Lejos del perfil dado por cierto malditismo, Carlos Correas (Buenos Aires, 1931-2000) era un metafísico. Vinculado con el subgrupo de existencialistas dentro de la revista Contorno, en donde comparte nómina con Juan José Sebreli y Oscar Masotta, marcado a fuego por uno de los casos más polémicos de censura literaria que han tenido lugar en nuestro país, Correas lleva en gran medida una vida al margen que parece no destacarse hasta, por lo menos, comienzos de las década del 80, cuando vuelve a publicar. Ese “silencio” no es el cese de una actividad intelectual: sigue vinculado al mundo académico, y gran parte de los textos reunidos en Todas las noches escribo algo, fruto del trabajo de Jorge Quiroga y Federico Barea, si bien fechados en su mayoría luego de los 80, son en alguna medida el resultado de esa larga cavilación que siguió en alguna medida el mandato de Epicuro: “vive oculto”.
En el libro aparecido por el sello Mansalva, lo que se tiene es un recorrido completo del arco intelectual que Correas dibujaba con cada aparición. Intervenciones fragmentarias, claro, ya que su prosa parecía aprovecharse de los prólogos y los artículos para, con un trabajo de condensación impecable, erudito pero no atiborrado de referencias, sugerir e indicar antes que decir. Técnica microscópica que comparte con Borges, inevitablemente, sin por eso rendirle pleitesía: la manera de construir la frase, cierto modo de la moral “puertas adentro”, podrían equipararlo a Jorge Luis, pero las temáticas que aborda, los modos en los que puede desarmar una frase al hacer entrar el lenguaje “plebeyo” (algo que siempre ha regresado en sus trabajos, incluso, los más “serios”) de una manera diferente a la de “Hombre de la esquina rosada”, por caso, y sus modos de identificación con lo popular lo separan de la estética Sur o La Nación que mal o bien identificaban a otros autores de su generación. O terminaron identificando luego, como sucedió con el periplo intelectual de uno de sus amigos existencialistas, Sebreli.
¿Es un mérito poder “hablar de todo”? Depende, porque se corre el riesgo de perder la especificidad y convertirse en un “opinólogo” que tiene algo para decir de cualquier cosa. Correas parece hacer eso, sin embargo, escapa de la trampa por redireccionar sus observaciones al campo metafísico, en donde cada situación puntual habilita a leer la tensión entre idea o forma y cuerpo. Lección aprendida del existencialismo sartreano, ya lo dijimos, que, junto a la flânerie por la calle Corrientes y la práctica de una homosexualidad llevada al punto de ética intelectual, no se negaba nada, no le hacía asco a ningún tema, y podía encontrar en la situación más banal algo interesante para realizar dos cosas: invitar a la reflexión y escandalizar. Quizás, ese supuesto lugar de escritor maldito habría que pensarlo con el mismo título con el que entendió el lugar de Masotta en la intelectualidad argentina: una “operación” que, a fin de cuentas, se aprovecha del margen como topos, como lugar y como tópica, para impulsar un modo de vivir y de pensar.
KANT CON KAFKA
Dos nombres aparecen con insistencia a lo largo de las páginas de este libro. El primero es el de Kafka. El segundo es el de Kant. Si bien están Sartre, Marx, Perón, Kierkegaard, el escritor checo y el filósofo alemán comparten un lugar preferencial que habilita un cruce, en algún punto, un posible modo de combinación. De este último, observa Correas que de su biografía se saca un dato por demás interesante que debería ser puesto bajo la lupa: el hecho de que Kafka defendió su soltería, esa no vinculación estricta con ninguna mujer o su modo de postergar y luego cancelar diversos compromisos. Como señala el estudio preliminar a La metamorfosis (escrito para una edición del año 2000), lo que se observa en primer plano en la obra del autor son dos temas: la familia y el trabajo. La “escritura comunitaria” de Kafka abre la insistencia en el enigma de las relaciones entre personas y la defensa de un modo de vida sin compromisos estables que habilite un vínculo más perfecto y cerrado con la literatura. La “vida abyecta” de Kafka sólo puede justificarse si está la posibilidad de escribirla, de dar cuenta de sí literariamente, y, a su vez, la literatura tiene que ser un movimiento para poder llevar el mundo empírico a un nuevo lugar, elevándolo, como anota Correas que escribe Kafka, “a lo puro, lo verdadero, lo inmutable”.
