Desde Barcelona

UNO "Tamaño hombre", repetía una y otra vez, como un mantra, el imponente bisabuelo de Rodríguez durante aquellas vacaciones prehistóricas. Radiaciones veraniegas menos calurosas que las de ahora. Y el pequeño Rodríguez de entonces (ahora el cada vez más reducido Rodríguez) no entendía nunca si esa suerte no de muerto vivo sino de muy articulada momia se refería a la grandeza de las miserias o a las minucias de la generosidad de algún terrateniente local. Tiempos en los que Rodríguez acudía como en peregrinación dominguera al cine local a consumir películas clases B en las que algún desmadre atómico resultaba en la miniaturización o el crecimiento XXL de pobres hombres que pasaban por ahí. Como Scott Carey, aquel increíble y menguante de Richard Matheson, que luchaba contra gato y araña a medida que iba reduciéndose rumbo a su desaparición en este mundo pero, también, a una nueva vida en otra dimensión. Quién pudiera, transpira ahora Rodríguez. Contrayéndose y cayendo en los dilatados calores de noche tropical de último día de agosto. El futuro era esto y esto es lo que hay. Y hay poco. Cada vez menos y en raciones progresivamente más reducidas, como las para tantos tan discriminadoras tallas de Zara y mientras no deja de aumentar, a la velocidad de la luz, la cada vez más electrizante factura de la electricidad.

DOS Y Rodríguez vuelve a ver ese episodio de Rick and Morty de alguna temporada anterior (la presente temporada que ya termina probablemente sea la más inspiradamente demencial de toda la serie) en la que el abuelo revela que en el motor de su vehículo cósmico habita toda una civilización-religión-microverso. Después, las lamentables noticias que parecen ser, en proporción, cada vez menos materia inmediata y cada vez más hipótesis por venir. Nuevas cepas, cambio climático (y más muertes por calor que por frío), playas a convertirse en paisajes sepultados por las aguas en ascenso, proliferación de problemas mentales y, last but not least, progresiva y cada vez más veloz "reducción de la comprensión lectora" (España, junto a Grecia, es el país europeo en el que menos evoluciona el don en cuestión entre los 15 y los 27 años y más se acentúan las miopías gracias a las pantallitas donde se leen cosas incomprensibles). Y, en algún lugar, J, G. Ballard sonríe con tristeza. Pero aún falta un poquito para todo eso y, mientras tanto, impera la disfuncionalidad de Philip K. Dick.

Y Rodríguez se entera de que --a partir de un estudio de la universidad de Cambridge-- se supo que el tamaño promedio del cuerpo de los humanos ha fluctuado a lo largo de milenios y que esto está ligado a los cambios de temperatura. A saber: el frío expande y el calor contrae. Así, la ahora tan cuestionada ducha, según sea fría o caliente, corta o alarga, ja. Así, el cerebro también pesa más o menos; pero que sus menos y sus más van a ritmo diferente del envase que lo contiene y al que rige. Y piensa más y mejor en desiertos que en junglas. Y ahora, con creciente dependencia de la tecnología (incluyendo a "asistentes inteligentes" y "mayor externalización de razonamientos complejos") se espera una disminución de su actividad intelectual a mayor temperatura. Mientras tanto, también se reporta que animales surtidos (ratones, ballenas, aves y salamandras, ya militando en lo que se ha denominado "la sexta gran extinción") cada vez vienen en tamaños más pequeños. Como si quisieran desaparecer o --mejor aún, como el héroe de Matheson-- irse a otra parte, de vacaciones largas y grandes y sin fecha de retorno ni de salida ni de sálvense quien pueda en el aeropuerto de Kabul.

TRES Y al pequeño gran hombre Rodríguez siempre le sorprendió que, a finales de julio, los suplementos literarios se la pasen publicando recomendaciones de voluminosos libros para el cada vez más encogido verano (para que los consultados de siempre pueden decir una vez más Tolstoy y Proust y Mann y Musil y Joyce) y no, mejor y más honesto, a principios de septiembre, las confesiones acerca de lo poco y minúsculo que en verdad se leyó (si es que se leyó algo de frente y que no sean reductores e incomprensibles perfiles sociales). En cualquier caso, Rodríguez leyó un pequeño inmenso libro: Los domingos, de Guillem Martínez. Compilación de epifanías elegíacas y ensayos generales que puede entenderse como manual de instrucciones para desarmarse dividido en muy concentradas/distendidas secciones temáticas. Y con los ojos bien abiertos (y es que Martínez goza de y hace gozar con su simultánea capacidad de microscopio y telescopio) creció la comprensión lectora y vital de Rodríguez para con todo lo que le rodea fuera y contiene dentro. Así en el tan próximo apartado "Sobre el mapa del tesoro", Rodríguez leyó: "Se denomina enanismo insular o isleño al proceso evolutivo que tienden a sufrir las especies en pequeños entornos cerrados. En una isla, por ejemplo, las especies tienden a desarrollar una disminución del tamaño para adaptarse a la limitación del espacio o de los recursos. Un águila imponente, en fin, no necesita ser imponente en una isla minúscula. Sucede algo parecido en la selva, un espacio tan grande que puede resultar impracticable y limitado, y donde el calor, además, tiende a crear cuerpos diminutos, sin interés alguno en retener su temperatura. Tu casa, tu salario, tu tiempo se han empequeñecido. Esa reducción indica que vivimos aislados en una selva, ese sitio en el que todo se empequeñece. Pero sabernos aislados y en una selva nos indica que estamos rodeados de aún más objetos mermados. Nosotros somos objetos mermados. Nuestra libertad ha mermado. Es posible que dispongamos de una vivencia pequeña del amor o de la amistad. O de la paternidad o de la maternidad. Esos conceptos nos copan el pecho porque recordamos que siempre fue así. O porque, simplemente, nuestro pecho ya es pequeño y cualquier gota lo colma. Una carcajada, una lágrima, deben de pesar, en verdad, poco. Las palabras sí o no deben de ser ya minúsculas". Y concluye Martínez: "En la calle, en el trabajo, en la cocina ves, aislado, la selva. Y los gritos y los mordiscos apenas duelen. Un águila imponente moriría en esas jaulas. Pero nosotros no, a pesar de que nuestra muerte sería pequeña. Solo es grande el miedo a la selva y a nosotros, las fieras pequeñas. Es preciso huir, que no se nos empequeñezcan las ganas de huir. Conservar el secreto de la huida en nuestro cuerpo diminuto. Es poco, pero ese secreto, tan pequeño, algún día podrá ser el mapa del retorno. Al país de las águilas imponentes".

Y un desplumado Rodríguez (tamañito hombrecito) cierra las alas de Los domingos. Y piensa en que mañana es miércoles. Y en que se acaban las vacaciones para que vuelva a empezar lo interminable (y continúe el deseo de que algo empiece/concluya para que todo termine/comience): el tiempo perdido, la guerra y esa paz que en verdad es apenas tregua, la falta de atributos, la escarpada y mágica muerte y la trascendente odisea de la jornada más larga y orgásmica entre tantos minúsculos e insignificantes y frígidos días que nunca florecerán. Días donde siempre habrá uno asegurando aquello de que el tamaño es lo que menos importa mientras todos sospechan que nada importa más.