Dos auxilios junto al teclado de mi computadora, antes de aventurarme a prologar Todas reinas. El primero, una foto de César Cigliutti, el amigo de toda una vida, a mi izquierda. Es la misma imagen que pende en el Salón de las Mujeres y de, ¡ay!, ese resumen burocrático nombrado “disidencias” en la Casa Rosada. Un rostro, el suyo, que parece cargado de responsabilidades. Quizá, en ese instante del relumbrón de la cámara, pensaría que sus años ya eran los últimos, y en el gesto ensayaba el modo en que quería quedar retratado para la posteridad. Hablar de un amigo de la íntima adolescencia, agasajado tras su muerte en un acto institucional con discurso del presidente, me transforma en una prótesis de memoria emocionada, que escribe y borra y reescribe, porque yo sigo vivo, más o menos intacto, y se me pide ahora que, con urgencia, atraviese hacia atrás el puente que me separa de él, pero llevando sobre el suelo su fantasma hacia adelante, que tan liviano me pesa.
Hermandad en la liberación
Soy hospitalario con el espectro; soy ahora su casa, en la que me acompaña y discutimos desde el 31 de agosto de 2020, la fecha de la muerte. Me niego a dejarme descansar de él, y por eso busco navegar acá sobre lagunas mentales de donde desenterrar tesoros adquiridos en común y sobreseer enojos nunca expresados. Celebro leer en estas páginas escritas por Facu Soto los testimonios de César y de quienes lo conocieron o quisieron. Vivificar su rostro, tensionar su voz y las trazas del contexto histórico es lo que se propone el autor en esta biografía, la única, la primera -y por eso mismo- tan justa y tan a tiempo, en una época en la que pareciera haber una preselección de aspirantes a ser los próceres del movimiento. Porque, debo quejarme, existen quienes han decidido mudar al espectro hacia la última fila del salón de los ilustres, desatendido y arrumbado en la penumbra de Carlos Jáuregui, y lo cierto es que César ha fatigado junto a él, y a la par de él, una fecunda militancia desde los años ochenta, cuando se hermanaron, y se ganó de la misma manera un sitio de legítimo privilegio dentro del proyecto comunitario de liberación: un programa de visibilidad derivado en conquista de derechos, emergido en intensas interlocuciones y fértiles festicholas en el ya famoso departamento de la calle Paraná 157, que, siendo de su propiedad, abrió a todo el activismo, incluida Lohana Berkins, otro bello liderazgo, ensanchando el horizonte de batallas en los años noventa.
Cuando fue declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, en mayo de 2011, escribí sobre él en el Suplemento SOY de Página 12:
“Si de la ambición de un nombre y un rostro reconocibles casi nadie huye, admitamos que esa identidad no fue construida sobre la seducción de una carrera política modificable y redituable según el oferente, ni cuando el término derechos LGTBIQ+ se convirtió en Occidente en una fruta madura y nadie mataba ya al mensajero, sino cuando en la casa familiar se lloraba la decisión del chico de salir a la batalla sin el casco del anonimato puesto, todo entonces era pérdida, y se lloraba sobre todo que el apellido quedara asociado públicamente a algo tan espinoso como la homosexualidad”.
Otros tiempos para salir a la lidia en la arena pública.
Sueños de orgullo
Junto a la foto de César, además, paso revista a Diario de un sueño, del pensador francés Guy Hocquenhem, en cuyos artículos sobre la homosexualidad encuentro descrita aquella atmósfera revolucionaria de los años setenta, poco antes de que César, en Buenos Aires, se nombrase a sí como lo nombraban otros en secreto a sus espaldas. Era un momento ardiente en el norte del planeta, del que, tanto él como yo, éramos ajenos. Del colegio católico al útero parroquial del barrio, como en La Plata Carlos Jáuregui, la ebullición sexual quedaba restringida, asfixiada, en el interior de cuerpos disciplinados por el dogma. Nada sabíamos, todavía, de insurrecciones homosexuales organizadas una década antes, previo a la dictadura.
