Hago listas para recordar. Un mantra mientras recupero las emociones de aquella experiencia. Cuenca de la Matanza. Avellaneda. El humo de las chimeneas. Vertidos industriales. Metales pesados. Naturaleza brotando a pesar de todo bajo el puente Pueyrredón. El vaho de la quema en las curtiembres. El reflejo verdoso del aceite sobre el agua. Maderas con moho. Postes de luz fuera de eje. Cables. Partes de barcos semi hundidos. Óxido. Médanos de arena pecosa dragada del arroyo. Los grises.
Corre 1990 cuando registro aquel paisaje que ya no voy a olvidar. Estamos con Leni. Hablamos sobre Stalker, de Andrei Tarkovski. Cursamos el primer año de la carrera de fotografía en la EDAF, la Escuela de Arte Fotográfico de Avellaneda. Nos divertimos charlando sobre la película; ella trata de sintetizar el cuentito: la historia de unos chabones que tienen que atravesar una Zona para llegar a una habitación en la que aparentemente se cumplen sus deseos más sombríos. Una extraña sucesión de escenas encadenadas, un stalker que lleva gente a la zona, le hace de guía a un escritor y a un científico, su mujer le recrimina haber arruinado su vida y la de su hija pero le tiene un amor incondicional.
Mi relato es más difuso: la vi y quede entre dormida, perdida en el clima sonoro, en las imágenes. Rebobinaba cada tanto el VHS para ver otra vez lo que había en cada plano, o como se movía la cámara, como si se corriera una cortina imaginaria, mostrando los objetos hundidos en el agua. Hoy creo que estaba hipnotizada por el misterio que me proponía ese cine. Estuve varios días viendo pedacitos, todo tenía conexión.
Stalker se nos cruzaba en esas excursiones al riachuelo. Tomábamos su jerga. No decíamos recorrer el lugar, decíamos patrullar la zona. Cada una con su bolso cargado; en el mío la Canon A1, dos lentes un 80–200 y el sigma de 24 mm, varios rollos 125 Ilford 400 y T-max 3200. Y la más dura de todas colgando del cuello: la amada Pentax K1000 que no le temía a las vigas de cemento con las que chocaba cada tanto.
Camel en el bolsillo y camperita de cuero negra. Siempre algún perro calleja alrededor. Lugares melancólicos, olvidados. Donde no abunda la vigilancia policial ni el buen alumbrado pero si los reflejos. Ahí en los márgenes cercanos a las columnas del puente, sobre el espejo oscuro del agua. Las dos orillas del riachuelo que une un botero desconocido, y el miedo de subir al bote precario, de atravesar ese misterio de agua espesa y negra. Miedo y deseo a la vez.
También aquí se enlazaba Stalker con esa aventura nuestra, ese deseo por descubrir en la textura expresiva de lo abandonado todo lo que su ficción había sembrado. Volvimos varias veces a la zona, a volar por el imaginario que nos proponía. La reconstrucción del film que hacíamos allí reinventaba nuestra manera de mirar el lugar.
Los años de la EDAF pasaron y empecé Artes Combinadas en Puan. Otra vez, en los VHS de la videoteca de la facu, o Liberarte, vuelve Stalker. Ahora, con bibliografía académica girando alrededor aparecen datos desconocidos: Picnic al borde del camino, de los hermanos Arkady y Boris Strugatsky, la novela de ciencia ficción de la que parte Tarkovski; materiales curiosos: primeras imágenes de los hermanos al escribir esa novela: “Un mono con una lata de conserva en las manos”. Y datos sobre por qué Andrei la elige para hacer su película pero le mete mano sin piedad al género. Cómo toma solo esa ciencia ficción como punto de partida para llevarnos a otro lugar. Renuevo mi amor por ella y la veo como si alguien me hablara solo a mí. Y entre otras cosas me cuelgo en descomponer los escenarios naturales de sus escenografías. Me agarra esta vez un chape analítico.
Pasan más años todavía. En 2012 mientras me recupero de una operación de vesícula, saco de la videoteca El Gatopardo de la calle Piedras toda la filmografía de Andrei otra vez. Ahora en DVD. Vaya a saber por qué convaleciente elijo Tarkovski y me regodeo otra vez con Stalker. Ahora con Google al lado y pausando sin parar para buscar notas, datos, otras miradas en You Tube. Me pego el viaje místico y existencial que me debía.
Para cerrar: hace cuatro años otra operación menor me cuelga una semana en cama y está vez rompo la norma pero no el hechizo. Retomo su libro Esculpir en el tiempo, recupero los viejos subrayados: “El ser humano ignora una y otra vez lo humano y lo eterno, aunque tenga su destino en sus propias manos. Prefiere ir a la caza de ídolos engañosos, aunque al fin y al cabo, de todo aquello no quede más que esa partícula elemental con la que el hombre puede realmente contar en su vida: la capacidad de amar. Y esa partícula elemental puede ocupar en su alma una posición existencialmente definitiva, puede dar sentido a su existencia”
El recorrido que termino de escribir convierte a esta semana en un escenario raro. En el que recuerdo mi pasado. O lo sueño.
Una película atraviesa mi vida como un río. Como el riachuelo que parte a la ciudad y une a la vez dos partes distintas. El riachuelo entre una historia y mi historia.
Gabriela Aurora Fernández es diseñadora de escenografía y vestuario, y artista interdisciplinaria. Cursó estudios de Licenciatura en Artes en la UBA, fotografía en la escuela de cine de Avellaneda, pintura con Sergio Bazán, dramaturgia con Mauricio Kartún, estudios de teatro con Gastón Breyer, H. Calmet, R. Bartís y Rubén Szuchmacher. En 2021 fue premiada con el diploma al mérito como artista destacada de la última década por la fundación Konex. Recibió en varias ocasiones los premios Trinidad Guevara, teatro del mundo y Florencio Sanchez. Fue becaria de la fundación Antorchas, el FNA y el INT. Es docente en distintas casas de estudios UNA, UNSAM y UADER.