Las almas nocturnas --escritores, periodistas, estudiantes, artistas, músicos, directores de teatro y de cine-- amanecían en La Paz, cuando Corrientes era la calle que nunca duerme. Alejandra Pizarnik, Fernando Noy, Rodolfo Walsh, David Viñas, Enrique Fogwill, Ricardo Piglia, Germán García, Raúl González Tuñón, Arturo Jauretche, Pino Solanas, Cecilio Madanes, Miguel Abuelo, la mítica Negra Renée, Miguel Briante y María Moreno --la lista es interminable-- se encontraban y desencontraban, conversaban y discutían en el mítico bar. En la misma semana en que reabrió La Giralda, otro espacio emblemático de la calle Corrientes, se confirmó lo que se intuía hace tiempo: el bar La Paz cerró. Todo el perímetro de Corrientes y Montevideo está tapado con papel blanco de embalaje pegado al vidrio.
El bar La Paz --abierto desde 1944-- había cerrado el 20 de marzo de 2020 sin saber que ese sería el último día. La pandemia cambió el paisaje del mundo y la calle Corrientes se fue a dormir, habitada por los fantasmas del pasado. En la tragedia antigua, el héroe muere en un tiempo en el que ya no se puede vivir. Pero hubo mucha vida en ese bar que transitó su "época dorada" entre los años 60 y 70. Hay un La Paz antes y después de la dictadura cívico-militar. En ese bar era frecuente verlo a David Viñas, a fines de los 90 y principios de los 2000, subrayando con ferocidad y malicia el diario La Nación. Fernando Noy, poeta, performer, actor, dramaturgo, letrista, un artista genial, recuerda las mil y una aventuras en esa esquina de Corrientes y Montevideo. "A La Paz, dentro de mi cuerpo, le corresponde el corazón. No hubo lugar más frecuentado ni más vivenciado; muchos recuerdos, muy poderosos, nacen de ahí. Corrientes era una Babilonia que nunca dormía, siempre anfetaminizada”, cuenta Noy.
"La Paz tenía a los intelectuales y a los hippies, yo era uno de ellos, esa fauna ecléctica, inclasificable. Me acuerdo de directores de teatro como Cecilio Madanes, que siempre estaba tomando su Cinzano de pie en la barra", dice Noy y enumera que había una mesa en la que se podían ver a Miguel Briante, al librero y editor Falbo, Humberto Costantini y María Moreno. Alejandra Pizarnik quería charlar con la Negra Renée (Renée Cuellar), una célebre dibujante y artista plástica que frecuentaba el bar y que Noy confirma que aún vive, con más de noventa años, aunque no da entrevistas y no está en Buenos Aires. "La Negra Renée era una faraona, una mujer fascinante, un poco mayor que nosotros los hippies de quince a veinte años. Después había otra mujer maravillosa, que siempre fue soslayada como cantante y compositora, Silvia Washington, y también andaban por ahí algunos músicos. Yo he visto al genial León Gieco con Charly (García). La Paz era multifacético y fue nuestro refugio", define Noy al bar y agrega que cuando regresó Miguel Abuelo de España lo citó en La Paz para anunciarle que "ya tenía todos los poderes". ¿A qué poderes se refería? Que un tal Daniel Grinbank y Gloria Guerrero le harían la prensa al músico. "La historia contemporánea nace en La Paz. No es que muera La Paz, sino que se perpetúa en nuestras mentes. No puede morir algo tan amado".
Pizarnik y Noy caminaron de Montevideo 980 --la casa de la autora de Extracción de la piedra de locura-- hasta la esquina de Corrientes en busca de la Negra Renée, que pasaba todas las noches por La Paz. “En el camino me pide que no diga quién era porque temía que la reconocieran. Entonces llegamos y nos sentamos para el lado de Montevideo para espiar si venía la Negra Renée. Pero no aparecía. Sí pasó una mujer muy adorable, que se llamaba Oly, especie de George Sand, una travesti que en esos tiempos era excepcional. Oly se acercó a la mesa, me saludó con mucho cariño y Alejandra la miró fascinada porque era realmente exquisita. Yo se la presenté como 'mi amiga' y cuando Oly se fue, Alejandra se levantó de su silla, ya segura de que no íbamos a encontrar a la Negra Renée, reprochándome: ¿por qué no le dijiste que yo era Alejandra Pizarnik? Oly la miró como si la reconociera porque Alejandra tenía unos rasgos medio Brian Jones, medio roqueros. La Paz fue el templo de la desmesura", plantea Noy.
