En diciembre de 1944, The Atlantic Monthly”publicó “El simple arte de matar”, un ensayo de Raymond Chandler sobre literatura policial que, seis años más tarde, integraría y le daría título a uno de sus libros de cuentos. Por entonces, ya había publicado sus novelas “El sueño eterno”, “Adiós muñeca”, “La ventana siniestra” y “La dama del lago”, es decir, le sobraban condiciones para reflexionar en torno al género. En el ensayo, Chandler menciona a diversos autores, pero fija su interés en Dashiell Hammett y en Alan Alexander Milne. Hammett no necesita presentación, acaso no pueda decirse lo mismo de Milne, un inglés que solía publicar columnas de humor en la revista “Punch”. ¿Por qué razón Chandler se detuvo en estos dos escritores? Seguramente porque uno proponía una nueva manera de abordar el policial, mientras que el otro insistía con los frecuentes modos de las repetidas novelas de crimen y misterio.
Dashiell Hammett concibió su obra --seis novelas y sesenta y cinco cuentos-- en solo dieciséis años, a lo largo de los otros dieciséis prometió nuevos títulos; murió en 1961, sin cumplir la promesa. Entre sus papeles encontraron cincuenta páginas de “Tulip”, una novela inconclusa que, para colmo, no era policial. Poco importó esa descortesía, porque ya integraba el definitivo canon de los grandes autores. Chandler fue quien primero habló de la calidad del que consideraba su maestro. En “El simple arte de matar”, señala que “Hammett escribió al principio (y casi hasta el final) para personas con una actitud aguda y agresiva hacia la vida. No tenían miedo del lado peor de las cosas; vivían en ese lado”, dice que “devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo y no sólo por el mero hecho de proporcionar un cadáver” y advierte que “extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el barro del callejón”. Ese modo de contar ponía del revés al género policial y, de paso, fundaba una nueva manera de narrarlo.
A Alan Alexander Milne le interesaban las novelas enigmas. Según recuerda, se “disponía a publicar una colección de poemas infantiles” cuando se aventuró con una historia policial, de ese modo nació “El misterio de la Casa Roja”. El libro apareció en 1922 y de inmediato obtuvo el beneplácito de muchísimos lectores y de un buen número de críticos. Un best seller, digamos. Un par de décadas después, Chandler, sin disimular su sarcasmo, se refirió a esa novela: “Echemos una mirada a una de las glorias de la literatura, una obra maestra reconocida del arte de engañar al lector sin estafarlo (...) Alexander Wollcott (un hombre más bien rápido con los superlativos) la consideró 'uno de los tres mejores relatos de misterio de todos los tiempos'. Palabras de esas dimensiones no se pronuncian con ligereza”. Alexander Wollcott, conviene aclararlo, era uno de los críticos más respetado de la época, sus veredictos marcaban tendencias, desde su columna “Gritos y Rumores”, en “The New Yorker”, fue quien primero destacó el inigualable arte de los Hermanos Marx. “'El misterio de la Casa Roja' --continúa Chandler-- se publicó en 1922, pero es casi intemporal, y con suma facilidad habría podido ser publicado en julio de 1939 o, con unos pocos y leves cambios, la semana pasada. Tuvo trece ediciones y parece haberse vendido, en su tamaño primitivo, durante dieciséis años. Eso sucede con muy pocos libros, de cualquier tipo que fueren”. A partir de ese momento, con el rigor de un avezado forense, desmonta la novela y demuestra, a lo largo de siete items, cuáles son los errores garrafales cometidos por Milne.
Borges señaló que Poe no sólo fundó el género policial, también creó a sus lectores: un sujeto lleno de sospechas, que lee con incredulidad, con suspicacias. Milne habrá intuido esa revelación, de ahí que, pese a que en las páginas finales de “El misterio de la Casa Roja”, el improvisado detective Anthony Gillingham promete futuras aventuras, Milne desistió de continuar con ese personaje y con ese género. Cuatro años después del éxito de su novela policial, decidió escribir para lectores ajenos a la suspicacia y a la incredulidad. En 1926 apareció la primera aventura de Winnie the Pooh, el simpático y travieso osito devoto de la miel. Las hijas de Walt Disney se enamoraron del peluche. En 1966, papá Disney compró los derechos y produjo el primer corto: “Winnie the Pooh y el árbol de miel”. El simpático osito participaría en otros muchos cortos, en numerosos largometrajes y en programas de TV. En 1998 iba a ser el protagonista de un disparate ajeno al cine y a la literatura: el canciller Guido Di Tella, tal vez imaginándose un agudo estratega, le envió un peluche de Winnie the Pooh a cada familia kelper en las islas Malvinas. Lo hizo como presente navideño y con el propósito de limar asperezas. Lamentablemente, la política de seducción del agudo canciller no logró el efecto esperado. Pero de esa idiotez no es culpable Winnie the Pooh.
Un año antes de que Chandler la demoliera en “El simple arte de matar”, “El misterio de la Casa Roja” apareció en la Argentina. La editó Hachette para su colección Biblioteca de Bolsillo. Con estas enternecedoras palabras, Alex Alexander Milne dedica la obra a su padre: “Como todas las personas realmente bondadosas, tienes debilidad por las novelas detectivescas y opinas que aún no se han escrito bastantes. Por eso, recordando cuanto has hecho por mí, lo menos que yo podía hacer por ti era escribirte una. Hela, pues, con más gratitud y cariño que los que puedo expresar aquí”. Definitivamente, el jarrón veneciano continuaba en el living. Antes de entrar en la historia, Milne ofrece un prólogo que detalla los códigos imprescindibles del género. Códigos que él mismo se ocupa de quebrar a lo largo de su relato, aunque no lo hace con la revolucionaria intención de romper estándares sino con el conservador propósito de persistir en lugares comunes.
Dashiell Hammett ocupa un sitio ineludible dentro de la literatura policial, espacio definitivamente negado para Alex Alexander Milne. En diciembre de 1944, Raymond Chandler, en “El simple arte de matar”, predijo ambos hechos. Pero no todo está perdido: incapaz de depositar el jarrón veneciano en el barro del callejón, Milne canjeó a su detective Anthony Gillingham por Winnie, un osito come-miel que alegra a los chicos del mundo entero y genera formidables ganancias para The Walt Disney Company. Según la revista “Forbes”, en 2005 produjo beneficios por encima de los cinco billones de dólares. Esto, seamos justos, no lo predijo Chandler.