Es un domingo a la tarde, pleno invierno en la terraza calefaccionada del restaurante Aldo’s, en Palermo. Carlos “Patán” Vidal, vestido de jogging, zapatillas de básquet y su habitual look de gorra y anteojos negros, llega sobre el filo del horario junto a la cantante Paula Meijide. Unos días antes había muerto Willy Crook, su amigo entrañable. A él está dedicado el concierto, íntimo y melancólico, aunque al momento de las palabras Patán sólo se limita a aplaudir. “Nos dobla un dolor profundo, estamos acá por Willy”, dice Meijide, micrófono en mano. Ante un público discreto, separado por las medidas de distanciamiento social, el dúo de teclado y voz interpreta clásicos norteamericanos del blues y el jazz, brillando con elegante swing en una tarde soleada pero fría. Vidal, visiblemente somnoliento, no esconde la tristeza aunque sus dedos gruesos bailan con autonomía en el teclado bajo un groove encendido, el mismo que supo cautivar a Crook para convocarlo en sus Funky Torinos.

“Es un lujo tener una fecha, hoy casi no hay lugares para tocar”, suelta Patán entre bambalinas, con voz tímida y suave en su cuerpo de oso. Luego toma unos sorbos de un café con crema y dice que así es la vida, inexplicable, que la semana pasada había hablado con Willy, y que nadie lo puede creer, pero bueno, hay que seguir tocando, que ese es el mejor homenaje para él. “Tengo cadena perpetua con el alcohol”, susurra luego, cambiando levemente el humor, mientras el mozo le sirve una copa de vino a la cantante Paula Meijide. Escurridizo ante la prensa, de perfil bajo, Vidal es de esos músicos que prefieren el segundo plano, de los que se sienten cómodos fuera de escena. No es posible escuchar su música de sin dejar de mover el cuerpo. Lejos de ser una mera melodía de fondo para acompañar una conversación, su swing es contagioso y distinguido: suena a pop, a jazz, a rhythm and blues, a rock, a funk. Una suerte de factoría moderna que hechiza con su magia eléctrica, un sostén armónico de fuste, algo que lo convierte en uno de los músicos porteños más buscados, con colaboraciones frecuentes junto a Gillespie y Luis Salinas.

El guitarrista Juan Miguel Valentino es otro de sus compañeros de ruta. Recuerda la vez que los invitaron a tocar a un salón en el microcentro porteño, donde todo era de una prolijidad minuciosa. A falta de diez minutos para el show, Patán confesó un problema: se había olvidado un cable para un teclado. Preocupado, propuso ir a buscarlo a su casa en Lanús. “Me tomo el colectivo y vuelvo enseguida”, les dijo. Todos rieron de inmediato. “Nunca sabés si te habla en serio o en broma”, agrega Valentino. “Es de los mejores pianistas de Argentina, un hombre sabio y de una pasmosa tranquilidad. A la hora de pensar fechas, yo soy el ansioso, y él siempre repite su frase proverbial: ‘no se sabe’. Y después te convence con que hay que esperar que las oportunidades lleguen, y cuando llegan, agarrarlas”.

AL COLÓN, AL COLÓN

Maestro en la interpretación de la música popular norteamericana, Patán está en una de las etapas más singulares de su carrera. Más allá de ser un buen acompañante de cantantes y otros instrumentistas, el pianista dice que dejó la inhibición de lado y recién a sus casi 60 años se atrevió a sacar el primer disco como líder de su banda. Insomnia In The Loop, con producción artística de Daniel Melingo, incluye canciones clásicas de r&b, soul y jazz: hay temas de Marvin Gaye, Barry White, Curtis Mayfield, Thelonious Monk. Lo acompañan su esposa Luz González en voz, Gustavo Cámara en saxo y flauta, Baltasar Comotto en guitarra, Mauro Ceriello en bajo, Eloy Michelini en batería y el invitado James Suggs en trompeta. En sus versiones, nocturnas y evanescentes, los temas podrían formar parte de la serie The Deuce, que retrata el nacimiento del porno como negocio en la Nueva York contemporánea. “Lo que hacemos es una música cargada de imágenes. Siempre tuve el deseo de hacer un disco como si fuera una banda de sonido. Refleja nuestro espíritu medio soulero, pero también se nutre de la jam session”, puntualiza por teléfono, desde su casa en la zona de Recoleta.

