Durante noventa años Al Alvarez vivió una doble vida. Tuvo días ordenados, sedentarios, los de un escritor intelectual a quien se le mezcla la ansiedad del académico siempre en fuga, que habita entre chimentos de pasillo y se lanza a peleas encarnizadas por esos salvoconductos hacia la estabilidad llamados becas. Y por el otro lado, persiguió con esmero una vida noctámbula, en el límite, entregado al cultivo de las pasiones y los placeres de la noche, del juego y de los deportes extremos. En diversas ocasiones un mundo alimentó al otro, o bien logró una coexistencia saludable en su monorritmia, o bien entraron en colisión como dos planetas que chocan en la nada. Vivía esa histeria con gracia y desenfado, atendiendo con bastante regularidad a los llamados de lo salvaje, para alimentar, como un buen amigo de él lo llamó, “a su bestia” interna. Aunque también pasó noches de desvelo preocupado por mantener el ritmo de un escritor que vive de lo que lee. Eso parece indicar el rictus apacible de su rostro, su sonrisa transparente taponada por una pipa de hobbit.

Aunque fue educado ni más ni menos que en Oxford, Alvarez nunca dejó de ser un escritor proletario. Siempre con un pie por fuera de los universos a los que se asomó y por los que fue interpelado, mantuvo una distancia elegante y sincera sin caer en cinismos para salvaguardar el fuego sagrado de su escritura. Nació en 1929 y murió en el 2019. Durante su tiempo en la Tierra - ¡casi un siglo! - mantuvo inscripto en la piel curtida el conflicto que Gustave Flaubert planteó en sus cartas a Louise Colet, ¿vida o literatura? El conflicto aparece y reaparece en tres nuevos libros que invaden en simultáneo las librerías virtuales y presenciales de Buenos Aires. El primero de la lista es su clásico estudio sobre el suicidio El dios salvaje, en la traducción que Marcelo Cohen hizo para la vieja editorial Norma, y que ahora Fiordo suma a su catálogo, luego de reeditar, hace unos años atras, La noche. Le sigue un simpático perfil sobre el montañista y aventurero Mo Antohine, Alimentar a la bestia, literatura de montañas, publicado por la editorial española Del Asteroide con traducción del argentino Juan Nadalini. Y la perla de esta verdadera “panzada” es su magnífica autobiografía, las memorias literarias que el viejo Alvarez tituló con gracia ¿Cómo fue que todo salió bien?, publicadas por Entropía, con una impecable traducción de Nadalini, nuevamente.

COMIENZOS DIFÍCILES

En este último libro de cuatrocientas páginas, escritas y publicadas en el año 1999, Alvarez recorre setenta años de formación intelectual. Nacido en una familia pequeño burguesa de Londres, siempre tuvo problemas con su “procedencia”. La familia Alvarez, de origen sefaradí, habría llegado a Londres luego de la expulsión de los judios de España en 1492. Proveniente de una larga lista de banqueros y comerciantes, Bertie, el padre de Al, trabajó en la empresa textil de su padre abandonando sus sueños de convertirse en músico. Se casó con Katie Levy, hija de un exitoso empresario gastronómico y dueño de una cadena de cervecerías y comida rápida muy popular en Inglaterra. Los Levy hicieron su fortuna en la crisis del 30 y se extendieron hasta bien entrados los años 60.

Bertie y Katie tuvieron un matrimonio infeliz. Ellos mismos fueron hijos de una época torturada y torturadora. Venían, dice Alvarez, de familias castradoras, y carecían de las herramientas suficientes como para madurar a tiempo, con una falta de afecto y de oportunidades para perseguir su deseo y ponerle el cuerpo a sus elecciones. Los años 30 y 40 fueron tiempos de mucha rigidez que parieron a una generación de chicos y de chicas cuya forma de vida esquemática y preestablecida entraría en conflicto con el mundo desbocado y urgente propuesto por la juventud de los años 60. Ese fue el trabajo que tuvo Al con su propia historia: desarmar los nudos que heredó del vínculo afectivo que recibió en su casa. Según él, un escritor hace un trabajo similar al que hace un psicoanalista, con la diferencia de que es terapeuta y paciente al mismo tiempo.

