Natalia Garayalde se divertía con la cámara de video que el padre había comprado para filmar lo mismo que filmaban casi todas las familias a principios de los ’90: cumpleaños, reuniones, actos escolares y algún que otro viaje. Registros de una vida apacible y amena, igual a tantas otras, que explotó a las 8:55 de la mañana del viernes 3 de noviembre de 1995. Lo de explotar es literal, porque en ese momento hubo un supuesto accidente –que luego demostraría su auténtica cara de atentado– en la Fábrica Militar de Río Tercero, ubicada a unos 300 metros de la casa de los Garayalde. Esa primera explosión generó un incendio que hizo que, durante un par de días, alrededor de 20 mil bombas cayeran sobre la misma ciudad cuyos habitantes prestaban sus manos para fabricarlas. Cautivada por esos periodistas que llegaban hasta allí para narrar lo inenarrable, Natalia salió con la cámara para filmar su ciudad en ruinas. Jugando a ser periodista capturó el horror desde los ojos de una nena de 12 años. Fue un doble inicio. El de un interés por mirar y entender que con el tiempo la llevaría a estudiar periodismo, y el del que -25 años después- se convertiría en el celebrado documental Esquirlas, que se verá los viernes a las 21 en el auditorio del Malba (ver crítica aparte).
Con un recorrido por festivales que incluyó paradas en el de Mar del Plata, de donde se llevó el premio a Mejor Dirección, Visions du Réel y Sheffield DocFest, entre otros, la opera prima de la cordobesa utiliza como materia prima aquellas grabaciones caseras, para luego ramificar sus sentidos e indagar en el presente de una ciudad que aún hoy siente en carne viva las consecuencias de esos hechos y la cercanía con la tragedia. Es que, si bien la fábrica militar ya no funciona, el peligro continúa bajo la forma de dos plantas químicas cuyo funcionamiento interno es una incógnita para los vecinos. “Yo vivía en Córdoba, y cuando venía a visitar a mi familia se sentía olor a amoniaco. De hecho, tengo el registro de un simulacro de un escape de gas que hicieron un día después de un aniversario de las explosiones. Después fueron apareciendo enfermedades en mi familia que me atravesaron. Lo último fue encontrar en el archivo una entrevista a mi papá diciendo días después de la explosión que el peligro estaba en las plantas químicas”, dice Garayalde a Página/12.
Pero al principio Esquirlas era otra cosa. Cuenta la directora: “Empecé a trabajar cuando se cumplieron 20 años de la explosión con material que había recolectado en distintas investigaciones. Trabajé sobre todo con Omar Gaviglio, el operario que al principio fue señalado como responsable y después terminó siendo un testigo clave. Ahí pude entrar a la zona interdicta de la fábrica, donde se produjeron las primeras explosiones. Que sea una zona interdicta significa que, mientras la causa está abierta, se coloca un perímetro y no se puede modificar. Pero sí hubo modificaciones, porque había dos cráteres -porque hubo dos explosiones simultáneas, lo que demostraba que había sido un atentado- que luego taparon. Ahí filmamos con el operario, y yo tenía muchas fotos de vecinos. Recién ahí encontré los casetes”.
-¿Qué sensaciones te generó reencontrarte tanto tiempo después con esos videos?
-Al principio no quería usarlos porque sentía que exponía mucho a mi familia y a mí. Y tampoco quería un documental autorreferencial de un hecho que había marcado a toda una ciudad. Después, hablando con otras personas y con el equipo con el que trabajaba, me di cuenta que una microhistoria habla de condiciones socioculturales, que lo micro está atravesado por cuestiones que exceden lo que pasa en una casa. De alguna forma, con los videos podía mostrar que la vida privada estaba estallada, porque había sido bombardeada por lo que sucedía afuera de una manera muy literal. Muchas veces decimos que lo personal es político. Bueno, acá era explícito.
-En los videos se te ve "jugando" a ser periodista. Pero después de la segunda explosión, ocurrida el 24 de noviembre por las bombas que habían sido apiladas en el Polígono de Tiro, hay una suerte de "pérdida de inocencia" sobre lo que está pasando.
-Ver el material me permitió reconocer la modificación que fui teniendo del acto de mirar. Primero de una forma muy lúdica, de jugar con la cámara e imitar el lenguaje de los periodistas que se acercaban por primera vez a Río Tercero, una ciudad chiquita, del interior del interior. En la película traté de mostrar esa modificación. Por eso conté que después de la segunda explosión decidí no filmar más: si la primera había sido un hecho extraordinario para niños de una ciudad donde no pasaba casi nada, la segunda marcó que había una amenaza constante, que podía volver a ocurrir algo malo.
-¿Ahí surgió tu vocación periodística?
