Fito pasó casi dos semanas en la Polinesia. Primero en Papeete, después en el Club Med de Moorea. Fue un cambio total de escenario. De la Buenos Aires de la crisis económica a un paraíso repleto de islas, rutas que bordean el océano y una vegetación que ofrecía todos los verdes. Se mezcló con familias europeas, con solteros de los Estados Unidos y con trabajadores locales sometidos a los clichés del turismo. No le preguntó a Alejandro Avalis si tenía ganas de acompañarlo. Se limitó a comunicarle la fecha de salida. Avalis tampoco dudó a la hora de formar parte de esa travesía al otro lado del mundo. El objetivo principal era intentar salir de todo el círculo de malas noticias. El otro era continuar con la composición de canciones para un próximo disco. Fernando Moya estaba de acuerdo con el viaje. Le parecía bien que Fito cortara con todo lo que pudiera conectarlo con la tragedia. “Cambiar de ambiente siempre ayuda”, decía. Cuando se enteró, Luis Alberto Spinetta se acordó de una de las bondades de aquellas islas.
–Allá hay un porro increíble que se llama pakalolo, pero es imposible conseguirlo. Si agarran a un nativo vendiéndole a un extranjero lo condenan a muerte.
Avalis se quedó preocupado por el comentario del Flaco. No por la pena de muerte sino por la posibilidad de estar dos semanas sin fumar. “Tengo que hacer algo”, pensó. Sin avisarle a Fito, decidió colocar un poco de cosecha local adentro de una Rev 7, una cámara de reverberancia Yamaha. Al aterrizar en el aeropuerto de Papeete tuvieron que esperar bastante para que todo el equipaje apareciera.“¿Qué tienen ahí?”, preguntó uno de los oficiales a modo de antipática bienvenida. Cuando abrieron los baúles solo se veían equipos e instrumentos. Fito y Avalis no entendían nada de lo que les decían aquellos funcionarios de temple endurecido. Una azafata amable tradujo del francés al español y ahí se enteraron de las malas nuevas: los miembros del control aeroportuario no estaban conformes con la inspección ocular. Plantearon dos opciones: desarmar todo o permitir que los perros rastreadores hicieran lo suyo.
Fito montó un escándalo. “¡Llamen al embajador!”, reclamaba al aire y en vano porque nadie le prestaba atención.“Hace veinte días vino Mick Jagger y le hicieron lo mismo”, tradujo la azafata. No había privilegios para nadie, mucho menos para desconocidos. Como no tenía nada que ocultar, Fito optó por los perros. Alejandro mantenía el silencio resignado de los condenados, mientras el equipaje era revisado varias veces. El operativo demoró una hora más que se volvió muy tediosa y aumentó el mal humor de Fito. Tras cuatro pasadas completas, las autoridades decidieron que todo estaba en orden y los dejaron ir. Alejandro se sentía tan aliviado que en lugar de caminar flotaba por las salas del aeropuerto. Se tomaron un taxi hasta el hotel que tenían reservado y en el trayecto, ya más relajado, Fito lanzó la típica pregunta de todo comienzo de viaje.
–Bueno, ¿y qué hacemos?
–Vos no sé. ¡Yo me voy a fumar un porro así!
Avalis separó las manos de manera exagerada, como hacen los pescadores mentirosos, y confesó todo lo que había llevado a escondidas. Fito casi se desmaya.
ESTADOS ALTERADOS
Fito quería estar en un lugar donde nadie lo reconociera. Donde la noticia de los asesinatos no hubiera llegado. Solo se sentía contenido cuando estaba con sus íntimos o cuando tocaba. Decidió trasladar lo mejor de esos mundos a un ambiente ajeno. Avalis representaba al entorno que lo apoyaba sin cuestionamientos. De la música se iba a encargar él. Algunas ideas musicales eran previas al viaje. Ninguna estaba cerrada o desarrollada. “Ciudad de pobres corazones” era la única canción que estaba lista. A pesar de que el paisaje de la Polinesia y sus personajes parecían sugerir lo contrario, Fito pudo pensar en todo lo que había ocurrido y se inspiró para componer una cantidad de temas que justificaron un nuevo disco.