Aunque tampoco le fue tan bien con su tarea, al menos al comienzo. Alvarez se casó muy joven, motivado por la pasión de su segundo gran amor literario: D. H. Lawrence. Tan obsesionado estaba con el escritor de El amante de Lady Chatterley, que viajó hasta Estados Unidos y México, y vivió en una cabaña para estar cerca de Frieda, la mítica viuda de Lawrence. Su obsesión no termina ahí: logró finalmente conocer a la viuda y a su nieta, una chica muy joven, de veintipocos, con quien se casó a los dos meses de haberla conocido. Alvarez tuvo un primer matrimonio infeliz al que le dedicó muy poco espacio en sus memorias porque ocupa el tema de dos de sus libros: Life after marriage: love in the age of divorce y El dios salvaje.

Su matrimonio frustrado no es el centro de este último ensayo sino que funciona como uno de sus dos puntapiés. Alvarez tuvo un intento de suicidio también frustrado poco antes de tomar la decisión de separarse de su esposa a los treinta y un años. El otro puntapié de El dios salvaje es su amistad breve, fugaz e intensa con la poeta norteamericana Sylvia Plath, a quien conoció luego de entrevistar a quien fuera su esposo en ese momento, el poeta Ted Hughes. Alvarez se toma el tiempo en el prólogo de narrar ese encuentro y de hacer una lectura sobre la última poesía de Plath, que funciona como puerta de entrada para su reflexión sobre la relación entre el suicidio y el proceso creativo en Occidente. Alvarez repasa el lugar maldito que tuvo el suicidio para los griegos y los romanos, y la demonización que el cristianismo de la edad media (hasta el Renacimiento, incluso) hace por tratarlo de egoista frente a la afrenta que hace el ser humano al regalo más prodigioso que Dios le dio sobre la tierra: su propia vida. La postura sobre el suicidio adquiere nuevos matices con la figura del poeta inglés Thomas Chatterton, que se quitó la vida a los 17 en el año 1770, atormentado por las deudas y la falta de trabajo. Esa figura es la que sobrevuela durante el romanticismo hasta consumarse en uno de los personajes de ficción más populares de la historia: el joven Werther, creado por J. W. Goethe. La vida breve de Werther produce un impacto profundo en la esfera social: la gente empieza a enamorarse locamente, a andar con paso apesadumbrado, y sobre todo a suicidarse. Aparecen estudios sociológicos y psicológicos, con los que Alvarez busca discutir al ubicar el sucidio en el centro de la creación literaria moderna. “A partir de sus tribulaciones privadas los mejores artistas han inventado un lenguaje público para consolar a conejillos de indias que desconocen la causa de su muerte. Para conseguir esta meta, el artista, en su papel de chivo expiatorio, pone la muerte y la vulnerabilidad a prueba en y para él mismo”.

Alvarez intentó poner su vida a prueba, pero los somníferos le jugaron una mala pasada, y le salvaron la vida con un lavado de estómago. Si bien su muerte voluntaria no surtió efecto, nunca dejó de escribir poesía, razón por la cual decidió anotarse en Letras al terminar la secundaria y rechazar una interesante oferta laboral que le ofrecía su tío empresario por parte de su madre. Todo poeta tiene un mito de origen; si no lo tiene, se lo inventa con el tiempo. El mito está vinculado a la lectura, al encuentro anómalo con la palabra escrita, al influjo extraño y sugerente que la lectura de un poema tiene sobre una mente joven. Ese primer amor Alvarez lo tuvo con John Donne, el gran poeta inglés nacido en 1592. Al lo leyó en sus clases de literatura de instituto Oundle en la adolescencia, un internado para varones, a donde había llegado “turbado y débil” y de donde saldría, gracias al deporte, “con brazos de leñador, cuarenta y dos centímetros de cuello, y un vívido desprecio por cualquiera que no fuera capaz de tolerar los rigores de eso que en aquellos años llamábamos educación”. El descubrimiento de Donne le hizo cambiar su parecer con respecto a la poesía. El poeta metafísico hablaba sin vueltas, con palabras directas: “El mensaje de Donne, a mi entender, era que la vida no solo era más urgente y caótica de lo que otros poetas nos hacían creer, sino también más animada e interesante”.

