Ningún otro actor de su generación consiguió lo que Jean-Paul Belmondo, fallecido este lunes en su casa de París, a los 88 años. El simpático, entrador “Bébel”, como lo llamaban afectuosamente en Francia, logró ser un emblema de la nouvelle vague y, a la vez, convertirse en un imán de taquilla con películas de una popularidad que lo hicieron famoso alrededor del mundo. Protagonista de casi un centenar de films y telefilms en más de medio siglo de carrera artística, Belmondo fue el imprescindible protagonista del primer largometraje de Jean-Luc Godard, Sin aliento (1959), una película que cambió el modo de hacer y concebir el cine, y a su vez no se cansó de saltar y hacer acrobacias en Cartouche (1962), El hombre de Río (1964) y Aventuras chinas en China (1965), tres delirantes comedias de Philippe de Broca que le abrieron las puertas del mercado internacional y que lo inclinaron definitivamente hacia el cine dedicado al gran público, por encima del cine de autor, donde se inició. Filmó junto a Jean Seberg, Catherine Deneuve, Jeanne Moreau, Jean Gabin y Alain Delon, por nombrar apenas un puñado de colegas de primera línea. Y casi no hubo director de importancia en el cine francés que no haya trabajado con Belmondo, desde Godard y Claude Chabrol, pasando por François Truffaut, Alain Resnais, Jean-Pierre Melville y Louis Malle, entre muchísimos otros.
Nacido en Neuilly-sur-Seine el 9 de abril de 1933, era hijo del pintor y escultor Paul Belmondo, cuya obra defendió con pasión toda su vida. Alumno turbulento, adolescente más aficionado al deporte (boxeo, que practicó durante mucho tiempo, y también fútbol) que a los estudios, el joven Jean-Paul siente también una atracción por los escenarios, participa de algunas obras teatrales como aficionado y logra entrar al Conservatorio de Arte Dramático en 1952. Interpreta obras de Jean Anouilh y George Bernard Shaw y comienza a ser convocado para algunos cortometrajes, entre ellos Charlotte et son jules (1958), de Godard. Sucede que como crítico de los Cahiers du Cinéma, Godard había denostado la comedia Un drôle de dimanche donde participaba Belmodo, pero lo había rescatado a él del naufragio: “Es el Michel Simon y el Jules Berry del mañana”, escribe, en referencia a dos grandes histriones del cine francés. Y Godard se encargó de convertir esa profecía en realidad.
Después de convocarlo para su corto, lo recomienda a su amigo Claude Chabrol para el que sería su segundo largo, un ejercicio hitchcockiano titulado À double tour. Y Godard mismo a su vez lo convierte en el inolvidable, icónico protagonista de Sin aliento (À bout de souffle), donde Belmondo se funde con su personaje, un irreverente bon vivant de los bajos fondos, dispuesto a vivir rápido y fácil, preferentemente con una hermosa chica a su lado, como era esa vendedora que voceaba el New York Herald Tribune por los Campos Elíseos (Jean Seberg) . “Si no te gusta el mar, si no te gustan las montañas, si no te gusta la ciudad... ¡Andate a la mierda!”, le decía Belmondo al espectador, mirando sonriente a cámara, mientras manejaba despreocupadamente un auto robado. Ese momento de ruptura Godard nunca lo hubiera conseguido sin un actor del carisma que él encontró en Belmondo.
Filmadas en 1959, À double tour y À bout de souffle llegan a las salas del mundo en 1960, un año clave, de consagración para Belmondo, que ese misma temporada, en un tour de force imposible de igualar, estrena también otras películas de alto impacto: Como fiera acorralada, un policial de Claude Sautet, con Lino Ventura; Moderato Cantabile, adaptación de Peter Brook de la novela de Marguerite Duras, junto a una incandescente Jeanne Moreau; y la justamente famosa Dos mujeres, de Vittorio de Sica, junto a Sophia Loren, donde Belmondo actúa a contratipo, interpretando a un tímido intelectual, dispuesto a unirse a los partisanos y abrumado por la dolida sensualidad de la Loren. Esta fue su carta de ingreso a las coproducciones con el cine italiano, que continuaron a partir de 1961 con La Viaccia, de Mauro Bolognini, junto a Claudia Cardinale, y Mar loco (1964), de Renato Castellani, con Gina Lollobrigida.
Con Godard, volvió a colaborar por segunda vez en su tercera película, Una mujer es una mujer (1961), homenaje a las comedias de Hollywood con Anna Karina, música compuesta por Michel Legrand y donde el personaje de Belmondo se llamaba Lubitsch, como el gran Ernst. Y Belmondo no para allí, mostrando una versatilidad de la que hizo gala esencialmente en esos primeros años de su carrera, demostrando que era mucho mejor actor –más cambiante, menos pasible de ser encasillado- de lo que muchos recuerdan. Para un cineasta tan riguroso y exigente como Jean-Pierre Melville, supó adaptarse a su personalidad y brindarle tres estupendos, sobrios protagónicos: el joven cura de provincias de Léon Morin, prêtre (1961), junto a Emmanuele Riva; el sinuoso gangster del film noir fatalista Morir matando (Le doulos, 1962); y el ex boxeador convertido en guardaespaldas de Un joven honorable (L'Aîné des Ferchaux, 1963), basado en una novela de Georges Simenon.