Ese era el estado de inocencia pequeñoburguesa en el que vivíamos en la mitad de los setenta, encorsetados por un uniforme de colegio privado, sin tener noticias siquiera de quienes nos estaban precediendo entonces en la militancia. El Frente de Liberación Homosexual (FLH) estaba ensayado, sin suerte, un matrimonio con la izquierda revolucionaria, y nosotras todavía de rodillas (y sin haber descubierto el sabor de la mamada) en el confesionario. Mi querido Héctor Anabitarte, que se exilió en España y vive en Aranjuez, y Néstor Perlongher, muerto en San Pablo, debatían ahí sobre estrategias y alianzas políticas, aunque ya sabemos que la Rosa L. de Grossman (Perlongher) solía argumentar fuerte y convencer, incluso cuando se equivocaba.
Pero enseguida se apagaron los fuegos de aquellas rebeliones, sobrevinieron en el centro del mundo la resaca del mayo francés y los efectos post-Stonewall de la asimilación, y el sueño de una emancipación universal se desgranó en parcelas de humillados y reivindicaciones particularistas. La emancipación, con los años, se fue separando del sueño universalista, y los ochenta -a mediados de los cuales César ingresó a la Comunidad Homosexual Argentina (CHA)- inauguró agendas propias, insulares. Incluso en el ámbito de la lucha contra el VIH-sida, el grupo Act Up pregonó quejas contra el resto del activismo, al verse su lucha más o menos archivada en los discursos del Pride jubiloso, según leemos en Manifiestos gays, lesbianos y queer, Testimonios de una lucha (1969-1994), reunidos por Rafael Mérida Jiménez. A través de estas lecturas, vamos cayendo en la cuenta de que, si el Orgullo fue la respuesta politica a la injuria, el modelo emergente terminó pringado de subjetividades de consumo, aquello con que el mercado modifica la escena de las proliferantes identidades, hasta apolitizarlas.
Puente de las diferencias
César, creo que como intuición más que como efecto de las teorías, supo leer en ese pasaje del dolor heroico a la gloria jurídico-mediática del movimiento LGTBIQ+ (por supuesto que la sigla es una concesión al anacronismo) la amenaza de su ingesta por la maquinaria neoliberal. Tanto los manifiestos de las organizaciones post-Stonewall, como también Hocquehem o el escritor Jean Louis Bory combatían en nombre de la afirmación de su diferencia homosexual, crítica y no plana, entrelazada con todas las diferencias, todas las minorías, todas las opresiones. Por ese motivo, hay que revisar la capacidad profética de la consigna “En el origen de nuestra lucha está el sueño de todas las libertades”, que pasó de Gays por los Derechos Civiles -GAYS DC- a la CHA- a fines de los años noventa. Un suelo común donde pensar un programa cuya sede predilecta se levantase en las orillas de la democracia y no en su centro comercial. Pedro Lemebel solía jugar con el significante “democracia” en Chile, trastocándolo en “demosgracias”. De esas gracias estaban excluidas las locas, tortas y travas que no tenían más que pobreza para aportar al paisaje urbano.
Tocar la diferencia, y ser tocado por ella, para maricas amigas pequeñoburguesas como César y yo, crecidas en la fortaleza perfumada de un barrio como Belgrano, había tenido su momento originario en la adolescencia, en las visitas parroquiales al Cottolengo Don Orione. Ahí se sacrificaba el olfato en la cruz de los olores más violentos, se recorría el jardín de los cuerpos muertos no muertos. En fin, volvíamos en auto mudos. Heridos, sanábamos rápido, para al poco tiempo juntar ropa en desuso y enviarla envuelta con prolijidad a aquella dimensión tan extraña a nuestra cotidianeidad.