LOS NUEVOS INTERESES

Para sorpresa de su madre y alegría de su padre, Alvarez terminó la carrera en Oxford en donde se recibió con los más altos honores y empezó lo que parecía ser una promisoria carrera académica. Alvarez le dedica gran parte de sus memorias a recuperar y narrar esa época (tal vez porque nunca la había transitado con detalle en otros libros). Esos pasajes como estudiante en el campus son bellos e intensos. Busca los puntos fuertes de su narración personal para entender el porqué de sus decisiones. Y lo que tiene para contar sobre su vida en el campus es cómo su amor por la poesía lo fue acorralando hacia una vida muy poco intensa y cómo, de fondo, latía en su interior, la intención de buscar otro modo de vivir de la literatura. Durante su tiempo como profesor en el campus de Oxford, forjó muchas amistades, como por ejemplo con el crítico Frank Kermode, una de las mentes más lúcidas de su generación, formador de una profusa camada de críticos entre los que se destacan Terry Eagleton, entre otros.

Seducido por una idealizada vida con mayores riesgos, que Alvarez veía en los cameos lisérgicos de Aldous Huxley y en la experiencia turbada, al límite y descompensada de su adorado D.H. Lawrence, se convenció que debía perseguir el sueño alocado de la aventura en la tierra más soñada de todas: Estados Unidos. Postuló para una beca con la intención de continuar sus estudios en Princeton en el año 1953. Por supuesto, la obtuvo. En las afueras de Nueva York, encontró una sociedad académica menos pacata y más frontal que la inglesa. Compartió habitación y trabó una larga amistad con el gran escritor inglés V. S. Pritchett, que trabajaba como un escritor profesional a tiempo completo. Pritchett le reveló que podía trabajar de escribir sin necesidad de morir en el interior. También conoció al poeta y crítico Richard Palmer Blackmur (fundador de “la nueva crítica”) quien lo introdujo en los Seminarios Gauss, un grupo de prestigio que se juntaba para debatir sobre política, estética y poesía. Alvarez conoció al gran poeta John Berryman y a Robert Lowell, entre otras figuras de importancia en el mundo académico, en quienes se detiene y les dedica a cada uno una hermosa semblanza a lo largo de ¿Cómo fue que todo salió bien?

La poesía de Berryman y Lowell tendrían en Alvarez un impacto profundo (a quienes también analiza en El dios salvaje, ya que ambos poetas se quitaron la vida). Él sería el encargado de llevar esas dos voces y de fomentarlas al otro lado del Atlántico. Alvarez los incluyó en una antología titulada The new poetry de 1962, cuando volvió a Londres y obtuvo un puesto como director del suplemento literario del influyente diario The Observer. En su prólogo, Alvarez señalaba que la poesía de Berryman y de Lowell (junto a la de Ted Hughes y a Sylvia Plath, esta última incluida en la revisión de 1966, que junto con Anne Sexton son las únicas dos mujeres de la antología), se oponía a la tendencia conservadora y estilista de los escritores y poetas formados en Oxford (y ex compañeros de Alvarez), conocidos como “the movement”, entre los que se destacan y se recuerdan a Phillip Larkin y a Kingsley Amis (también incluídos en la antología, con ánimo de polemizar). En cambio, para los poetas seleccionados por Alvarez, la poesía establecía un equilibrio perfecto entre la indagación personal y la búsqueda formal. 

