No voy a decir que no me gusta, pero igualmente todavía me sorprende que él siga aquí. Ayer abrió la ventana del sótano y el ruido del mundo se agitó de pronto.

Lirio John se deja escribir porque cree que es una manera menos sacrificada de construirse un destino. Sin embargo, no se agota en una metáfora sino que se esmera por desarrollar todos los dones que le atribuyo. Se lee a sí mismo y se interpreta.

El domingo pasado, que fue tan soleado, también abrió la ventana del sótano, y el día hizo eso que hace siempre, se extendió sobre la avenida, desde el río hasta la plaza. Era un día verdaderamente desparramado en tonos verdosos, y Lirio John se movía en el sótano como potro alado. Creo que sobreactuó el panfleto amoroso que yo iba escribiendo con letra cintilada.

Desde hace poco más de un año se deja adorar por los textos que lo nombran e incluso por aquellos que lo aluden de manera encubierta. Para ser sincera, no demoró mucho en caer en el séptimo círculo de la tentación de hacerse cargo de su infierno y buscó el momento para entrar en acción con la vecina que tantas veces le había dicho buen día, buenas noches, buenas tardes y otras tantas insinuaciones subrepticias, desde algún portal de su propia imaginación.

Cierta noche, mientras se lavaba los dientes antes de irse a dormir, cuando estuvo por completo seguro de que todo lo que yo escribía sobre él era cierto, decidió invitar a la vecina a comer. La cita ya había sido escrita, iluminada por la lámpara que me regaló Amira y mistificada por las velas que me regaló Eduardo.

La cita fue aceptada y en poco tiempo el Lirio John imaginado se convirtió en Lirio John enamorado. Él, que había empezado el recorrido de su destino como caballo y lo había continuado como cordero, por obra de la reescritura recuperó los ardores y se puso otra vez en camino hacia sí mismo.

Lirio John, que ese domingo argentino abrió la ventana del sótano, hizo ademán de querer cerrarla, pero el ruido del mundo ya había entrado. Aunque todo a su alrededor siguiera estando en su sitio, él ya no se aplastaba como un almohadón contra el respaldo sino que empezó a volar sobre los estantes y los mundos como un pájaro amarillo. No sabía cómo acomodar las alas a su trillada idea antropomórfica. Asumo toda la culpa. La escritura suele imponer con demasiada autoridad sus puntos de fuga. Su nuevo rasgo de amante surrealista con alas de canario le demandaba una afanosa tarea de reconstrucción temporal y estrategias anfractuosas: no es fácil escabullirse del sótano o bien traer a alguien a comer en él. Por ello, se pasaba horas leyéndose a sí mismo. Nunca me recriminó sus horas de martirio, de deleite o de heroísmo. Un poco dejándose escribir y otro poco escribiéndose a sí mismo, se enredaba en las maromas de su vida amorosa. Una mañana lo encontré aplastado como pálido glaciar contra los azulejos del baño, lucubrando culos redondos y pezones erectos, naranjos de brotes lustrosos. Lo dejé jugar durante horas con sus resplandecientes escupitajos nacarados. Pero luego, otra vez lo llevaba o lo traía de un mar veteado a un sillón de cuerina, de un sí a un no, de un vaso con agua a un vaso con ron, de una lengua a un orgasmo, de un sorbo de ron a otra lengua. La lectura, ya se sabe, puede arruinarnos la vida. Lirio John se leyó y el piso de su existencia se sacudió con un temblor neurasténico. Quiso vivir. Y no sé muy bien, todavía hoy, lo que eso significa.

Entonces, empleando recursos cinematográficos muy rudimentarios volvió a abrir la ventana y entró el ruido. Entró también una rotura de vidrios, una telenovela familiar que supuraba una secuela amniótica. Al abrir la ventana, la lámpara se retorció, las velas que me regaló Eduardo se apagaron y Lirio John a dos manos se peinaba el pelo lacio que ahora se le hacía ondulado. Yo no sé por qué abrió la ventana argentina como si fuera abril en la campiña española. Su cabello rubio se llenaba de versos pastoriles y comenzó a trotar por los prados como un cervatillo, haciendo cabriolas de versos octosilábicos, y con la flauta dulce musicalizaba severas rimas consonantes. Creo que esa fue su venganza. Me lanzó una coz y al diablo fue a parar el taladro insaciable de mi versolibrismo. Hasta que, por fin, en vez de andar de rodillas por el suelo del sótano, prefirió recorrerlo como potro alado conjugando versos imposibles, “A e u o yuyuyu i e u o/ yuyuyuyu/drrrrdrrrrgrrrrgrrrr/la loca del pueblo incuba bufones para la corte real". Dadá siempre se sale con la suya.

 

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