La victoria contundente de Emmanuel Macron contiene menos novedad de lo que el nuevo presidente de Francia querría admitir. No se trata del primer adulto joven en llegar a un cargo tan importante en un país tan relevante (baste pensar en Bill Clinton o en Tony Blair, que al llegar al poder tenían una edad cercana a la de este nuevo líder del G7). No se trata de una plataforma de ruptura con el gobierno actual. En fin, su movimiento En Marche! no es mucho más que un reagrupamiento transversal de políticos profesionales.
Para una elección durante cuya primera vuelta quedó en evidencia la soledad política en medio de la cual expiraba el quinquenio de François Hollande, que su sucesor sea quien fue su ministro de Economía es una paradoja curiosa y es la evidencia más elocuente de la continuidad inesperada que encarna Macron.
Tampoco podemos pasar por alto cómo un énarque reemplaza en la presidencia a otro: la Escuela Nacional de Administración, una de las grandes escuelas terciarias de Francia, concebida para surtir de cuadros de dirección al estado vuelve a contar con uno de los suyos en el vértice de la nación, el cuarto de la V República, después de Valéry Giscard d’Estaing, Jacques Chirac y el presidente saliente.
Lo que en televisión aparece como frescura y novedad puede ser en realidad el fruto orgánico de un orden para el que las elecciones son el momento de plebiscitarse. Es cierto que la segunda vuelta entre Macron y Marine Le Pen es la primera de la que están ausentes los campos tradicionales de la política democrática francesa, pero es la segunda, después de 2002, en la que la política tradicional (esta vez con parte de esos dos campos fundidos en un candidato que intenta “promediarlos”) y con ella su élite, se plebiscitan frente al desafío antisistema, primero, del fascismo crudo de Jean-Marie Le Pen y, esta vez, de la versión bajas calorías de lo mismo dirigida por la hija de aquel. En el caso de Chirac, el plebiscito no sólo fue contundente (más del 80% de los votos), sino que la elección indicó una clara dirección de centroderecha para el futuro gobierno, sin el embrollo de la cohabitación esquizofrénica Mitterrand-Chirac o Chirac-Jospin. Esta vez, con Macron, figura principal de un movimiento embrionario que tanto podrá consolidarse como sufrir su primer derrota en las elecciones parlamentarias de junio, recibe un mandato más débil dada la caída de la participación electoral, la casi duplicación de los votos del Frente Nacional respecto de 2002 y la naturaleza híbrida de su mensaje ideológico.
La elección de Macron, en fin, es una reivindicación tardía de Dominique Strauss-Kahn, el referente socialista que se encaminaba a una coronación en primera vuelta en 2012 hasta que se descalificó a sí mismo con un intento de violación de una mucama de un hotel de Nueva York. En un curioso juego de espejos, así como el libertino socialista que todos conocían y ansiaban votar en el turno anterior quedó fuera de carrera por un crimen intolerable, esta vez fue François Fillon, el mojigato abanderado del conservadorismo católico, el que se autoeliminó cuando emergió a la luz su ejercicio del nepotismo y su enriquecimiento a costa de los contribuyentes. El camino que se le cerró en 2012 al primer exponente realmente popular de la corriente social-liberal del Partido Socialista, se le despejó en 2017 a su hijo putativo, que tuvo que abandonar un Partido Socialista (averiado por la adopción de las tesis social-liberales como doctrina de gobierno) para poder lanzarse al ruedo.
Tal como lo supo prontamente Hollande en 2012, los dados de la fortuna pueden mostrar el día de la elección sus caras ideales, pero no se puede esperar que caigan del lado correcto cada día de gobierno. El presidente saliente nunca superó su condición de presidente par défaut, de hombre que llegó al Elíseo en lugar de otro, de alguien que se benefició no sólo del derrape del corredor más veloz, sino de correr contra un predecesor que había federado todos los odios de Francia en contra de sí. Desprovisto de carisma y de anclaje sólido en ninguna de las corrientes ideológicas del partido, navegó en el mar de las contradicciones entre éstas y las lanzó unas contra otras, sumando al fracaso de su zigzagueo en la gestión la detonación implosiva del partido que el genio de François Mitterrand unificara en 1971.
Macron tuvo la suerte de que el mezquino primer ministro que le tocó en desgracia cuando Hollande lo sumó al gabinete fuera Manuel Valls. El representante impenitente de la derecha del PS se encargó de echarlo del gobierno, impidiendo que compitiera contra él en las primarias. Forzado a improvisar una balsa política que miraba más hacia las elecciones de 2022 que a las de este año, Macron se halló de pronto a distancia óptima de la inminente implosión del PS. Justicia quiso que Valls perdiera igual las primarias del partido gobernante. La corrupción de Fillon completó el alineamiento de los planetas.
No abonamos aquí a la idea de que estemos frente a un presidente por casualidad: todo en la biografía de Macron lo preparó para la responsabilidad que está a punto de asumir. Todo en su carta de navegación lo orientaba, aunque tal vez más tarde, al Palacio del Elíseo. Francia y sus instituciones lo acogieron para prepararlo junto a otro puñado de sus mejores y más brillantes. Sorteó con destreza obstáculos y se encaramó a las oportunidades. Macron tiene en sus manos la presidencia, un partido de gobierno por construir y una mayoría parlamentaria por ganar. Nada indica que no vaya a lograrlo, pero nada indica que todo vaya a resultar tan fácil como lo fue hasta ahora.
* El autor es coordinador Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas.