“La gente de las otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió gritando: "Evita, Evita vino desde el cielo"
Néstor Perlongher[1]
“En el peronismo siempre se garchó”, dijo una candidata del Frente de Todos[2] durante un desopilante reportaje concedido a Pedro Rosemblat y Martín Rechimuzzi. Se dice que la trascendencia cobrada por esta frase dicha al pasar desnuda el retrógrado carácter que distingue a cierto sector del arco político argentino. Es cierto. Pero hay mucho más.
La frase que horrorizó a la oposición evoca el dossier que la revista El Porteño publicó bajo el nombre “El peronismo como vendaval erótico”, compuesto por varios ensayos y un único texto de ficción: “Evita vive (en cada hotel organizado)” de Néstor Perlongher. La editorial de aquel número explicaba por qué sus responsables se tomaron varios años hasta decidir publicar el texto del poeta: “Hoy El Porteño lo incluye en este suplemento mientras ruega a Alá para que a Perlongher y a estos redactores no les suceda lo que a Salman Rushdie" (Epígrafe de El Porteño, mayo de 1989).
El texto de Perlongher, cuyo título hace referencia al Movimiento de Inquilinos Peronistas de los años 70, ubica una Evita que convive con prostitutas y marginales, fantasía que en aquel momento fue muy bien recibida por los sectores conservadores que la dieron por cierta con la sola expectativa de degradar (una vez más) la figura de Eva Perón. Lo llamativo es que Evita vive (en cada hotel organizado) produjo gran indignación en el justicialismo, lo cual revela que no siempre el peronismo (sus funcionarios, sus representantes, etc;) están a la altura de sus bases, de su carne, si así podemos nombrar aquello que distingue a un movimiento.
Es que por habitar en los márgenes del cuerpo, esa carne viva y orillera palpita en un exilio donde confluyen pueblo y sujeto. Esto es: lo más propio y lo mas ajeno; lo más íntimo y público; lo más atractivo y rechazado, cuestión que explica --a diferencia de la masa-- el carácter fugaz pero constante de una identidad que siempre retorna como acontecimiento. La articulación entre una Evita que llega del cielo y que también goza del sexo coincide con un texto incluido en el mismo dossier, en el cual Horacio González observaba: “El lado evangélico le permite al peronismo mantener la unción de un espacio movilizado. Pero es por su lado erótico --el de la irresolución y tensión de lo que está 'pendiente'-- que realmente perdura”[3]. Interesante fórmula para la controvertida articulación entre amor y goce, muy en sintonía con la No Relación Sexual lacaniana, esta vez al servicio de un encuentro Aún[4]: título del seminario en que no por nada Lacan tematiza el goce propiamente femenino.
Es que para el psicoanálisis, esto que escapa a las significaciones del sentido común, de lo instituido, de lo estereotipado y aceptado, es el goce propiamente femenino, cuya puntual emergencia --siempre contingente-- poco le debe a la anatomía de un cuerpo. Si es cierto que la Patria es el Otro: esto es garchar. Luego el furibundo rechazo que el Poder le destina y que, no por nada, se encarna y verbaliza con el insulto de Puta, más allá de toda época y circunstancias. Para el caso, basta recordar la tapa de una revista con el dibujo de CFK en pleno orgasmo. Por algo, ya Freud denunciaba “la desautorización de la feminidad”[5] que aqueja al neurótico.
Este delirio que somete al costado femenino de la humanidad descansa en el carácter traumático que, para el ser hablante, supone el goce de la mujer. “Con la vieja no te metas” parece una frase demasiado sencilla como para explicar todo un orden de jerarquías y equivalencias sociales, pero, sin embargo, conviene detenerse en ella. Es que dar por admitido que una mujer goza más allá de los afanes de la reproducción supone aceptar el carácter contingente del vástago engendrado, condición cuyo carácter universal estimula la ilusión que, por excelencia, sostiene al in-dividuo --propietario-- que se cree dueño de sí mismo: ser la excepción.
En efecto, que la vida esté sometida al deseo imprevisible de una mujer es la herida narcisista por excelencia. El niño o niña cree que lo quieren por lo que él es, cuando en realidad, “lo amado no es él sino cierta imagen” dice Lacan[6]. La condición deseante de la madre, entonces, es una realidad intolerable que explica la función de la represión en el aparato psíquico del neurótico.
De esta forma, el control del cuerpo femenino es una pieza clave de la concepción fetichista de la vida. Vale más la sacralización del lugar de la madre que la voluntad de una mujer, cuyo goce resulta escandaloso para el orden instituido. Así, dominar como un objeto a la dama ha sido, desde siempre, la cara oscura de la propiedad privada, el anhelo del macho patrón. Una continuidad propietaria --entre posesiones y lazos familiares-- que la iglesia inauguró cuando, para asegurarse los bienes temporales de sus miembros, impuso el celibato obligatorio, y con él, la tentación, la confesión y el pecado. Un empuje a gozar amparado y gestado en la prohibición. Tiempo después y capitalismo mediante el control de úteros pasó a asegurar la propiedad de los medios de producción. De esta forma, la familia pequeño burguesa se constituyó en el arma privilegiada de un orden social cuyo sostén resultaría imposible sin una fantasía ideológica compartida: el in-dividuo propietario que se cree dueño de sí. Entonces:
¿Quién podría sorprenderse por el título de Perlongher?
Evita vive (en cada hotel organizado) porque para este goce no hay propiedad privada que valga. Rasgo que, por escandalizar a propios y extraños, explica el efecto revulsivo que provoca una mujer al hacer uso de la palabra. Garchar.
Sergio Zabalza es psicoanalista.
Notas:
[1] Néstor Perlongher; “Evita vive (en cada hotel organizado)”. Recuperado de Agencia Paco Urondo.
[2] Victoria Tolosa Paz.
[3] Horacio González, “Por ese gran erotismo”, recuperado de Revista El Proteño.
[4] Jacques Lacan (1972-1973), El Seminario: Libro 20, “Aún”, Buenos Aires, Paidós, 1988.
[5] Sigmund Freud, “Análisis terminable e interminable”, en Obras Completas, A. E: Tomo XXIII, p. 254.
[6] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 4, La Relación de Objeto, Buenos Aires, Paidós, 1998, página 73.