La literatura “metamorfosea” la realidad cotidiana en algo que se aproxima a lo ideal, sin por eso perder su enclave en el mundo, su cuerpo. No hay allí oposición, sino pasaje: el cuerpo es el modo en el que el alma está en el mundo, no una herramienta al servicio del alma, dirá en otros artículos. Por eso, el dato que parece no tener lugar de manera preminente en la recuperación crítica contemporánea de Kafka y que Correas remarca es su lugar en los burdeles, su vínculo con las prostitutas. Habría que leer ese dato biográfico como parte de una entrega a la literatura que suspende la articulación institucional del matrimonio para realizar este proyecto de elevación: la “mujer bella”, deseada, aparece como tema en su obra junto con la sombra del padre. Para poder transformar esos elementos es que se escribe, en el caso de lo primero, una larga correspondencia, con Milena o con Felice, compuesta básicamente de aplazamientos. En el caso de lo segundo, la “Carta al padre”. En ambas operaciones, lo que hay es un esfuerzo por transformar la fascinación o la angustia en texto, como parte de la construcción del mundo bello que nos libera de esas pasiones cotidianas.
En lo que corresponde a Kant, Correas parece encontrar un filósofo que establece los problemas centrales que luego pueden ser leídos bajo una lupa más contemporánea, o sea, bajo una reflexión marcada por el tantas veces citado existencialismo. Y no es que diga que es un antecedente ni mucho menos, sino que vuelve a Kant para encontrar un camino que habilite esta reflexión metafísica entendida como la tensión entre realidad y representación. El camino de Kant criticando a Swedenborg en Sueños de un visionario, aclarados por los sueños de la metafísica (1766) habilita no sólo la propuesta del idealismo místico, sino también el trayecto del “idealismo soñador”, que hace el camino inverso de Kafka: “convierte meras representaciones en cosas reales”. En Kant hay un “sueño de la metafísica” que permite ver la representación, lo ideal, en su entrada en el mundo real. Podría decirse, un modo de encarnación de lo ideal. Pero, siguiendo el mismo razonamiento, podría entenderse el lugar particular que tiene el cuerpo para Correas en ese tándem entre carne y espíritu: “La relación del alma con el cuerpo es una relación de ser; el alma es el cuerpo, pues el ser humano es su propia individuación, y el lugar que ocupa el alma en este mundo se debe a que ella está en esa determinada relación con el cuerpo”.
La “operación K”, entonces: Kafka y Kant aparecen como nombres de dos movimientos que no pueden ser pensados como opuestos, sino como complementarios, en la medida en que son los extremos de un vaivén que Kant encuentra en Swedenborg y que Kafka habilita en su literatura y en sus visitas a los “piringundines”. Y también es un modo de entender al propio Correas: lo cotidiano y chabacano, el lumpenaje y lo bajo, pueden ser modos puntuales de materialización del espíritu y “situaciones” de un alma que se expresa. El alma es, para Correas, esa instancia formal que contiene lo corporal y evita su disgregación, al mismo tiempo que el cuerpo es el modo de que el alma habite el mundo. Como parece que fueron todos los vínculos de Correas, alma y cuerpo están en tensión, pero juntos.
