Casi desde el minuto uno del 15 de agosto, cuando los talibán volvieron a tomar la ciudad de Kabul y los medios hegemónicos del mundo occidental pusieron el foco en quienes definieron como “las principales víctimas”, es decir mujeres, niñas y niños de Afganistán, las redes sociales, los grupos de whatsapp y un mar de colectivos activistas, propios y extraños, comenzaron a prepear sobre el rol que deberían asumir “las feministas”, en la defensa o el salvataje de las mujeres afganas. Como si se tratara de una carroza denunciadora y justiciera, lanzada allí donde apunta el índice de los discursos homogeneizantes y colonialistas. Homogeneizantes, porque todas no somos afganas, como le pifia el hashtag reproductor de dinámicas patriarcales, que invisibilizan las diferencias.
“Justamente, mostrar esas diferencias y denunciarlas es lo que nos permite enfrentarlas”, dicen las mujeres migrantes de Warmipura, en Chile, a propósito de las violencias del fundamentalismo que se derrama sobre las afganas. Uno de los objetivos del Feminismo Islámico es crear lazos y ser reconocido como interlocutor válido por otros feminismos, exponen investigadoras como Vanessa Rivera de la Fuente y Mayra Valcarcel. Y al mismo tiempo, es preciso involucrarse en la construcción colectiva de una solidaridad feminista internacional, que implique amistad política transfronteriza, decolonial, antirracista, antiextractivista e inclusiva.
¿Cómo se establecen entonces redes de apoyo y colaboración para visibilizar y canalizar ayudas con las mujeres afganas que hoy ven amenazadas sus libertades e incluso sus vidas, sin reproducir arrogancias que puedan llevar a pensarse como feministas liberadas que deben ir al rescate de otras mujeres oprimidas?, se pregunta la historiadora feminista chilena, docente e investigadora Hillary Hiner, junto con sus compañeras, la psicóloga social Lelya Troncoso y la académica e investigadora en educación superior Ana Luisa Muñoz, en el texto coral “No necesitamos ser afganas para solidarizar”, una reflexión crítica y amorosa que invita a “problematizar los modos de nuestra solidaridad feminista, evitando universalismos y la reproducción de otras lógicas de dominación”.
Un primer subrayado: “Debemos romper con narrativas e historias hegemónicas, para construir alianzas feministas desde el reconocimiento de las diferencias y dinámicas de poder -sostienen las autoras-, sin reproducir imaginarios salvacionistas y representaciones de otras mujeres como víctimas pasivas sin agencia y la posibilidad de resistencia.”
¿Qué las llevó desde lo personal y político a escribir esta columna, casi convertida en manifiesto?
-Surge en parte de observar el fenómeno que se ha ido potenciando en los últimos veinte años, del ciberfeminismo, o cómo los feminismos se comportan dentro de las redes sociales, y es un factor que no se puede pasar por alto. Todas Somos Afganas corresponde a ese tipo de feminismo del hashtag, del compartir ciertas imágenes y ciertas frases. Como si quisieran ponerse en los zapatos de esa mujer víctima, reprimida, con su burka, a quien no dejan ocupar cualquier ropa. Tiene que ver con el abuso de este tipo de materiales, desde donde se hace muy livianamente el llamado “en nombre de”, respondiendo a discursos de un cierto tipo de feminismo liberal, hegemónico, euroblanco y heterosexista, similares a muchas campañas que han llegado del norte global en esta idea de “rescatar”, de levantarnos como las que tenemos que, entre comillas, salvar a otras que son las pobres víctimas. Y eso es problemático. Hay que pensar más, orientar nuestras estrategias por otro lado, y cuestionar por qué en Chile, que no es Francia ni Estados Unidos, estamos adoptando esta forma de posicionarnos, con discursos superficiales, rompiendo con otras posibilidades sur-sur de repensarnos como feminismos más decoloniales, poscoloniales, antirracistas.
Uno de los disparadores del texto plantea la búsqueda de modos posibles de tejer redes de apoyo y colaboración con las mujeres afganas. ¿Encuentran algunas ventanas que ayuden a visibilizar?
