Siempre es bueno saber algo de yoga o tener nociones básicas de las ventajas de la meditación para poder utilizar tales disciplinas durante la espera de las líneas del transporte urbano. Cada vez que veo pasar por la parada un interno colmado de pasajeros haciendo caso omiso a las señales desesperadas de los potenciales viajeros desde el asfalto, me acuerdo, indefectiblemente del Piojo Ferrari.

Habitaba uno de los últimos conventillos del barrio Echesortu, entendió desde un principio que su grupo familiar estaba enquistado en un territorio equivocado, en donde la clase media se derretía en apariencias entalcadas con fuerte olor a colonia, rito vespertino previo a largas caminatas por calle Mendoza, un viaje de ida y vuelta.

Nunca renegó de su bolsillo flaco, más bien lo utilizó como estímulo para análisis genuinos de todo lo que lo rodeaba. Desde su casilla en donde dormía con su madre, dos hermanos y sus tres gatos, sostenía que lo bueno era que los pobres no le tenían miedo a la pobreza, más bien le tenían bronca, combustible necesario para poder modificarla.

Poseedor de un don para encontrar lo bueno en el interior de un pajar de males, lejos de poder ser dueño de un número cinco, opinaba entonces, que al buen jugador lo pasaban a buscar, se compadecía a su vez de quien llegaba al campito vestido para la ocasión, con una pelota flamante debajo del brazo, dicho sujeto nunca iba a saber si se alegraban por su presencia o por la redonda, en cambio a él siempre lo elegían primero en el pan y queso. También era un crítico de los álbumes de figuritas que no tenía, diciendo que nunca era bueno completar nada en la vida, que se perdía la magia al pegar la última estampa sobre el papel.

De la barra fue el primero que empezó a trabajar, lo hizo como repositor en el supermercado La Porteña, campo propicio para sus reflexiones impertinentes, aclaraba que sólo acomodaba latas, no personas, para contar después que, en una oportunidad, mientras completaba con botellas de aceite una góndola, escuchó a dos vecinas alabar a una tercera, "la de Ramos sí que tuvo suerte en la vida, pudo acomodar a todos sus hijos, a las dos nenas las casó bien casadas y al hijo varón lo hizo entrar en la EPE, como el abuelo". En este caso, opinó que los de abajo, si bien hacían a golpes su propio destino, al menos, se libraban de agradecer o culpar a nadie.

Muchos lo trataban de mentiroso, fabulador, chanta, por mi parte lo admiré siempre y él lo sabía, de lo contrario no me hubiera confesado los maestros que le habían enseñado a analizar la realidad. “Aprendí de los gatos, ¿no viste cómo nos miran? Ellos son portadores de una inteligencia superior, de una imaginación sin límites que los habilita a la seducción permanente. ¿Sabés la lástima que nos deben tener?".

Fue en el boliche de Calicho, un 30 de octubre, adonde dio a conocer su tesis, imposible olvidarme del día en que voté por primera vez. Ante el nerviosismo general de los primeros cómputos, mi amigo se mostró tranquilo, haciendo equilibrio sobre las dos patas traseras de su silla de madera, levantó un vaso lleno de cerveza, solicitó un brindis de todos los parroquianos por el final de la dictadura, aseguró que la democracia era una idea griega, el colectivo, un invento argentino y la cultura, un bien universal.

Le deseó después, a don Raúl, que pudiera vencer desde la cultura el mal nacional que nos aquejaba a todos: "La maldición del bondi lleno". Luego de un rato y al cabo de varios pedidos, explicó con simpleza su pensamiento, con una base científica basada en la observación. Sostuvo que el mismo sujeto que protesta en las esquinas por falta de unidades y frecuencias, al subirse a un interno no sólo lucha por todos los medios posibles para lograr un asiento individual, hacerse el dormido o leer un diario con el fin de perpetuarse en dicho sitio, también le pide al conductor que no detenga su marcha ante la amenaza de la inclusión de nuevos competidores que amenacen su privilegiada situación. La incapacidad de caminar con los zapatos del otro se llama falta de cultura política, enunció, asegurando que dicho malestar sólo se podía curar ampliando conciencias.

Cada vez que veo venir un 107 por el lado izquierdo de la avenida, haciendo señales de luces en las esquinas, con la velocidad propia de un tren expreso, siento que detrás de los lentes oscuros del conductor está la mirada cómplice del Piojo, recordándome, "te dije que era a largo plazo, Flaco, es cultural el asunto".

En mi último naufragio de la hora pico, sólo una de las víctimas lucía brillante. Desde los brazos de su madre, una niña de ojos tan negros como sus rulos, señaló el cielo, despreocupada diciendo, "esa nube se parece a un gato”. Inmediatamente miré hacia arriba, a pesar de mi gran esfuerzo, sólo pude ver lo pronosticado en la radio durante toda la mañana, un frente de tormenta proveniente del sur, un alerta meteorológica con probabilidad de granizo. Decidí buscar ayuda en la pequeña artista, pero no quise interrumpir su fluido diálogo con lo que para mí sólo eran dos objetos inanimados, un sorbete y un vaso plástico.

Aquella jornada regresé en un taxi, ropa tendida y ventanas abiertas requerían mi presencia en el lugar antes del aguacero. Al llegar, encontré a mis dos perros ladrándole nerviosos a una pequeña caja de cartón que manos anónimas habían dejado sobre el umbral de mi casa con una vida en su interior, un gatito al que no dudé en adoptar. Ninguna convivencia es fácil, tampoco imposible. Tal vez, con el tiempo, Nube me devuelva un poco la imaginación perdida, sustancia fundamental para poder volver a ver, entre otras cosas, cuadros pintados por el viento en un cielo negro.

[email protected]