La muerte de Charlie Watts pasó desapercibida para mí. Sin embargo, al detonar este hecho una prominente catarata de comentarios, opiniones y anécdotas en torno al músico, no pude traer de mi adolescencia a la primera rolinga que conocí en mi vida.
Escuché en la radio un homenaje en donde decían que el muro que Watts construía con su batería era lo que permitía que el resto pudiese crear hermosas fantasías musicales. En la radio decían que Watts en ningún recital hacía el típico “solo” y que por eso no había ninguna canción de los Rolling Stones en donde se destacara la batería porque siempre estaba, como el aire. Me gustó esa reflexión que escuché en la radio y pensé que la primera rolinga que conocí en mi vida se llamaba Coralia. Fue el primer día de clase de octavo grado. Entró al aula con el guardapolvo sin abotonar y un pañuelo deshilachado apoyado en las clavículas. Tenía la frente dividida en dos por un flequillo bien grasoso. Coralia se sentó en uno de los bancos de atrás y atravesó el pasillo. Portaba ese nombre que venía de los corales tan imprescindibles para el ecosistema marino, de la misma familia de las medusas, ella hacía de su apariencia todo un acto de rebeldía sutil, sin alardear del guardapolvo desabrochado o de la cajita de Marlboro 10 que le asomaba por el bolsillo.
Durante ese primer día de clase la observé sin escrúpulos, ella sostenía la carpeta debajo del brazo, yo acarreaba una mochila inmensa color amarillo y llena de rombos. Ella habitaba un cuarto empapelado de posters de rock star y yo un altar para los videojuegos. Sin embargo la escuela, en esa versión polimodal destinada al fracaso, nos había unido.
Coralia me gustaba, a esa altura yo ya me había enamorado y desenamorado de un montón de compañeritas, pero esta vez había un soplo de aire diferente en mi lesbianismo en pañales. El jean jaspeado y el guardapolvo como si fuese una camisa vieja, conformaban estrategias de seducción que, aún sin ser yo la destinataria exclusiva, aspiraba como aire de mar en el atardecer de verano.Ella era la luna de espaldas al planeta en el que estaba yo, entre esos miles de diminutos puntitos, adulando las calcomanías en su carpeta como cráteres en donde posar mi mirada, tratando de encontrar la fórmula de Coralia para que su rareza fuese cautivadora. Mi rareza, en cambio, repelía. Era una cantera de chistes y burlas. ¿Sería esa identidad “rolinga” precoz la que delineaba esa perfomance sensual de piba interesante?
Cuando vi a Coralia por primera vez, en el 98, habían pasado tres años del primer recital de los Rollings Stones en Argentina. En abril de ese mismo año, la banda visitaría por segunda vez nuestro país. Esa información la recopilé cuando volví a mi casa y le pregunte a mi mamá cosas sobre los Stones, le dije que me contara todo lo que supiera con la seriedad que años atrás le había indagado sobre todo lo relacionado al sexo. Estaba stalkeando a Coralia con las herramientas de las que disponía en ese momento, el uno a uno de la palabra, de la oralidad y de la memoria. Después de charlar un rato, mi mama se acordó que tenía un ejemplar de la revista Rolling Stone en el lavadero. Era un número en donde Keith Richards y Mick Jagger posaban para la tapa en 1975. Me la llevé a mi habitación tratando de encontrar las coincidencias entre esa foto y Coralia. El torso desnudo de ambos no me llamó la atención pero si la mirada pendenciera, algo parecido a la mirada de Coralia cuenao entró en el aula de octavo. Me quedé con la revista como fuente principal de información, en esos tiempos ya había internet en mi casa pero la computadora yo solo la utilizaba para jugar al Prince of Persia. Ahora estaba como el príncipe, colgada de un castillo inmenso, balanceando las piernas de un lado a otro para llegar a la cima en donde estaba la princesa rolinga Coralia.
Esa noche cené rápido, levanté mi plato y le dije a mi mamá que tenía que estudiar mucho. El televisor de 14 pulgadas de mi habitación al que estaba conectada la consola de videojuegos esperaba por esa cita nocturna que teníamos siempre después de la cena. Fue un memorable plantazo para quedarme hojeando la revista en la cama. La vi a ella en su cama, con una revista parecida, con su entrada sobre la mesa de luz para ir a ver los rolling al mes siguiente. Como el muro que decían que construía Watts con su batería, ese día Coralia construyó para mi, un muro de fantasías por el cual escalar. Encastrar los dedos en cada orificio y subir, a esa forma de masticar chicle o al modo de sentarse en el paredoncito de la puerta. Solo pensé en cómo sería la primera vez que Coralia me dijera una oración cualquiera. O me cantara una canción con el torso desnudo. No lo recuerdo, pero aquella vez debo haber tenido mi primer sueño erotico con una rolinga.