Desde París
Todavía recuerdo la expresión irónica y sobradora de los comandantes talibanes que cruzaban la frontera entre Afganistán y Pakistán a través de las zonas tribales para llegar a la ciudad pakistaní de Peshawar. Algunos venían con la barba afeitaba para disimular así su pertenencia a los cuadros que combatían del otro lado de la frontera. El comandante Ahmid decía en todo burlón: “esta guerra de los gringos contra nuestra tierra es un episodio temporal, negativo en este momento, pero augura nuestra victoria final del mañana. Estados Unidos está escribiendo con sus bombas nuestra gran victoria futura”. Peshawar era para ellos el reducto ideal. Allí se compraban armas y se llevaban a cabo todas las transacciones políticas detrás del telón. Peshawar fue, también, la ciudad donde Osama Bin Laden instituyó Al Qaeda y a partir de la cual pactó su asociación inicial con Estados Unidos. Fundada en el Siglo II D. C por el rey Kaniska perteneciente a la dinastía Kushán, Peshawar es una de las ciudades más antiguas y legendarias de Asia del Sur. Está pegada a la frontera afgana y linda con las zonas tribales de Pakistán habitadas por los pastunes, una de los grupos tribales musulmanes más importantes del mundo, dotado de un código moral, social y de honor muy férreo y con un espíritu y una voluntad de combatir poco común. A ellos se enfrentó Occidente cuando, en 2001, luego de los atentados del 11 de septiembre, la administración de George W. Bush lideró la ofensiva contra las bases de Bin Laden y el régimen de los talibanes al que Washington había respaldado con los honores de un aliado útil en su confrontación con la Unión Soviética.
Afiches
La historia retendrá que los talibanes fueron descubiertos como fuerza local de gran influencia no por el imperio sino por el argentino Carlos Bulgheroni (Bridas) cuando, en la década de los 90, se le ocurrió extraer gas de Turkmenistán pasando por Pakistán. El proyecto requería que el gasoducto atravesara Afganistán y con ese objetivo entabló una negociación con los talibanes. El movimiento talibán se había estructurado como tal durante la lucha contra la invasión soviética de Afganistán y en 1996, al cabo de una guerra contra otras facciones afganas, asumieron el gobierno. A nadie le importaba entonces la instauración de un “Talibanistán”, ni los abusos o las violaciones a los derechos humanos. Los talibanes eran una garantía de estabilidad y una ventana hacia los grandes negocios después de años y años de guerra. Hoy se puede mirar con horror y hacia atrás esa historia: los grupos y movimientos afganos descendientes de la lucha contra la URSS (1979) respaldados con armas y dinero por las sucesivas administraciones norteamericanas son los mismos que originaron luego el islamismo radical que se expandió por el mundo. Pasé varios meses en Pakistán y una buena parte de ese tiempo en Peshawar. Los afiches que el ejército norteamericano largaba en paracaídas con los nombres y las fotos de las personas buscadas no eran desconocidos: eran los mismos a los que Washington había financiado antes (armas, entrenamiento, escuelas coránicas, etc). El imperio convirtió a Afganistán en la tierra original de la guerra santa (yihad).
Paradojas
No faltan las paradojas en este episodio que se tragó decenas de miles de vidas ("The Costs of War", de la Universidad de Brown, evaluó en 241.000 el número de muertos) y 145.000 millones de dólares gastados por Estados Unidos en la “reconstrucción” de Afganistán: el 27 de 1996, los talibanes tomaron el control de Kabul luego de que una de las figuras más míticas de la resistencia afgana, el comandante Masud, abandonara la capital afgana bajo la presión militar de los talibanes. Ahmad Shah Masud fue una de las piezas claves de la derrota de los soviéticos en Afganistán (1979-1989), pero nunca se asoció con los talibán. Fueron sus “adversarios del interior”. Masud era un enemigo mordaz de la interpretación fundamentalista del Islam y por ello encarnó la oposición armada. Fue un guerrero sin igual al mando del Frente Islámico Unido (también conocido como Alianza del Norte). Occidente encontró en Masud un aliado “interior” y lo amparó en la nueva lucha contra la teocracia de los talibán. El 9 de septiembre de 2001, es decir, dos días antes de los atentados contra las torres gemelas, Masud fue asesinado en el curso de un atentado suicida perpetrado por Al Qaeda con el fin de sacar del medio a un líder político y militar de mucho relevancia.
Espejo
En la novela "Kim", el escritor británico Rudyard Kipling empleó la formula « el gran juego » para sintetizar el enfrentamiento entre el imperio británico y la Rusia de los Zares durante el siglo XIX y parte del XX en las regiones de Asia Central. En Peshawar los comandantes talibán decían que “el Gran Juego continuaba” y prometían que Afganistán volvería a ser "la tumba de los imperios". 20 años después del derrocamiento de los talibán por la coalición internacional, los insurrectos islamistas regresan al poder tal y como lo prometían en 2001. Corrupción, ignorancia, errores operativos, estrategias militares improvisadas, ambiciones irrealistas, apoyo a burguesías locales corruptas y occidentalizadas, doble juego de Pakistán (sostén invisible a los talibán y alianza con Estados Unidos) condujeron a la estrepitosa derrota de Estados Unidos y de quienes, desde 2001, se unieron a la cruzada en esa región del mundo. El "Estado afgano" atornillado por Occidente en los últimos 20 años fue incapaz de aportar estabilidad, paz o prosperidad. Por tercera vez en el Siglo XXI, la incongruencia occidental deja a un un país postrado: en 2001 se empezó a gestar el Afganistán de hoy: en 2003, Estados Unidos invadió Irak y derrocó a su gran socio comercial y militar (confrontación con Irán), Saddam Hussein, en 2011, de la mano del ex presidente francés Nicolas Sarkozy y con mandato de la ONU, una coalición internacional derrocó a otro ex gran amigo, el presidente libio Muamar Khadafi. Las tres catástrofes importadas dejaron un tendal de muertos, huérfanos, mutilados y desplazados. Irak, Libia o Afganistán son un espejo que refleja hacia el fin de los tiempos la barbarie que se esconde bajo el manto de la civilización occidental.