La suspensión apenas a los cinco minutos de juego del partido entre Brasil y Argentina por las Eliminatorias Sudamericanas reiteró, por si hacía falta hacerlo, que ha terminado una forma de pensar y encarar el fútbol. Cada vez más, los grandes partidos parecen jugarse fuera de las canchas. En las mesas de arena de la política y/o en los despachos alfombrados de los dirigentes y los empresarios. Hay muchísimos intereses e interesados en que la pelota pique de acuerdo a sus conveniencias. Y nadie quiere perderse de ejercer su cuota de influencia o su derecho a veto. Ni privarse de la potencia amplificadora de un fútbol en el que nada es susurro, todo es grito.
El episodio del domingo en San Pablo fue el estallido a cielo abierto de un cúmulo de situaciones ajenas a lo estrictamente deportivo. Las convulsiones de la política brasileña, el manejo sesgado de la pandemia en ese país, el enfrentamiento entre FIFA y la Confederación Brasileña de Fútbol, los ecos de la consagración argentina en la última Copa América y la dura porfía entre las ligas y las asociaciones europeas con FIFA y Conmebol por la cesión de los jugadores sudamericanos para las Eliminatorias se entremezclaron en una combinación que explotó con la irrupción intempestiva de los funcionarios de la ANVISA (Agencia de Vigilancia Sanitaria de Brasil) al campo de juego de la Arena do Corinthians para llevarse detenidos a Emiliano Martínez, Cristian Romero y Giovani Lo Celso. En este contexto, no debe perderse un dato clave: ANVISA es un organismo a cargo de militares que simpatizan con el gobierno ultraderechista de Jair Bolsonaro. Su máxima autoridad es el contraalmirante (RE) Armando Barra Torres, quien reconoció que se referencia políticamente en el controvertido presidente brasileño.
Pero no es el propósito de estas líneas adentrarse en los recovecos de la política brasileña. Tampoco el de especular con el fallo que habrá de dar la FIFA en Zurich de acuerdo a su particular manejo de los tiempos. Si, el de reflejar el desaliento (posiblemente compartido) porque aquel fútbol apasionante en el que todo parecía resolverse dentro de la cancha, ha dejado de existir. El juego parece ser jugado por protagonistas mucho menos hábiles y talentosos que Messi y Neymar, pero seguramente mucho más poderosos. Quienes se sienten habilitados en nombre de ese poder (político y/o económico) para tratar de incidir en favor de sus intereses. Se juegan muchos partidos en medio de un partido. Y a veces, se gana más afuera que dentro del verde césped.
La suspensión de Brasil-Argentina ha sido un golpe a la inocencia de millones de telespectadores quienes en los dos países (y acaso en buena parte del mundo) encendimos nuestros televisores para ver una nueva edición del superclásico sudamericano. Quisimos observar un gran partido de fútbol. Pero eso parece ser un deseo de otro tiempo. Lo que en verdad se vio fue una lucha de poderes. Con tantos interesados en ganar que al final no ganó nadie. Porque fue el fútbol el que más perdió.