Por si fuera poco, en las últimas semanas ha recibido una noticia que no tardó en definir como “revolucionaria”. Una noche única, de esas que se dan una sola vez en la vida, según sus propias palabras, anunciada para el 29 de noviembre como “el blues llega al Teatro Colón de la mano de dos referentes del género: Deborah Dixon & Patán Vidal”. Se trata de una gala solidaria de la Asociación Civil ALPI, donde lo recaudado se destinará a la compra de equipamiento y a la internación para personas con problemas de movilidad. “Ni en pedo me lo esperaba. Es la primera vez que se presenta una banda de blues como show central en el Colón, y estamos impresionados con Deborah, porque tocamos juntos desde 1997, casi 25 años girando por todo el país con distintas formaciones, pero nunca nos imaginamos una propuesta tan grosa como ésta. Además vamos a tocar con una banda de maestros invitados como el Bolsa González”, adelanta con un entusiasmo pueril que lo hace dejar atrás el largo paréntesis vivido en la pandemia. “Fue un desastre para todos, pero para los que nos dedicamos a lo artístico fue terrible. Como alguna vez dijo clarito Luis Alberto Spinetta: lo nuestro es decorativo, y los músicos casi fuimos los primeros en desaparecer cuando el virus se propagó”.

Durante la cuarentena dice que en su casa se sintió, literalmente, como un árbol. Al clausurarse los conciertos en vivo vivió con el dinero al día, en una suerte de pesadilla prolongada. “A mí me gusta juntarme a tocar con otros músicos, con quienes interactuar, o simplemente reunirme con amigos”, larga Patán, nacido en Lanús, donde de chico ya orejeaba los tangos y valses que su madre tocaba en el piano. Lo mandaron con una profesora de barrio pero no hubo caso. A los 12 le regalaron una batería Colombo y tocó en bandas de la zona sur con un nivel respetable. “Pero a los 19 volví al piano y me puse a sacar de oído todo lo que podía, hasta que el guitarrista Jorge Zírpolo me explicó el cifrado americano. Ahí me ubiqué mas donde estaba parado. El resto fue tocar con músicos y aprender de ellos todo lo que podía”. Lo primero que llamó su atención de adolescente fue la música de películas. En las series televisivas de los ’70, el soul estaba en total vigencia. Un día se metió en un cine a ver Woodstock, en una función de trasnoche. “Después de lo que vi en esa película ya no fui el mismo. Con el tiempo conocí a los Who, EL&P, Pink Floyd, Zeppelin, Purple, Yes y pasaron a ser mis superhéroes. Pasé del cómic de Batman y Superman a la Pelo y la Expreso imaginario. Y con Manal, Pappo, Pescado y Aquelarre se me partió la cabeza. También soy fanático de García y Spinetta desde siempre”.

Entre lo local y lo universal, tiempo después se fascinó con el jazz rock: Billy Cobham, Return To Forever y Weather Report. A los 20 empezó a leer algo de música. La esencia, sin embargo, estaba en otra parte. “Descubrí que todo lo que disfruto está en el blues y el gospel, que son los hermanos mayores del soul, del rock, del jazz, y de todas las ramificaciones que pueda haber”. Nunca imaginó que conocería su paraíso en carne propia. Hace unos años viajó por primera vez a la tierra prometida y aprovechó a mezclar su disco Insomnia in the Loop. De paso por Nueva York, donde conoció los míticos clubes de jazz Blue Note y Village Vanguard, luego visitó Chicago, la ciudad del blues y el gospel, gracias a la invitación del guitarrista Max V. Una mañana se atrevió a entrar en una iglesia. Escuchó un coro de gospel. “Fue un shock de adrenalina y excitación”, rememora con deleite.

CALLEJERO POR NATURALEZA

En el colegio secundario empezó a usar pelo largo. Eran los tiempos de la dictadura. Cuando los profesores pedían silencio solía reírse por lo bajo, y un compañero, Genaro Dirrauso, lo bautizó para siempre por ese sonido que era igual del perro Patán, del dibujo animado Los autos locos. A partir de allí el mundo del pianista se alimentó tanto por las series, las bandas sonoras y la estética kitsch como por la escucha apasionada de los discos, desde Keith Emerson, que “le partió la cabeza” cuando tenía 13 años, al piano blusero de Johnnie Johnson o por el de los referentes más cercanos: Juanjo Hermida, Mono Fontana y Guillermo Romero. 