-Yo filmaba y grababa a los periodistas para intentar entender qué había pasado. De alguna forma, las preguntas que ellos hacían eran las mismas que yo quería hacer y no me salían. Esas preguntas me permitían bucear en lo que había sucedido, comprender lo que estaba pasando a nivel social. Fue un estallido de la vida tranquila que venía teniendo, y de alguna forma empecé a preguntarme sobre el menemismo, porque hasta entonces para mi Menem era un personaje más de la farándula.
-Recién mencionabas que no querías que fuera un documental autorreferencial, y en una entrevista hablaste de una "auto etnografía".
-Es que, en verdad, hablo sobre lo que sucedió en una comunidad, porque las experiencias de todos son bastante similares a la mía. De alguna forma, cuando hablaba de mi familia también hablaba de mi ciudad. Yo sabía que para introducirme a un tema enorme tenía que hacerlo con un personaje. Después, sí, mechar distintas voces, pero tenía que haber alguien que lleve el relato. Es una estrategia discursiva que viene de la literatura y permite que quien está leyendo, o mirando, se sienta más inmerso. Si no hay una forma de ingreso, lo coral se vuelve abrumador. Terminó siendo mi historia porque encontré ese material que, cuando lo mostraba, nadie lo podía creer. Si ese material hubiera sido de otra persona y me daba permiso, lo hubiera usado igual, porque sentía que pedía pista por sí solo.
-Esquirlas va corriéndose de lo personal para volverse un documental abiertamente periodístico, casi de denuncia. ¿Cómo trabajaste esa estructura?
-Lo primero tenía que ver con lo que había sucedido, como una "Historia" con mayúsculas con personajes como Menem, el juez, el operario, la querellante. Pero, en verdad, el trabajo fue al revés: ver cómo mi historia personal ayudaba a coser esas partes, cómo iba hilando esa historia social. La estrategia fue que los distintos archivos, ya sean públicos o privados, fueran mezclándose y que los límites fueran difusos. De los archivos fílmicos elegí partes que tuvieran algunos errores. Por ejemplo, tenía varias tomas de la conferencia de Menem y Ramón Mestre, que en ese entonces era gobernador por el radicalismo, pero me quedé con una en la que una mano se cruza delante de la cámara. Es una desprolijidad que probamente los medios iban a obviar, pero la recuperé para que todos los registros estuvieran cerca de la estética que buscaba.
-La idea de tomar una microhistoria para construir una historia mayor que condiciona el comportamiento en la esfera personal recuerda a El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi. No parece casual que ella haya formado parte del equipo creativo de Esquirlas.
-Agustina apareció hacia el final del proyecto porque estábamos muy saturadas y ya no podíamos ver el material. Vio un corte y nos hizo una devolución muy buena, sobre todo para mejorar la voz en off, que al principio era muy pretenciosa y de denuncia, dicha desde un lugar más de periodista y tratando de marcar varias verdades. Ella me dijo que dejara que las conclusiones las saquen los espectadores. A partir de ahí, mi voz fue una especie de nexo que me permitió ayudar a contar cómo un universo chiquito estallaba.
-Si bien el documental busca respuestas, deja interrogantes sobre el presente, sobre todo en lo referido a las plantas químicas, dos de las principales fuentes laborales de la zona. En uno de los videos se ve a tu papá planteando el dilema de cómo controlar a empresas que, si se van, dejan a una parte importante de la ciudad sin trabajo. Por lo que contás en la película, todavía no hay solución a ese tema.
-Para nada. El polo industrial, además de la fábrica militar, está conformado por Atanor y Petroquímica, y es muy importante para el desarrollo de la ciudad. De hecho, Río Tercero crece alrededor de ese lugar. Fue muy traumático que los mismos proyectiles que hacíamos volvieran en contra. Es una imagen que te hace pensar en un montón de cosas: ¿qué está pasando ahí? ¿Qué se está produciendo? Intenté entrar, pero no me lo permitieron. Sí hablé con un subdirector que me pasó la única documentación que hay sobre la producción. La preocupación es que no hay participación ciudadana, ningún informe de impacto socioambiental de fábricas importantes pero que a su vez son causantes de un montón de enfermedades.
-Parte del material hogareño que usás no lo registraste vos, sino algunos vecinos. ¿Cómo fue esa búsqueda? Podría pensarse que para muchos no debe ser fácil hablar o recordar ese tema.
-Empecé a hacer el documental cuando tenía mucho material recopilado. Desde el día de las explosiones me metí en el tema. Cuando estaba en el secundario organizaba marchas, me comunicaba con la querellante, con los abogados. Después, fue preguntarles si me dejaban ponerlo en el documental. No es que tuve que salir a buscar. Sí me costó elegir qué usar. Una de las razones de la elección del título es que tenía muchos clips chiquitos, muchos fragmentos de video que debía unir. Me parecía también una metáfora de los recuerdos, que son apenas una ráfaga.