Una gran oportunidad en la carrera de Belmondo llegó con Un mono en invierno (1962), comedia dramática de Henri Vernuil, donde tuvo que medir fuerzas con la gran estrella del cine francés de la generación anterior, y con quien más de una vez fue comparado: Jean Gabin. Al principio, la relación entre ambos no fue buena, se recelaban (el viejo actor que sabe que su estrellato está llegando a su fin, el recién llegado que se lleva todo por delante), pero con el correr del rodaje terminaron siendo buenos amigos y mejores compañeros, siempre con unas botellas de Burdeos de por medio.
Infatigable, Belmondo hizo junto al director Philippe de Broca tres comedias de aventuras que tomaron por asalto las boleterías del mundo: Cartouche (1962), a pura capa y espada, y las híper kinéticas El hombre de Río (1964), con Françoise Dorleac, y Aventuras chinas en China (1965), con Ursula Andress, con quien en esa época vivió un romance muy promocionado. “Belmondo jamás leía el guion”, confesaría años después Philippe de Broca al crítico Aldo Tassone. “Era tan despreocupado que había que ser masoquista para filmar con él. No estoy seguro de que sea un gran actor (como lo es Mastroianni, el más grande del mundo), pero Belmondo sin duda tiene mucha personalidad, es una fuerza de la naturaleza”.
Para ese entonces, cuando Belmondo ya era una “star” en su apogeo, se produce un tercer y definitivo encuentro con Godard: Pierrot el loco (1965), una explosión de color y dinamismo en CinemaScope, que no sólo es una de las cumbres de la primera época del cineasta (la de los llamados “años Karina”) sino también un momento de esplendor del cine francés, que se permite lanzar al mundo un film de autor pensado para el gran público, al que al mismo tiempo desafía con una estética pop y una narrativa fragmentaria.
La modernidad de ese Belmondo asociado a la nouvelle vague tendrá, luego de aquel cenit, algunos pocos fulgores posteriores. Sin duda, uno de ellos es el de La sirena del Mississippi (1969), de François Truffaut, inspirado en una sórdida novela policial de William Irish y nada menos que con Catherine Deneuve como coprotagonista. El éxito, sin embargo, le dio la espalda a la película, quizás porque Belmondo no encarnaba aquí al héroe atlético y positivo al que sus producciones más comerciales –como la comedia El cerebro (1968), de Gérard Oury- habían acostumbrado al público.
Otro caso aislado fue el del Stavisky (1974), de Alain Resnais, con la que Belmondo se animó a resucitar la carrera del director de Hiroshima mon amour justo cuando la suya estaba en alza, pero con un tipo de cine muy diferente, menos exigente, en el que predominaban productos para el gran público como El hombre que amo (1969), de Claude Lelouch, Borsalino (1970), junto a Alain Delon, o su nueva seguidilla de comedias y aventuras para Phillipe de Broca: El magnífico (1973) y El incorregible (1975).
Desde entonces, su carrera se adocenó. Belmondo se volvió cada vez más trillado y perezoso, dejándose llevar por policiales de rutina y comedias insustanciales. Los títulos y los directores se repiten y se confunden: Claude Zidi, Henri Vernuil, Georges Lautner, Jacques Deray fueron los serviles amanuenses que –entre 1977 y 1987- hicieron posible El animal, El destructor, El estafador, El profesional, El marginal, El solitario… Las películas eran lo de menos, lo importante era que el rostro de Belmondo, cada vez más parecido al de su caricatura, ocupara la totalidad del poster que llenaba las marquesinas.
Es una pena que su filmografía se haya apagado de este modo, sin pena ni gloria. Cuando Truffaut trabajó con Belmondo, con su sabiduría habitual, lo definió muy bien. Dijo: “Creo que es el actor más completo de Europa, porque alterna en su carrera tres personajes: uno que desciende de Sganarelle (‘un hombre sin vergüenza’ en la tradición de Molière), otro que se ha construido a sí mismo a partir de los gangsters de Hollywood, y un tercero que es el hijo del Jean Gabin de La bestia humana”. Belmondo encarnó simultáneamente esa trilogía en su juventud, que -a diferencia de su contemporáneo Alain Delon- quiso prolongar vanamente. No importa. En todo caso, lo recordaremos siempre joven: seduciendo a Jean Seberg por los Champs-Élysées, con el rostro pintado de azul revoleando unos cartuchos de dinamita o corriendo y saltando enloquecidamente por los tejados de Hong Kong.