-Por lo menos es algo que venimos hablando entre compañeras. Pero es complejo, porque por ejemplo el canciller Andrés Allamand, una figura antigua de la derecha chilena, publicó en Twitter que “Cancillería trabaja con países amigos y Ong para ayudar a evacuar de Kabul a mujeres líderes de organizaciones de derechos humanos”, adelantando la iniciativa de Sebastián Piñera de recibir a diez familias de mujeres afganas. Tenemos un gobierno que comete violaciones sistemáticas de los derechos humanos y al mismo tiempo habla de Afganistán, diciendo de alguna manera que está a favor de los derechos humanos, y trata de pasar como país héroe que va a ayudar a estas pobres mujeres, con los medios de comunicación inflando esa percepción. Por otra parte, traer a diez familias afganas como refugiades es la nada misma, pero hay que entenderlo desde la política de migración de Chile en los últimos años. En los dos primeros años del gobierno de Piñera, sólo siete personas entraron como refugiades. La migración es un problema muy mal abordado, con gente indocumentada y grandes dificultades para encontrar trabajo y acceder a beneficios.
Al mismo tiempo, la llegada de estas mujeres y sus familias en calidad de refugiades, les abre a los feminismos locales la posibilidad de trabajar junto con ellas y generar estrategias colectivas.
-En este momento, feministas de diferentes grupos presionan para traer a más personas. Ahora circula online una petición de traer a la orquesta de mujeres de Afganistán, aunque no sé si esas estrategias van a tener éxito, más que nada por las políticas migratorias.
¿Qué otras estrategias podrían abordarse para colaborar en esta etapa?
-Encontrarnos con grupos migrantes y con organizaciones feministas transnacionales que conocemos y en las que confiamos, que han hecho trabajos concretos con mujeres afganas en sus territorios. También hay compañeras que están conversando con grupos de Turquía o de Suecia, donde recibieron a migrantes afganas, para ver de qué modos articular desde Chile, con envío de dinero o circulando peticiones. Chile es un país muy pequeño, y nos preguntamos cuántas feministas van a tener tanta experiencia trabajando con esa población. Yo por lo menos no conozco a nadie. Todo esto requiere conversar, investigar, mover las redes de un modo más concreto que lamentar o que ocupar una situación para tener más seguidores en Instagram. Los hashtags y la circulación de imágenes, esa performatividad online, de alguna forma son como los turistas que van a Auschwitz y se hacen selfies.
En el texto también cuestionan la información que transmiten los medios tradicionales.
-En Chile, todos los canales de televisión son de derecha. No tenemos una prensa alternativa, reflexiva, cuestionadora. Los corresponsales chilenos en Afganistán hacen periodismo de desastre sensacionalista; van más que nada para mostrar que lxs chilenxs estamos bien y que allá están súper atrasados y oprimen a sus mujeres, cuando acá tenemos violencias de género, 22 femicidios consumados y 101 frustrados en lo que va del año, y violaciones de los derechos humanos contra feministas, mujeres mapuches y personas lgbtiq. Pero esa prensa no mira estas violencias. Por eso la Convención Constitucional ha sido tan fuerte, porque visibiliza a mujeres de pueblos originarios que están llegando a los medios y pueden hablar del racismo y las violencias.
Es parte de ese desafío de lograr una sororidad capaz de problematizar los modos de construir puentes con otras cosmovisiones.
-Los feminismos están en un momento muy interesante, de empezar a mirar. Lo dijo Elisa Loncon, la presidenta de la Convención Constitucional, cuando citó al poeta mapuche Elicura Chihuailaf, “mirar esa hermosa morenidad” de Chile, que es algo tan oculto y que atraviesa incluso los círculos feministas. Desde el siglo diecinueve en adelante, en Chile, y en la Argentina también, se llevó a cabo la construcción de un Estado nacional blanco-mestizo, pero empatizando con la blancura de esa nación. Ahora es un tiempo de reflexión: en los últimos diez años empezamos a hablar mucho más de afrochilenidad. Es fuerte, para un país que negaba totalmente esas raíces negras, y cómo ese constructo tan blanco y racista también permeó a los movimientos feministas. Hubo muchas discusiones y llamados de atención por parte de mujeres mapuches y de mujeres migrantes afrodescendientes, acerca de que no es suficiente decir “estoy en contra”, y construir un feminismo antirracista, como proceso constante de autocuestionamiento y de trabajo conjunto.
Ustedes demandan la necesidad de una sensibilidad autocrítica hacia adentro de los feminismos, basada precisamente en ese reconocimiento situado, interseccional y anticolonial de las diferencias.
