Desde París
El “eterno rebelde” (Afganistán) volvió a repetir la historia y a validar una de las definiciones que han acompañado su trayectoria y su relación con las potencias, occidentales o no: La Tumba de los imperios. El plural “imperios” cabe perfectamente para este momento de la actualidad donde Estados Unidos aparece como el único malo de la película cuando, en realidad, detrás del derrocamiento del régimen de los talibanes consecutivo a los ataques del 11 de septiembre, no fue una sola potencia colonial sino varias las que integraron la coalición internacional que participó en una excursión militar que acabó en una farsa trágica. El ejército francés permaneció 13 años en Afganistán (2001-2014) como parte de la Fuerza Internacional de asistencia y seguridad (ISAF) al mando de la OTAN, la Alianza Atlántica. La OTAN, precisamente, fue incapaz de gestionar razonablemente el retiro de las fuerzas ocupantes y de respetar su propio credo (« in together, out together ») así como evaluar los disparates del aparato de seguridad afgano que la OTAN quiso capacitar a partir de 2015 mediante el programa Resolute Support con un costo de miles de millones de dólares. Los generales de la Alianza Atlántica siguieron creyendo que la idea que presidió las intervenciones militares estadounidenses en Medio Oriente era la carta perfecta. Después del 11 de Septiembre de 2001, la administración de George W. Bush concibió el proyecto de rediseñar los Estados agrupados bajo el concepto de Gran Medio Oriente (Greater Middle East Initiative (GMEI), Mundo Árabe, Afganistán, Irán, Israel, Pakistán y Turquía principalmente) con una estrategia neoconservadora rescatada de los años 60: el Nation-building (Construcción de una nación).
Para Washington, se trataba de restaurar la estructura de Estados fallidos, importar la democracia y transformar la sociedad civil, incluso si era necesario recurrir a la fuerza como ocurrió en Afganistán (2001), Irak (2003) y Libia (2011). Con una alfombra de bombas, en Afganistán, Siria o Irak Estados Unidos y sus aliados buscaron instaurar ese “Nation-building” como si un país fuese una pasta blanda moldeable según los objetivos definidos en las capitales occidentales. En 2021, Afganistán se convirtió en el cementerio del Nation-building y en la tumba del imperio militar constituido por la OTAN y sus integrantes. La tragedia se revalida en este Siglo XXI con los mismos naufragios que azotó en el Siglo XX a la Unión Soviética. Después de 10 años de ocupación, el Ejército Rojo se retiró de Afganistán en 1989, el mismo año en que cayó el Muro de Berlín y se derrumbó el bloque de los países del Este (Pacto de Varsovia firmado en 1955 y liderado por la URSS). Moscú dejó como herencia un millón de muertos y un país enfrentado entre los mismos grupos que habían combatido la presencia soviética. A su vez, la injerencia de Washington en esa guerra de ocupación alimentó el nacimiento del islamismo radical y el surgimiento y asentamiento posterior de los talibanes como fuerza interior contra el ocupante soviético.
Ya había, en el Siglo XIX, un precedente tan funesto como el de la invasión soviética. Las rivalidades en torno a la influencia regional entre Gran Bretaña y la Rusia de los zares animaron a los ingleses a intervenir en Afganistán tres veces: en la primera guerra anglo-afgana (1839-1841), en la segunda (1878-1880), y en la tercera (3 de mayo al tres de agosto de 1919). En la primera, Gran Bretaña pretendió sacar del poder al rey Dost Mohammed, sospechoso de colusión con Persia y con la Corona de San Petesburgo. En su lugar pusieron a una marioneta corrupta, el ex rey Shah Shuja Durrani. El monarca resultó tan impopular e ineficaz como los sucesivos gobiernos que los occidentales respaldaron en Kabul a partir de 2001 (Hamid Karzaï, 2001-2014, Ashraf Ghani, 2014-agosto de 2021). Apenas duró dos años. Los británicos emprendieron la retirada de Kabul en 1841 y allí sufrieron una de las peores derrotas militares de su historia: 4.500 soldados (tropas de la India al mano de oficiales ingleses) murieron durante los combates con las tribus patchunes. Las otras dos ocupaciones fueron motivadas por la misma estrategia: la ocupación territorial y la imposición por la fuerza de un modelo y de un lacayo del imperio. Recién, al cabo de la tercera guerra anglo-afgana, entendieron que la ocupación militar era sinónimo de fracaso. En 1919 firmaron con el rey Amanullah el tratado de Rawalpindi mediante el cual se reconoció la independencia de Afganistán y se puso fin al protectorado. Gran Bretaña dejó en el Afganistán de entonces las mismas calamidades que los soviéticos en el Siglo XX y la OTAN en el Siglo XXI.
Ni los británicos, ni los soviéticos, ni Estados Unidos y la OTAN entendieron jamás la esencia, la particularidad y la singularidad geopolítica de un país cuya complejidad y temeridad combativa le han valido el apodo de “la tumba de los imperios”. Sus vecinos le pusieron otro apodo: “el reino de la insolencia”. Occidente se permitió la insolencia de una nueva invasión con el libreto del Nation-building en cada fusil. Ni siquiera la experiencia de los aliados británicos les sirvió de guía. Importaron modelos exóticos que chocaron con las costumbres tribales, hicieron caso omiso de la historia y a golpe de millones de dólares pusieron en el trono de Kabul a falsos demócratas que se guardaron la plata en bancos de Occidente. El único modelo que prosperó con la invasión de 2001 es el de las burguesías corruptas. Ya lo escribió Marx retomando una idea de Hegel: “la historia se repite dos veces: la primera como una tragedia, la segunda como una farsa”.