“Todo lo que hago en la vida se relaciona con la música. Con Luz Gonzalez hace 13 años que tenemos un programa en FM Milenium, así que siempre estamos escuchando novedades y craneando ideas. La radio es un mundo increíble y tener un espacio donde pasar la música que te gusta es el sueño del pibe”. No tarda en presentar como un ídolo a Lalo Schifrin: define sus soundtracks como oro en polvo. “Creó la spy-music y abrió una puerta increíble”, resume. La memoria de Patán es prodigiosa. No puede sino volver a la escena fundacional de cómo un pibe del conurbano bonaerense, y por las mieles de la globalización cultural que lo hicieron devorar todo tipo de producto artístico Made in USA, se convirtió en uno de los animadores del under porteño. Casi sin salir de la Argentina, autodidacta y portador de una indómita curiosidad, Patán se consolidó como un músico de alta alcurnia, un soul man, con un dominio técnico de los teclados en su variedad rítmica y una destreza para la improvisación melódica, haciendo que su nombre corria de boca en boca en épocas de pizza con champagne.

“Los ’90 fueron una noche boreal que duró una década. Yo tocaba todos los jueves en el Samovar de Rasputin, de Napo, en donde todas las semanas se armaban zapadas increíbles y fui formando parte de las bandas de Alejandro Medina, Javier Martínez, Jorge Pinchevsky, Pajarito Zaguri, Pappo, el negro García López, y subían a tocar también los Memphis y los Mississippi”. En el Samovar se sentía jugando de local: le pagaban bien y tenía tragos gratis. Pero la celebración se fue eclipsando. “Menem armó su fiesta y nos invitó a todos. Lástima que nos engañó y nos hizo cómplices a todos porque todavía lo estamos pagando”, reflexiona con tono amargo.

Las veladas infinitas, el insomnio. En uno de esos convites había aparecido Willy Crook, que llegaba de España con un disco recién salido del horno: Big Bombo Mama. Dejó entonces el blues pesado y en Willy encontró otro groove, más soulero. “Me prendí en el acto porque aparte compartíamos el gusto por el trago y las sobremesas de tres días”, dice, riendo bajito. Por allí pasaron Valentino, Pablo Guadalupe, Fernando Samalea. Todo era posible de ser asimilado, desde un standard de jazz a un reggae de Bob Marley.

La bohemia hizo mella y mucho después se prolongó en toques en el Gran Bar Danzón y Las Cortaderas, reductos pequeños donde Patán continúa moviéndose como pez en el agua más que en escenarios deslumbrantes como el Luna Park, Obras y el estadio de Ferro, donde una vez llegó a ser soporte de David Bowie. Willy Crook sigue omnipresente. “Tocábamos de martes a domingo y nos convertimos en una banda callejera, durmiendo en casa de amigos, bares o coches. Luego empezamos a tocar en salas más grandes y se agrandó la banda con caños y percusión. Ser invitados para tocar antes de James Brown fue como una bendición. Compartimos tantas cosas que es como de la familia, tuvimos chispazos, momentos de hermandad total. Tengo la sensación de que en cualquier momento, cuando termine la pandemia, me lo voy a encontrar a Willy en algún bar. Y que todo esto es un mal sueño, otro síntoma del virus, como también me voy a encontrar a Gady Pampillon, Chino Sanz, Choco Fogo, Rinaldo Rafanelli, Rodolfo García, Bocón, Palo Pandolfo y tantos otros amigos”.

Hoy Patán trabaja como pianista estable de Juan Salinas, en un quinteto con Deborah Dixon y está por grabar un disco a dúo con Paula Meijide. Antes de despedirse por teléfono, en días alterados con la modorra a cuestas y una lucidez de palabras justas, enfatiza que no hay nada más feliz que haber sido convocado por músicos que admira; que los tiempos de gloria de Funky Torinos serán irrepetibles; que tocar con Pappo, además de tener a un genio al lado, fue sentir una clase de filosofía; que nunca le interesaron las estadísticas ni los datos de curriculum ni los tiempos comerciales de la grabación; y que en su aprendizaje desarrolló “radares sui generis a full todo el tiempo”, cuyo único maestro fue Adolfo Ábalos, curiosamente alguien fuera de su mundo, y de quien sintió un enorme apoyo espiritual y artístico. “Él tenia un método para músicos intuitivos, que a mí me abrió la cabeza y me quitó la inseguridad que tenía por no haber estudiado”.

–¿Qué rasgo, en definitiva, sentís que te define como músico?

–Soy callejero por naturaleza. Nunca tuve paz para estudiar. Así que con mis pocas cositas trato de darle forma honestamente a lo que toco. Siento una gratitud por el cariño de tantos colegas. Como decía Willy: “Nunca falta alguien que sobra”, pero por suerte pasa pocas veces.