Antes de publicar su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza, por la editorial Jorge Álvarez en 1966, Liliana Heker era “la chica del escarabajo” para los kiosqueros de la calle Corrientes. “Más allá de que los que hacíamos la revista El escarabajo de oro (1961-1974) nos reuníamos en el café Tortoni, Corrientes, entre Callao y la 9 de Julio, era un gran espacio que nos pertenecía --repasa Heker--. Cuando digo nos pertenecía me refiero a los que escribíamos, hacíamos teatro y amábamos el cine, los que teníamos que ver con la cultura. Todos esos cafés de la calle Corrientes eran un poco nuestros y podíamos estar seguros de que si caminábamos por ahí nos íbamos a encontrar con algún amigo o algún conocido. Los que hacíamos El escarabajo de oro, Abelardo Castillo, Bernardo Jobson y Vicente Battista, teníamos un ritual que quedó para siempre en mi memoria. Cuando sacábamos la revista, la última tarea muy intensa era distribuirla a mano por todos los kioscos de Corrientes y convencer a los kiosqueros para que nos colgaran la revista en un lugar visible”. Después de ese trabajo los miembros de la revista iban a La Paz; entonces podían ver a algunos leyendo El escarabajo de oro que acababan de sacar en las mesas del bar. "Así eran realmente los años 60, así era la gente que circulaba por Corrientes, y la intensidad con que se leía todo lo que salía --resume la escritora esos tiempos--. Sentíamos como una especie de misión cumplida al saber que la revista estaba presente cuando veíamos en las distintas mesas a chicos y chicas leyendo la revista. Por ahí alguno nos reconocía, se nos acercaba a la mesa para discutir el editorial o el artículo que acaba de leer. Ese ritual está asociado a La Paz de modo que voy a guardar siempre ese café por el que pasamos todos los que tuvimos que ver con la cultura en esos intensos años 60 y principios de los 70, antes de la brutal dictadura militar".
El presidente Alberto Fernández recordó que cuando tenía catorce años iba a La Paz. "Los que tocábamos la guitarra, los bohemios jóvenes que hacíamos música progresiva, nos juntábamos ahí para ir a ensayar o a tocar algún lado. Y una tarde caí al bar La Paz, y de repente lo vi en una mesa a Jauretche, para mi sorpresa. Jauretche era en ese momento presidente de Eudeba, y me puse hablar con él. La frase que me dijo Jauretche, que nunca olvidé, es que 'hace falta que nos demos cuenta de que tenemos un país maravilloso que puede ser cabeza del mundo, pero tenemos que convencernos nosotros porque acá no nos dejan'". La escritora, crítica literaria y docente Elsa Drucaroff conoció a su actual pareja, el ensayista Alejandro Horowicz, en el bar La Paz. Cuando era una adolescente de quince años, caminaba por la calle Corrientes con su papá y cuando cruzaron la esquina de Montevideo, el padre se puso muy serio y le dijo: "No vayas nunca a ese lugar, te meten marihuana en la coca cola". Para esa adolescente curiosa la prohibición paterna fue "la primera indicación que tuve en mi vida de que era el lugar adonde me correspondía ir".
Lejos de la mitificación, Drucaroff reflexiona acerca del cierre. "El bar La Paz hace muchos años que no existe. Aunque existiera una empresa comercial llamada La Paz, que cerró ahora por la crisis de la pandemia, el bar La Paz ya no existía, así que no me parece mal que los muertos se entierren. No está bueno tener nostálgicas y melancólicas huellas". El bar La Paz fue para la escritora y docente un lugar de encuentro, de intercambio y de formación. "La Paz tenía como cosa muy jodida una sobrevaloración de la inteligencia al servicio de la ironía, de la crueldad, de la humillación; era un territorio masculino, adonde las mujeres para brillar tenían que ponerse al servicio de eso y tampoco se las dejaba brillar mucho. Aun así, La Paz fue el refugio de algunos grupos femeninos muy interesantes, algunos grupos lésbicos tenían su mesa, se sentaban, hacían su vida, y en algunos casos obtenían cierto respeto --precisa la escritora--. La primera vez que fui al bar tendría 17, 18 años, y hubo tipos con pulsiones paternales que se dedicaron a querer formarme, que me dejaban sentarme a sus mesas y me bajaban línea cultural y me recomendaban películas y libros. Me acuerdo que la primera nota periodística que publiqué en mi vida fue porque Quique Fogwill me invitó a su mesa y estaba sentado con Raúl Barreiros, que en ese momento estaba por abrir una revista que se llamó Voces y que duró muy poco. Cuando pregunté de qué iba la revista, Fogwill lo miró a Barreiros y le dijo: 'Ojo, ella es seria'. Entonces Barreiros me preguntó si quería colaborar y así publiqué mi primera nota". Pero hay más en el reservorio de anécdotas de Drucaroff. "Yo descubrí a Hebe Uhart porque Quique Fogwill me dijo: 'andá a (la librería) Hernández y comprá La luz de un nuevo día'; esto fue en el 85. Y así empecé a leer a Hebe Uhart y a trabajarla y a darla en mis clases".