La publicación de la antología supuso una excusa perfecta para que tomara distancia de un mundo que lo empezaba a fastidiar: el de los poetas y de los escritores. Durante los siete años que estuvo a cargo del suplemento, frecuentó fiestas, eventos, presentaciones de libros. Sabía los detalles del chusmerío de la escena. Hasta que, gracias a una charla reveladora que tuvo con W. H. Auden, abandonó su puesto para perseguir otros intereses. ¿Cuáles eran esos otros intereses? De todo. El póker, las plataformas petroleras en el océano Atlántico, la noche en Las Vegas y, sobre todo, un amor que cultivó durante muchos años desde una edad muy temprana: el montañismo. Fiel a esta doble vida, a esta tensión entre escritura y vida, Alvarez divide a su biografía en dos. La primera parte, la más extensa, termina con la publicación de su primer libro, El dios Salvaje (un éxito de ventas) a los 46 años, y la segunda parte repasa cómo fue el proceso de escritura y de publicación de sus libros por los cuales fue catalogado un escritor de intereses eclécticos. Pero Alvarez, escritor proletario, no andaba por el mundo pensando en temas y escribiendo lo que le daba la real gana. Encontró un lugar para desarrollar esa curiosidad por “temas” raros en el lugar indicado: The New Yorker dirigido por el mítico William Shawn. Lo que Alvarez hacía estaba alineado con las bases del “nuevo periodismo” de John McPhee y Joan Didion.

Su mirada estaba puesta en temas laterales, pequeños e ínfimos. En Alimentar a la bestia, su libro sobre el montañismo que surgió de una nota más breve, Alvarez no narra un ascenso peligroso ni una expedición que salió mal. Es un libro sobre un amigo. Mo Anthoine, un escalador de roca muy dotado, montañista de vida nómade, empresario por casualidad, y eventual doble de cine, que sin grandes logros en su vida al aire libre (no tenía en su CV todos los “ocho miles” con los que sí cuenta Reinhold Messner, por ejemplo) se las ingenió para ocupar su tiempo alimentando ese llamado interno, ese susurro hipnótico al que responden todos los amantes de la adrenalina. Pero para Anthoine había algo más que el logro personal de alcanzar una cumbre. Lo importante de la aventura radica en el gesto, en su lógica de pérdida y de gasto energético, y no en los logros o el éxito; está en pasar un buen momento en la montaña antes que en poner en riesgo la vida propia y la de otros. El libro de Alvarez es un bello canto a la amistad que surge cuando un grupo decide subir una montaña, enfrenta situaciones incómodas, se pierde en un bosque o tiene que detenerse en una cueva a esperar que pase una nevada o una tormenta. Este breve libro, inédito hasta hoy en español, condensa lo que se lee hacia el final de las memorias de Alvarez quien siempre le dio prioridad a pasarla bien con la escritura antes que en vivir atormentado por no escribir la gran novela del siglo o el mejor poema de la década. “Por mucho que apreciara la literatura siempre creí que de verdad había cosas más importantes más allá de todo ese desatino” escribe hacia el final del libro citando una frase de la poeta norteamericana Marianne Moore.

La forma en la que Alvarez reconstruye su vida, en la que narra a sus amigos y recuerda los momentos de su juventud, sin embargo, son un logro literario. Se leen con el mismo placer que produce el primer encuentro con una novela de Charles Dickens. Como si, a sus setenta años, vida y literatura hubieran encontrado una forma atemperada de amalgamarse. Las escenas que elige para cerrar el libro, en donde describe el reencuentro con su madre y la relación vivaz y compleja con su segunda esposa, lo convierten en un narrador de una destreza admirable para analizar caracteres y transmitir emociones; un escritor capaz de generar empatía sin perder el distanciamiento necesario que se precisa para hacer avanzar las acciones. Tanto su biografía como sus otros dos libros toman la estructura de la novela de aprendizaje; de cómo se forma un escritor. Y la moraleja - si es que hay alguna en los aprendizajes - es que no hay fórmulas ni atajos cuando se trata de formación literaria. ¿Cómo fue que todo le salió bien a Al Alvarez? Quizás la respuesta a esa pregunta retórica esté en la premisa de Raúl Gonzalez Tuñón: la búsqueda de un poeta o de un artista consiste en encontrar un equilibrio entre el arte y la vida, porque, cuando alguna de las dos falla, algo anda mal, algo anda mal.