LA LEY Y EL MARGEN
Correas conoce a Sebreli y, vía Sebreli, a Masotta y a los jóvenes de Contorno. Su participación en la revista es escasa, pero Correas entiende que formó en ese momento una suerte de militancia intelectual que iba de la mano con el deambular de noche, el entrar y salir de la Facultad de Filosofía y Letras, y el de abrazar esa idea de Mal como ascesis que está en San Genet, comediante y mártir de Sartre. Mal, claro, entendido como forma de corroer la moral burguesa, de disolverla, de escandalizarla: la santidad ascética del mal, una suerte de credo que adoptó para ese largo silencio en términos de publicaciones que va de 1960 hasta Kafka y su padre (1983), Los reportajes de Félix Chaneton (1984) y, un poco más adelante en el tiempo, su libro más celebrado: Operación Masotta: cuando la muerte también fracasa (1991). Hay un largo proceso de redescubrimiento de Correas que tiene hitos bastante recientes, como la salida del documental de Emiliano Jelicié y Pablo Kapplenbach Ante la ley (2012), o la antología de la revista Centro aparecida por el sello de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en donde se encuentra reeditado el cuento que lo llevó a la justicia por publicar material pornográfico, además de la aparición, también por Mansalva, del libro Los jóvenes. Aquella condena que pesó sobre su vida intelectual al escribir un cuento donde se narra el levante de un muchacho y el encuentro amoroso en el límite entre Capital y Provincia es una cicatriz dentro de su biografía, sin dudas. Correas, en ese tiempo que va desde “La narración de la historia” hasta sus libros en los 80, abandonó la homosexualidad (así lo dice), se metió de lleno a terminar la carrera, se ubicó como profesor tanto en la UBA como en la Universidad Kennedy y terminó, en el 2000, suicidándose. Pero habría que hacer el esfuerzo para pensar la obra de Correas más allá de esa marca: su literatura no tiene que ver con la ley, sino con los encuentros, los vínculos, la tensión entre lo bajo y lo alto, pero al margen de una ley que apenas se menciona, a lo sumo, que se desafía implícitamente. El Correas metafísico y, por eso, desafiante, es más interesante que el maldito y condenado, y eso parece ser lo que hace convivir trabajos tan diversos en Todas las noches escribo algo. Hay que inventar un nuevo Correas, así como Kafka escribió sobre su padre para salir de su órbita. Escribir sobre Correas para salir de él y volverlo a encontrar: un sueño metafísico o místico, pero, a la larga, sueño, deseo, todavía pendiente de realización.
> Algunos fragmentos de Todas las noches escribo algo
EL PADRE Y EL SOBRINO
El doctor Mariano Grondona es mi padre y Mario Pergolini es mi sobrino. Este lazo de parentesco no es biológico; es más fuerte; es de instinto y doctrina. Nació en la televisión y cursó entre soledades y ventosidades, entre heces y orinas. La televisión me generó y me nutrió, no sin estrambotismo, pero así me destinó la era; he vivido mil eras, pero ahora yo mismo soy esta. Con un padre biológico muerto en mi adolescencia y sin haber tenido yo sobrinos, ¿cómo no habría de ser yo necesariamente impiadoso e ingrato y dirigir mi reverencia hacia esa unidad tan natural y entrañable que me donan Mariano Grondona y Mario Pergolini, mis justos adoptivos familiares en el espíritu?
Una señora vecina y amiga me dijo inicialmente, entre admirativa y alarmada, acerca de Mario y otros análogos: “Mírenlos. Se nota que necesitan mucho afecto. Es tremendo. Se cagan en todo”. Con mi mucho afecto ya contaban, pero el “cagarse en todo” me inquietó, me contrajo y me tensó. ¿Acaso se convertirían en elementos radicalizados? ¿Acaso el “cagarse en todo” se había vuelto lucrativo? ¿Se cagarían asimismo en el dinero, en la propiedad privada, en el orden público, en la Constitución nacional, en la seguridad del Estado, en la justicia, en la probidad, en el bien común, en el estado de derecho, en el señorío, en las familias argentinas y hasta en la prohibición del incesto? ¡No, no perdamos la esperanza de que no!
Marito funda y refleja el lenguaje rústico oral, de pueblo; se aplebeya y vindica vulgaridad. Por tanto, influye en mí cuando me refiero a mi padre espiritual Grondona, a este mi viejo. Como Dios, Grondona está en todas partes; lloro sobre el papel por este mi viejo astuto y congregante. Los ancestros, lo “nuestro” y el “nosotros”, la gente, la calle, la pendejada, la familia: son entidades; pertenecen, en su origen, a lo que se llama metafísica. Con Grondona y Marito la metafísica ha entrado consumadamente en la televisión argentina. El doctor Mariano Grondona y Mario Pergolini: ¡OH DECHADOS!
