El 14 de octubre de 1949, en el Jamaica Arena Stadium, en Queens, Estados Unidos, a Martín Karadagian le llevó cuarenta minutos acabar con el campeón mundial de lucha, Johnny Barend. Le decían El hermoso. También El gran luchador de Rochester. Cinco años antes había combatido para la Armada durante la Segunda Guerra Mundial. En agosto perdió su primera pelea con Karadagian y para octubre exigía revancha. Morocho, también corpulento, de altura baja y con bigotitos, el argentino terminó con los brazos en alto y aplaudido por el público local.
Karadagian, descendiente de armenios, nació el 30 de abril de 1922 en San Telmo. Entonces zona de comerciantes inmigrantes. Su padre, Hamparzun Karadayijan, era el carnicero del Mercado Proveedores del Sur. Descendiente de un Barón, llegó a la Argentina en 1915, escapando al genocidio de los turcos. Su mamá, española, se llamaba Paulina Fernández. La plata no alcanzaba. Martín ayudaba a su padre y se las rebuscaba para tener más ingresos. No quería estudiar. En la Asociación Cristiana de Jóvenes practicaba lucha grecorromana. Así llegamos a 1934. El Luna Park se llenaba de público que quería ver el campeonato de catch. Entonces se creía que ese deporte superaría en popularidad al boxeo.
A sus 11 años Martín admiraba al Rompehuesos, apodo con el que se conocía al polaco Wladek Zbyzslo. Cuenta el periodista Daniel Roncoli en su monumental biografía El gran Martín (casi 800 páginas imperdibles) que Karadagian quería ir con sus amigos a La misión inglesa, en la zona del bajo, donde solían pelear por dinero marineros extranjeros. Pero entrenar en el gimnasio de La misión era costoso. El Luna Park era entonces más económico. Se lo recomendó un vecino de la calle Carlos Calvo: Héctor Brea, quien después se convertiría en William Boo.
Para juntar dinero, a los 12 años alternaba lucha grecorromana con boxeo. Pero en el box no se hallaba. “La ficción y la cuota de humor y parodia que le imprimió a su show, con una clara declinación física derivada de su edad y sus enfermedades, hizo que espectadores de la última época o poco conocedores, lo pusieran en la categoría de clown, pero fue un extraordinario luchador con dos virtudes casi innatas: su físico macizo y de extremidades cortas y su fortaleza física bien entrenada en el mercado de carnes, donde llevaba medias reses desde niño”, le dice Roncoli a Página/12 al hablar del Karadagian deportista.
Karadagian supo prevalecer su virtud de comerciante. Si de chico se las rebuscaba de diferentes maneras para ayudar en su casa, de más grande hacía dinero con la carnicería heredada de su padre y las peleas. Después irrumpió en el rubro del oro. “Edificó un imperio desde la mítica joyería Olimpic, de Libertad 315. Al compás de su crecimiento como empresario del entretenimiento también se lució en otros rubros como la cría de Abeerden Angus, negocios inmobiliarios y la explotación de un mega garage en la calle Pacheco de Melo, a metros de Callao”, agrega Roncoli. Le gustaban las buenas ropas, los mejores autos, y se jactaba por lo bajo de su éxito para conquistar mujeres.
Supo coquetear con el peronismo y la Revolución Libertadora le pasó factura. Su imagen de popular le costó mantenerse como figura de las peleas en el Luna Park. Hay versiones acerca de que Perón lo invitaba a jugar al truco. “Ese sí que era un partido parejo, usted sabe. ¡Qué dos macaneadores!”, le dijo a Roncoli sin confirmar si hubo encuentro.
Su fortuna se afianzó cuando entendió que el catch podía ser un gran negocio. En 1962 empezó con Titanes en el ring. Fue una máquina de inventar personajes a los que llevó a la televisión. Canal 9, canal 11 y canal 13. Más de veinte años. Convocaba a públicos de todas las edades. Inventó lo que hoy se conoce como merchandising. Muñequitos, figuritas, remeras. Discos. Su programa salía en vivo. Iban de gira. Asomaba al cine. Y nunca dejó de negociar hasta el último centavo con los luchadores. Con los años siguió buscando el protagonismo. Su personaje era el eje de la pelea de fondo. Los anunciantes dejaban todo para estar en su programa.
En su mejor momento peleó con un Gatica en decadencia en la cancha de Boca. El encuentro no tuvo la convocatoria esperada. Enojado, Gatica no entendió que se trataba de un simulacro de pelea y le pegó de verdad. Dicen que Karadagian intentó detenerlo pero el Mono seguía pegando de veras. Hasta que el armenio le hizo una palanca que lo dejó rengo de por vida. Hay quienes dicen que ese encuentro fue ideado para aprovechar la fama de un Gatica que estaba de vuelta de todo y recaudar. Otros dicen que quiso darle una mano para que juntara unos pesos. Nada impidió que el Mono muriera sin un peso en el bolsillo.
El tiempo arrasó con su figura. Titanes en el ring había sufrido el desgaste. Y también el físico de Karadagian, acostumbrado a los golpes desde pequeño. Sin la agilidad de la juventud, sus movimientos se volvieron lentos. Sin embargo, pudo pelear ante 15 mil personas en el Luna Park. Nunca se había cuidado en las comidas y recién en 1981 dejó de fumar dos atados diarios. En los años 80 soportaba problemas cardíacos y una diabetes que lo llevaría a la amputación de la pierna derecha.
Este viernes se cumplen 30 años de su muerte, ocurrida en la madrugada del 27 agosto de 1991, tras ser internado el día antes en la terapia intensiva del Sanatorio Agote. “Extraño más a Titanes que a mi pierna”, le dijo a su biógrafo en sus últimos días.