Que Fito haya decidido viajar con Avalis fue una consecuencia de la relación estrecha que los dos mantenían. Avalis respetaba sus silencios, lo escuchaba cuando era necesario y también era capaz de trabajar en la preparación de las nuevas canciones. Eran amigos desde la gira de Clics modernos, cuando Fito era una de las flamantes incorporaciones de la banda de Charly y Avalis era parte del staff de Milrud, la empresa de sonido que trabajaba con García. Ambos eran muy jóvenes. Cuando el tour comenzó, en diciembre de 1983, Fito tenía 20 años. Avalis, 21. En 1984, Avalis trabajó en la primera gira solista de Fito. Al principio como plomo y luego como operador de monitores y encargado de la parte técnica. En poco tiempo comenzaron a fortalecer el vínculo. Con los años se volvieron inseparables. Alejandro fue mánager, production manager, personal manager y más denominaciones formales que se traducían en una sola cosa: estar cerca de Fito todo el tiempo. Por eso no se sorprendió cuando se enteró del viaje. Entendía que era una salida lógica por la necesidad que tenía Fito de aislarse y percibía cierta intención de realizar un proceso de composición similar al de Giros, que se había compuesto y demeado de manera parcial en Villa Gesell. Avalis se convenció de que el viaje iba a ser una especie de catarsis. Algo que no iba a cambiar el dolor o la tristeza pero mantendría a Fito ocupado.
En Papeete las cosas parecían mejorar. Al atardecer, después del mal rato en el aeropuerto y de pasar por el hotel, Fito y Alejandro se largaron a recorrer la ciudad. Todo los maravillaba. Estaban tan entusiasmados con el paseo, que a pesar de que ya era de noche se alejaron de la calle principal y continuaron distraídos por la zona del puerto, un lugar que no parecía apropiado para turistas. En una esquina oscura sintieron respiraciones agitadas y brillos que se movían a un metro de altura, muy cerca de donde ellos estaban. Miraron bien y se dieron cuenta de que eran ojos, ojos de perros que se volvían rojos y brillantes por las luces que los iluminaban. Perros furiosos que se largaron contra ellos. Tuvieron que correr, y a medida que se alejaban el miedo pasaba y crecía la carcajada por la situación ridícula que protagonizaban. A Fito le quedó una idea dando vueltas. Quería hacer un disco así, que estuviera al acecho como una jauría a punto de atacar.
El segundo día fueron a la playa. Fito estaba en uno de sus días malos. Se metió al océano y empezó a caminar hasta que el agua le llegó hasta el cuello. Se quedó una hora de esa manera. Sentía que estaba en una cámara de agua. Casi sumergido. Se acordaba del personaje de William Hurt en Estados alterados. El agua diáfana de la Polinesia lo colocó en un estado que le sirvió para empezar a crear la letra y la música de una nueva canción, un reggae minimalista que seguía el camino en Do menor de “Ciudad...” La letra parecía un ejercicio lento. Como si la repetición de versos fuera una manera de fijarlos al no tener dónde anotar. También era una búsqueda precisa y profunda de su interior. “Yo no elegí y no quiero. Quiero salir y no puedo”, decía, y luego, en un verso ambiguo que podía significar quemarse o resplandecer, aseguraba: “Si hay que brillar, brillaremos”. Y cambiaba: “Si hay que acabar, acabemos”. La playa donde estaban esa tarde se llamaba Tabou, por lo que Fito no tuvo muchos problemas para encontrar un título a esa sesión escapista que había creado. Así se terminó de definir “Fuga en Tabu”, lo primero que surgió en aquel lugar.
Al otro día tomaron un pequeño avión que los dejó en Moorea. En esa isla el sol parecía iluminar todos los rincones de arena, palmeras, cocos y montañas volcánicas. A nadie se le podía ocurrir pensar en la muerte en aquel lugar. Excepto a Fito. En el Club Med eligieron la cabaña más alejada del predio. Estaba al lado del agua y se asemejaba a una choza humilde que solo servía para dormir y guardar el equipaje. No ofrecía ningún atractivo. Apenas un ventilador de techo, dos camas, un placard, un sillón y un par de mesas de luz. Instalaron los equipos en medio de la habitación. El “estudio” estaba entre las dos camas. Todos los días trabajaban en una canción. Si no surgía algo nuevo intentaban mejorar lo anterior.
Durante la primera noche armaron el demo de “Fuga en Tabu”. Fito grabó el bajo, puso la máquina de ritmo, un teclado y los acordes del final, que sonaban como una irrupción. El resto de la estadía todo funcionó de la misma manera. Establecieron una rutina que priorizaba la noche y descartaba las mañanas. Fito empezaba a trabajar después del almuerzo. Por la madrugada armaba los demos. Paraban solo para comer, dormir y buscar bebidas.
AUNQUE TE INVITEN A SU MESA
En una de las pausas nocturnas decidieron conocer la disco del predio. Cuando llegaron se dieron cuenta de que ellos eran los freaks del pueblo. Estaban rodeados de gente que tenía entre 30 y 50 años reunida bajo un concepto de diversión que a Fito y Alejandro les parecía incomprensible. Veían mujeres divorciadas en busca de aventura, hombres con una buena cuenta en el banco, parejas de luna de miel. Gente carente de onda, consumidores de música funcional. Gracias a una de esas personas nació otra canción. Fito se quedó un buen rato mirando a un hombre que se destacaba por lo mal que bailaba.