(Fragmento de "Mariano Grondona y Mario Pergolini son familia", en Revista La Letra, 1993)
SER ANTI ANTIPERONISTA
Lo nuestro no era un peronismo de militancia partidaria, en absoluto. Nunca fuimos a ofrecer nuestros servicios como intelectuales a ninguna Unidad Básica. Nunca ocupamos ningún cargo oficial tampoco. Era como una especie de inclinación afectiva, en cierto modo, y de acuerdo con ciertas políticas instrumentadas por el peronismo que se concretaban en los hechos, ¿no? Tal vez, más que peronistas, una expresión que yo he hecho: éramos anti-antiperonistas. Es decir, vivíamos rodeados de antiperonistas, por cuestión de clase. Incluso empezando por la familia; mi padre y mi madre eran antiperonistas furiosos. Y con matices de racismo, incluso. Y después, otro entorno, más allá de ese círculo inmediato, los intelectuales, digamos. Bueno: los Viñas eran antiperonistas. Nos despertaba mucha simpatía Eva Perón. Así que ese fue nuestro anti-antiperonismo.
(Fragmento de "Filosofía en la intimidad", entrevista colectiva en El Ojo Mocho, 1996)
CONTORNO ÍNTIMO
Con mi cuento “La narración de la historia” aparecido en la revista Centro en diciembre de 1959 hubo más de un escándalo. Era un cuento con tópico y hechos homosexuales. Primero un escándalo doméstico, por ejemplo que Germán Rozenmacher, en la época compañero de estudios, me dijera que él y un grupo de amigos encontraban aceptable mi cuento, excepto el que dos tipos se besaran en la boca. Segundo, el escándalo judicial, el proceso, la condena por “publicaciones obscenas”, el secuestro y prohibición de Centro. El cuento me valió asimismo el editorial “Confusión y extravío” del diario La Nación del 17/5/1960, que decía que mi cuento, no por estar escrito podía considerarse dentro de la literatura, ya que caía más bien en el campo de lo patológico. Me alcanzaba uno de los tantos ecos de la altísima moralidad y del sano poder de policía doctrinaria desde los que habla La Nación. Yo quedé debidamente, ya que no excesivamente, reprimido.
A la revista Contorno llegué por intermedio de Juan José Sebreli. Mi participación escrita fue muy escasa: un cuento con tópico también homosexual y una crítica a El juez de H. A. Murena, y mi participación programática fue nula o del todo periférica. Contorno para mí fue una experiencia íntima; he aquí la experiencia: el hallazgo de nuevas relaciones humanas. Con Sebreli éramos compinches tunantes de tiempo atrás. Y David Viñas, con su, en mi caso, entrega masiva, adherente, me brindó, creo que el primero de mi vida, respeto, en una época en que yo me sentía respetable y en que tal vez no lo era. He aquí otra experiencia, una de mí mismo: yo era indiscriminadamente ignorante, rabioso, callejero, y aspiraba, sin mucha buena suerte, a la desolación, a la promiscuidad, al clandestinaje, a la fortísima desenvoltura de la perversidad. Era naturalmente patético, lo que me ponía más rabioso todavía. Y con Oscar Masotta descubrí la pura amistad. No nos preocupábamos tanto del contenido de nuestra obra futura, sino del éxito literario y de nuestra futura manera de ser. Sebreli, Masotta y yo formábamos un grupo aparte. Éramos tres primitivos indefinidos, vivíamos en círculos viciosos, y con la ambición de ser firmemente agraviantes y depredadores. Teníamos 22 años. Oscar Masotta decía: “Si no podemos producir obras que sean ‘hitos fundamentales’, entonces como última salida para ser famosos escribamos una novela pornográfica y sanseacabó”. Y también: “Debemos fijarnos un plazo. Este será nuestro proyecto cultural: a los cuarenta años ya tenemos que haber llegado a ser inteligentísimos, bellísimos, cancherísimos y crudelísimos”. Yo agregaba: “Y putísimos”, Oscar reía.
(De la entrevista de Jorge Quiroga en la revista El juguete rabioso, 1985).