“En todas las artes existe, de las más diversas maneras, esto de decir algo encima de lo que dijeron otros. Está consagrado con actividad lícita en las murgas uruguayas, en las parodias cinematográficas, en las variaciones sobre un tema de tal o cual de la música clásica, y un largo etcétera”, dice Leo Maslíah sobre su muestra Intervenciones Gráficas, que puede visitarse en la Sala de las Miradas de Plataforma Lavardén (Mendoza 1085).

Entre cuadritos de historietas y publicidades de época, con slogans y globitos de diálogo alterados (además de “cartas de lectores” y horóscopos), el músico montevideano traza un recorrido festivo y sarcástico, a partir de una serie de ocurrencias que tuvo su origen en las redes. Ahora, organizadas, el recorrido ofrece una miríada de situaciones de nexo preciso: las obras intervenidas, más allá de algunas excepciones, se corresponden preferentemente con los años de la década de 1950, a partir de historietas norteamericanas editadas en revistas locales (se estima que mexicanas, uruguayas, argentinas), que seguramente formaron parte del imaginario temprano del autor. En algunos casos hay tiras, recorte de páginas, y viñetas únicas vueltas un cuadro humorístico por derecho propio. En ciertas ocasiones, al quedar suspendida la lectura del cuadrito entre un antes y después ausentes, el procedimiento reitera el del artista pop Roy Lichtenstein.

En Maslíah sucede algo así pero con una habilidad que podría tomar por desprevenido al más avezado, ya que las tipografías son emuladas a la manera de las ediciones de esos años, con la intención expresa de hacerles decir a los personajes algo que nunca dirían; es por eso, cómo no, que es tan divertido. Decir lo que las palabras esconden, y de esta manera desocultar (sin solemnidad, eh) la pericia del blanco Tarzán en la negra África, el talante del Llanero Solitario sobre su compañero indio, superhéroes que se descubren defensores de los ricos, un Robin despechado ante el beso de Batman a Hiedra Venenosa, y algunos cuadritos humorísticos de referencias cruzadas y geniales, como el de un Jaime Olsen pequeñito visto por Superman a través de una lupa: “Jaime, ¿cómo fue que te empequeñeciste de ese modo?”, “Es que no soy Jaime Olsen, soy Jaimito, el de los chistes”. También hay comentarios sociales que enhebran otras cuestiones, como sucede con el fragmento de un cómic de terror, donde una anciana de mirada loca y hacha en mano persigue a un hombre de traje y corbata al grito de “¡Conque reforma previsional, ¿eh?! Yo les voy a enseñar a no lucrar con los aportes de mi vida!”.

La autoría gráfica de estas historietas puede ser más o menos discernible, el propio Maslíah se disculpa en función de las publicaciones de origen, donde los nombres de los artistas no se consignaban en revistas que el músico debe tener guardadas en algún arcón de altillo o baúl de ropero. De todos modos, por allí se puede ver, por ejemplo, la firma de Johnny Craig, uno de los maestros de la historieta de terror de los ’50 (cuya obra fuera perseguida por el macartismo). El ojo adiestrado sabrá reconocer otros trazos. Pero lo que importa es la interacción supuesta por el ingenio de Maslíah, que logra entreverar lo imprevisto y titular “Las aventuras de Superman” al beso del héroe con una piba que no es Lois Lane.

Lo que aparece sobre todo es una celebración de la historieta como medio popular, cuyos recursos expresivos son retocados conforme al conocimiento que de ellos se tiene; en otras palabras, evidentemente Maslíah es lector de historieta, y sabe de lo que habla y recorta y pega. (Hubo una historieta suya, “El mellizo”, junto con Rep para la revista Humor). Para el caso, algo similar puede decirse de Eduardo D’Angelo (¡otro uruguayo!), el inimitable “Hombre del doblaje”, cuyo segmento televisivo era una fiesta cinéfila, entre fragmentos de películas que la voz del actor reinterpretaba con un procedimiento análogo al que aquí practica el músico con las historietas. En otro orden, las publicidades elegidas ofrecen un registro de época –variada, pero la gráfica de los ’50 se impone– que los textos contrastan con información sospechosa y comentarios socarrones: “¡No lo dude más!”, promete uno de esos varios cursos por correspondencia, antes tan populares y hoy mutados tecnológicamente, cuya nómina de estudio ofrece: Delivery de Pizza, Técnico en Prohibición de Espectáculos, Técnico en simular que en los medios de transporte no hay aglomeraciones”; así como el aviso que informa sobre “La oportunidad de estudiar Enfermería por Skype o Zoom”.

La tecnología de estos días choca con la gráfica de antaño, altera el mensaje primero, lo tiñe con un toque de pandemia, y revela algo más o menos diferente. Es así como el perrito azul Huckleberry Hound enseña a realizar “selfies” con cámara añosa en un procedimiento casi mimético, con años de distancia tecnológica, y una misma carga narcisista.