–¿Cómo puede ser que baile tan mal este tipo? Es negro, esbelto. ¡Una escultura!
Esa misma noche compuso “Gente sin swing”, la canción más escéptica de la nueva tanda. Además, encontró un camino musical que comenzaba a definirse. Era un tema que podía engancharse de manera natural con “Ciudad de pobres corazones”. Descubrió que había un patrón, un ritmo duro que empezaba a repetirse. La letra mostraba a un Fito cínico y descreído: “Gente sin swing, prometedores. Gente sin swing, son como halcones”, cantaba y sonaba frío, como una máquina programada. Luego seguía: “Pueden fingir hasta que llores, pero mi amor, son impostores. Y aunque te inviten a su mesa no estarán de tu lado”.
Una de las costumbres del Club Med era la falta de dinero. Cada pasajero tenía collares con unas bolitas de plástico de diferentes colores. Cada color valía una cifra diferente. Fito y Alejandro se quedaron sin collares muy rápido, antes de cumplir una semana de estadía. Pero los dos gozaban de la simpatía del staff. No molestaban, no se quejaban. Eran los raros de la última cabaña. Así fue como varias cervezas corrieron por parte de la casa. Una tarde Alejandro se acercó a los empleados de limpieza. Como ya tenían algo de confianza, lo invitaron a jugar un partido de fútbol. Se animó a preguntarles por la marihuana que había mencionado Spinetta. Uno de ellos le mostró lo que tenían. Alejandro quedó alucinado. Se la pasó todo el tiempo pensando en el Flaco, como un aprendiz que todavía tenía mucho por recorrer.
–Luisito sabe todo, es un maestro.
Los dos dormían mal. Alejandro estaba alerta todo el tiempo. Fito descansaba de manera entrecortada. Algunas noches lloraba y se descargaba con gritos que se perdían en el aire. “¿Por qué no me pasó a mí?”, preguntaba. Alejandro no decía nada. En ese clima ninguno sentía la necesidad de decir demasiado. Las reflexiones aparecían desde el lado de la música y las letras. Alejandro se daba cuenta de que los temas tenían una cuota profunda de dramatismo y veía a Fito enfocado en el trabajo. Fito obviaba el paisaje y las opciones de descanso. Las grabaciones eran el mejor momento del día. A diferencia de “Ciudad...”, donde la Belia y la Pepa eran una metáfora, el demo de un nuevo tema era más explícito, las ubicaba en el centro. La letra personificaba a la muerte y hablaba de dos mujeres a las que ubicaba “en 1920”. Fito volvía a hacerse preguntas, como si el diálogo fuera interno y no tuviera un interlocutor. Se preguntaba: “¿Dónde está mi casa?”. Empezaba a desarrollar un pedido de auxilio: “Ya que no hay regreso, ya que no hay salida, quiero que me digan cómo parar”. Alejandro no tenía dudas de que habían registrado una de las canciones más fuertes e impactantes de la nueva etapa. El tema, bautizado “Estatua de sal”, confirmaba que había buen material para un disco. El tema tenía un ritmo folklórico en 6/8. Para Fito era una chacarera lisérgica con influencias de Prince.
–Después de esto hay que irse a dormir.
Otra de las canciones que surgió era de tempo alto, ideal para que Fito se calzara el traje del desahogo. Un tema frenético, un nuevo resumen de la falta de rumbo que tenía en su cabeza: “Me dijeron que me calle, que no hay mucho más que ver. Me dijeron que me vaya, que me deje de joder”, decían los primeros versos. Fito se confesaba cansado del dolor: “Ya no quiero levantarme paranoico en el medio de la noche. Me dirijo hacia ese punto donde hay algo y a la vez no existe nada. Me pregunto qué otra cosa puedo hacer”. Los demos tenían un condimento extra que era la sensación de soledad de las grabaciones. Ese fue el clima principal de otra de las canciones que surgieron. Para Fito era el tema que más se parecía a la época anterior. Era un relato sobre una mujer con un cuerno que le salía desde abajo del corazón. Fito nunca tuvo demasiado claro el significado de la letra: “Nada está aquí ni mejor ni peor, solamente sus ojos cambian de color. A una hora del día se tiñen de un ámbar violeta”. La canción se apartaba de la tragedia pero no significaba una huida total. Era una balada siniestra, a tono con los otros temas que surgían.
Al cabo de dos semanas el trabajo había dado resultados. La necesidad de Fito de hacer un disco estaba cada vez más encaminada. Hombre de decisiones repentinas e impulsivas, ya se le había ocurrido trabajar en la programación de los teclados con Tweety González y Fabián Gallardo. Después iba a ensayar con toda la banda. Quería grabar cuanto antes.