-Hay que centrarse en las luchas contra las violencias en Chile, desde los ochenta hasta el presente, y también lo vemos dentro de un todo en los últimos cinco años, de mucha presencia feminista en las calles, en las aulas y en los medios. Incluso hay un intento de cooptación por parte de la derecha de este feminismo más liberal o neoliberal, y que se apropia de discursos light. Esta masificación de los feminismos nos ha llevado a preguntas incómodas, sobre cuál es el límite o qué es apropiación, quiénes se pueden llamar feministas y quiénes no; cuál es la relación con los partidos políticos y con el Estado. Son tensiones que también contribuyen a situar cómo podemos pensar y actuar juntes, en contextos dificultosos. ¿Cómo pensamos feminismos en otros territorios? ¿Cómo pensamos las relaciones entre feministas chilenas o latinoamericanas y mujeres afganas, cuando no somos un país vecino? ¿Qué podemos hacer en lo concreto y cómo nos organizamos en la forma más provechosa? No es simple.
Un punto de partida desde algunos sectores de los feminismos populares fue la expresión de solidaridad con las mujeres afganas, cuestionando las dinámicas de poder y los sistemas de jerarquías y opresiones.
-En el caso de Chile, el modelo de educación popular de las organizaciones o asambleas barriales, es una herramienta importante para abordar la discusión. Vanessa Rivera de la Fuente, por ejemplo, es una compañera activista feminista popular islámica, que realizó talleres y conversatorios sobre la lucha de las mujeres afganas, y ha hecho muchos posteos en redes sociales, con el espíritu de trabajar esto críticamente. Esa perspectiva también pasa por cómo educarnos o leer más respecto de feminismos islámicos, o de conocer más sobre mujeres afganas. Creo que hay gente que ni siquiera sabe cuáles son sus luchas, cómo se posicionan, o cuál es la historia en Afganistán respecto de Rusia, o de la invasión de Estados Unidos y el financiamiento al Talibán.
Es parte de las complejidades de ese diálogo sur-sur y el rol de los feminismos para poder sostenerlo.
-¡Sí! Miles de personas podrían comparar Chile con Francia, con Alemania, con los Estados Unidos. ¿Pero cuántxs comprenden algo de Pakistán, Irán o India? Muy pocas. Sin duda, sería muy importante entablar estas conversaciones como feminismos sur-sur, pero muchas no quieren cuestionar sus privilegios, y creo que es una problematización que hay que hacer, que se potencia con lo que sucede en los cuerpos de esas mujeres afganas y nos interpela a los feminismos de nuestra región. Es difícil también, porque a veces el diálogo sur-sur se queda a nivel de ong transnacional, entonces me pregunto cómo podemos ir más allá de ese discurso tan manoseado. Por otra parte, en los últimos quince años han habido avances interseccionales de un ambientalismo feminista con el ecocidio, el extractivismo, y en los cruces entre feminismos y mujeres de pueblos originarios o mujeres subalternas. Conversaciones tan necesarias y urgentes como la que debemos darnos sobre las estrategias, organizaciones y luchas feministas posibles en diferentes lugares del planeta, y que podemos ir aprendiendo entre nosotres.
Sin idealizar las desigualdades y reconociendo las lecturas alternativas del feminismo islámico.
-Estamos en un proceso que no es ahistórico. Si algo tiene de positivo todo esto y si efectivamente estamos logrando conversaciones más profundas, es que apuntan a lo más importante de ese sur-sur, y no se quedan en ese discurso del neoliberalismo multicultural, ya gastado. Podemos pensar feminismos decoloniales y antirracistas, y explorar resistencias y luchas en común, o la solidaridad con mujeres de otra parte del planeta, como Afganistán, como ocurre con las conversaciones que hay entre feministas de la región y las mujeres kurdas, sobre las resistencias de estas luchadoras que combaten en sus territorios. Pero sobre todo sin romantizar, tratando de compartir y de conocer sus realidades y sus demandas. El desafío es cómo podemos acompañar en ese proceso desde lo que ellas nos digan.
Un enorme punto de partida es dejar de verlas como víctimas pasivas sin posibilidad de resistencia, y poder poner en el centro sus voces y su capacidad de proponer soluciones para sí.
-Claro, pero esta operación ocurre en nuestros propios países, cuando miramos con los mismos lentes a mujeres de barrios populares, de pueblos originarios y a las afrodescendientes. Y cómo las miramos en esta autopercepción de ser superiores. En el fondo, se trata de cómo rompemos con jerarquías raciales que son racistas, que tienen que ver también con el tipo de instrucción que recibimos y con esta idea de “yo que soy feminista puedo salvar a estas otras, que no tienen las herramientas para hacerlo”. Evidentemente, esa salvación es sumamente problemática, racista, colonial e imperialista. No son los feminismos que imaginamos ni los que queremos.