió sola hasta que consiguió una beca para poder hacerlo en París en la Société Technique des Experts en Ecritures y se convirtió en discípula de los maestros de la época: Julio Crepieux-Jamin, el psiquiatra Camilo Stretleski y Edmundo Solange Pellat con quienes estudió peritación caligráfica de documentos judiciales y trastornos psicosomáticos evidenciados en el grafismo. 

Unos años antes de París, Matilde, hija de un arquitecto y de una maestra bilingüe (español y francés), que había empezado a escribir cuentos en la adolescencia, a traducir poemas de Baudelaire, Valéry, Verlaine y había esbozado –a partir de unas cartas– un tratado psico biográfico de Voltaire, estaba muy cerca de aquellos saberes complementarios. La grafología la esperaba detrás de la puerta o eso cuenta la historia que Matilde protagoniza en una librería de libros viejos cuando encuentra Método práctico de Grafología de Juan Hipólito Michon y convierte a su familia en el corpus de su primera investigación deductiva. 

El consultorio de grafología (que mantuvo en Madrid hasta su jubilación) estaba a pasos de esa puerta recién abierta. Publicó sus interpretaciones en diarios y revistas, descifró firmas, escribió varios libros (La inteligencia y la cultura en el grafismo, Historia de la escritura y Grafología, Los artistas escriben, Lo que sabemos de Grafopatología, entre otros) y fue grafóloga de consulta concluyente. 

Hace unos años, no más de seis, un libro: El camino es nuestro, contó la historia de amor prohibido entre Matilde y Elena Fortún (conocida por ser la creadora de Celia, un personaje de la literatura infantil española). La historia de dos mujeres que, como señalan sus autoras (Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga), “formaron parte de la primera generación de feministas españolas con conciencia de grupo”, salió a la luz gracias a los archivos familiares que recuperaron biógrafas y sobrinas. “La casa está ya bien vacía. Ni muebles ni espíritu. Tú, tan pequeña, tan poquita cosa, eras como una lamparita tenue que todo lo iluminaba”, dice una carta que Elena le escribió a la grafóloga, un mundo secreto de letras escritas a mano en roce de yemas como el que le gustaba descifrar a Matilde.