Desde Bogotá
Colombia desborda de muerte y de droga. El último asesinato fue el de Esteban Mosquera, un dirigente estudiantil, sicariado en Popayán, capital del departamento del Cauca, uno de los más marcados por la violencia, productor de coca y marihuana. Ahí mismo, en el Cauca, en la localidad de Santander de Quilichao, fueron asesinadas tres personas un día antes. Ese mismo domingo, mataron a un dirigente social en el área rural de Cúcuta, departamento del Norte de Santander, frontera con Venezuela, zona de mayor cantidad de cultivos de coca del país.
Los números hablan por sí solos: sólo en el 2021 ocurrieron 67 masacres con 243 víctimas, fueron asesinados 109 líderes sociales y 35 firmantes del Acuerdo de Paz del 2016 entre Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), y volvieron los desplazamientos masivos de poblaciones, como los ocurridos en el departamento de Ituango semanas atrás. Se trata de una escalada de violencia que se profundizó desde que Iván Duque asumió la presidencia en el 2018, y que nada indica que se detenga.
El negocio de la droga
La violencia armada no es nueva en Colombia, es, de hecho, la constante. Existe una continuidad que puede rastrearse desde el magnicidio de Jorge Eliecer Gaitán en 1948, las primeras formaciones guerrilleras, una trama que tiene un punto de modificación a partir de fines de los 70 con la aparición seguida del auge y reino de la droga, y su impacto transversal. Carlos Castaño, criminal y líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), principal organización paramilitar entre 1994 y 2006, se lo explicó al filósofo francés Bernard Henry-Lévy en una conversación publicada en el 2001: “este conflicto está vinculado a la droga y no se puede entender en absoluto si no se piensa continuamente en clave de droga”.
El negocio de la droga explica, como un hilo conductor, una parte central de la política y violencia en Colombia, el mayor productor de cocaína del mundo. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en el 2020 se contabilizaron 143 mil hectáreas de cultivos ilícitos, un número que disminuyó de 7% respecto al 2019, pero con un aumento del 8% en el rendimiento debido a los cambios tecnológicos, pasando de 1.337 toneladas por hectárea a 1.228.
No se trata de un negocio invisible. Las plantaciones, en varios sitios, están situadas en lugares de conocimiento público. Su presencia marca a sangre y fuego la dinámica de los territorios, donde diferentes grupos armados se disputan el control de vastas áreas de cultivo y vías de circulación. Producir es el primer paso, sigue la transformación en droga y su exportación con destino central a Estados Unidos, principal país consumidor. “Hay muy pocos importadores de ácido sulfúrico, acetona, glicerina, que son productos que usan para refinar la cocaína. ¿Quién tiene la tecnología para montar un laboratorio? ¿Quién tiene la economía para comprar esos productos importados? No son los campesinos”, explica, por ejemplo, César Díaz, vocero del Comité de Integración del Macizo Colombiano de Cauca y Nariño.
La cadena tiene varios eslabones. El primero es el campesinado, en un país de economía neoliberal: producir coca fue una de las principales opciones cuando comenzó la apertura económica a principio de los años 90, bajo la presidencia de César Gaviria, instalando un modelo que, desde entonces, se profundizó. Luego están los demás actores: carteles de droga colombianos, mexicanos, grupos armados, disidencias post Acuerdos de Paz, paramilitares, miembros de las Fuerzas Militares, políticos, empresarios, ganaderos, banqueros, hasta conformar lo que en Colombia se conoce como la parapolítica y, como muchos dicen, un narcoestado.
El uribismo
Esa evolución y metamorfosis de actores está en el corazón de 40 años de historia. Algunos se modificaron, los carteles, por ejemplo, optaron por la discreción y su mejor propaganda: que no se hable de ellos. Los grupos paramilitares pasaron de pequeñas estructuras en los años 80, a un ejército paralelo y articulado a sectores de las Fuerzas Militares en los 90, a volver en los últimos 15 años a formaciones regionales, como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o los Rastrojos. Las partes se conectan, así, algunos jefes narcotraficantes también fueron paramilitares, como alias Don Berna, y en el centro se encuentra siempre el mismo negocio y un hombre que aparece de inicio a fin: Álvaro Uribe.
El expresidente y dirigente del actual partido de gobierno, Centro Democrático, conecta con todas las partes: el cartel de Medellín, el de Sinaloa, las AUC y sus masacres dantescas, la evolución de las formaciones paramilitares y circuitos de droga, con una protección por parte de Washington que tiene en Colombia un punto neurálgico en el continente con un despliegue permanente militar y de agencias anti-drogas. Mike Pence, vicepresidente de Donald Trump, calificó a Uribe de “héroe” en agosto del 2020, cuando debió enfrentar prisión domiciliaria. La historia de Uribe fue denunciada públicamente, por ejemplo, por el senador Iván Cepeda.
El actual presidente, Iván Duque, se encuentra envuelto, a su vez, en diferentes vínculos con narcotraficantes y paramilitares: su piloto de campaña presidencial, Samuel Niño Cataño, era parte del cartel de Sinaloa y aportó a la campaña al Senado de Uribe; apareció fotografiado junto al narcotraficante Ñeñe Hernández que compró votos en su campaña presidencial y formaba parte del cartel de La Guajira hasta ser sicariado; o fotografiado junto a Tony Intriago y Alfred Santamaría, empresarios que contrataron a los mercenarios que asesinaron al presidente de Haití, Jovenel Moise.
Colombia desborda de violencia, drogas y evidencias de vínculos del uribismo. Los asesinatos sistemáticos de líderes sociales, de derechos humanos, integrantes de las Farc desmovilizados, las masacres, son parte de una estrategia de control de territorios para el negocio de los cultivos ilícitos o proyectos, por ejemplo, mineros, de inyección permanente de terror en el tejido social, y de intento de paralización de las comunidades y organizaciones.
En estas acciones aparecen públicamente los grupos armados ilegales que operan en los territorios, y son invisibilizados -en términos nacionales- los sectores de las Fuerzas Militares y políticos que son parte central de la trama, actores que aparecen periódicamente envueltos en escándalos que los vinculan con alguna de las áreas del negocio que explica gran parte de la muerte en Colombia.