Tengo para mí -e intuyo que Facu también- que aquella responsabilidad cristiana transitoria que asumíamos en el Cottolengo, tanto como Carlos Jáuregui en su paso por los grupos religiosos, pudo haber dejado su huella en la capacidad de César, años más tarde, ya al frente de la CHA, de buscar fundirse a fines del siglo pasado con los habitantes de la Aldea Gay, que Facu razonablemente ha colocado en el centro de sus inquietudes y al comienzo del texto.
Comunidad del arrabal
La puesta del cuerpo activista en la batalla contra el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, junto a aquellas locas cartoneras castigadas por la miseria y la topadora, que veían arrasado el rancherío donde habían vivido en comunidad abyecta y amorosa durante años, sin luz ni agua potable a la orilla del Río de la Plata, detrás de la Ciudad Universitaria en Buenos Aires, define la estampa de César la loquesa que, contra su propia identidad social, su propia estampa tan bien administrada, corre al auxilio de los desposeídos, se mezcla en la humareda del despojo, se desgañita ante las cámaras de televisión que cubren el episodio como si se tratara de otro Guernica, comparte luego la ranchada de los desalojados bajo el puente y encuentra ahí a un futuro chongo amante para, golpeando día tras día las puertas de los burócratas de la ciudad, consiguir un techo subsidiado para la mayoría. Y finalmente abre su propia casa, otra vez -una manera de abrirse él mismo- para alojar a quien en la Aldea Gay llamaban “la chilena”. Recuerdo aquellos tiempos con felicidad, no por afición al pintoresquismo, sino porque aprendí a manejar mi cuerpo mejor entre el baile y la borrachera, y porque despedía por fin y para siempre, en compañía César, el aire frufrú del barrio de Belgrano.
Vuelvo al concepto “tocar la diferencia”, ser tocado por la diferencia: aquel instante (acontecimiento) originario y traumático a partir del cual la propia identidad se derrama y se modifica, al incorporar a ella al prójimo no prójimo. A aquel, a aquella, que hasta entonces nos resultaba extranjero, lejano o directamente monstruoso. Se produce, entonces, el mestizaje. Tengo para mí que César, como ningún otro activista prominente, convirtió su condición de “señora” en cómplice del arrabal, para desde allí hacerse cuerpo en una comunidad pluriforme (prefería el término “comunidad” a colectivo, como bien se afirma en este libro) en la que todos estuviesen dispuestos a marchar el Orgullo, en la calle codo a codo, dejándose arrobar en los mensajes al poder político; respirando, en fin, el humo de la periferia, sudando la carroza, exigiendo derechos y urgiendo escritorios ministeriales.
Loquesa de fina estampa
Loquesa, o loca con “a”, como señala Facu, que me lleva a otro recuerdo con el que cerrar este prólogo y que, de alguna manera, ya está contenido en esa pasión de César por dejarse transmutar por la diferencia. Era nuestro primer encuentro social con un grupo de gays amigos de un jefe suyo, una marica de las de antes. Me llevó un poco de bastón, como para animarse a cruzar a un mundo raro. Yo, muda al observar el jolgorio homosexual de entrecasa: varones que se hablaban en género femenino. César saltó enseguida sobre la maleza que nos separaba de aquellas locas, y loca quedó de inmediato, mestizada, rostizada, envuelta por lo que sentíamos diferente. Yo tardé. Quién sabe, pienso ahora, si en aquel hermoso aquelarre de tacoagujas imaginarios y gramática patas arriba no habrá surgido la primera decisión activista del futuro César Cigliutti de la CHA. La defensa irrestricta, como se suele decir en el lenguaje de la política, de la marica como subjetividad bélica contra el monstruo odioso de voz tonante que, en una vuelta de posición, nos lleva del placer al estanque donde habremos de ahogarnos.
Esta biografía tan laboriosa de Facu Soto, que tanto agradezco, irá develando al lector los meandros de una personalidad carismática, un liderazgo generoso que debe ser homenajeado junto al de los grandes. Debe ser cabecera de playa contra quienes buscan su olvido como sujeto esencial del movimiento LGTBI+ de la Argentina.