Desde siempre política y comunicación han estado indefectiblemente emparentadas y, como es lógico, sujetas a las metodologías, los estilos y las tecnologías de cada momento histórico. Esto puede traducirse en que sin comunicación no hay política. Hoy en día esa sentencia se refuerza a partir del vertiginoso crecimiento del ciberactivismo promovido por internet.
Si en tiempos de la predominancia de los diarios impresos se podía afirmar que estos medios incidían en la agenda política, hoy habría que decir que existe multiplicidad de agendas que disputan entre sí en diferentes soportes y, en esa pugna, van marcando el territorio de la política y de lo político.
La búsqueda por controlar el sistema de medios –por las empresas, por los grupos políticos o por el aparato estatal- está siempre vinculada a la intención de jerarquizar los temas, determinar el enfoque con el que los mismos se manejan y la contextualización con la que se exponen los hechos. Tan concreto y evidente como definir si es más importante debatir sobre el error cometido por el presidente Alberto Fernández al permitir una celebración en Olivos durante la pandemia, o ponderar las consecuencias del endeudamiento producido por el macrismo durante su gestión, analizando en ambos casos las secuelas que un comportamiento y otro tiene para la vida cotidiana de argentinos y argentinas.
La agenda pública, si por ello entendemos la referencia temática a la que atiende la mayor parte de la ciudadanía, es siempre el resultado del cruce de las diferentes agendas y del juego político que de allí resulta. Incidir de manera significativa en la agenda pública es la pretensión de toda organización para situar en primer plano no solo los temas relevantes a su juicio, sino fundamentalmente la interpretación de los mismos, resaltar u omitir de acuerdo a los intereses. Resignar esa posibilidad de influir en el establecimiento de la agenda pública es también renunciar a participar en mejores condiciones del debate político, declinar posibilidades no solo de difundir ideas y opiniones, sino de seducir y captar votantes en un tiempo electoral como el que estamos viviendo.
La democracia comunicativa se apoya en la idea de garantizar el acceso ciudadano a la diversidad de temas de agenda y a las agendas mismas, sin imposiciones de parte del Estado pero tampoco de los grupos mediáticos corporativos o de las plataformas cibernéticas. Restringir esas posibilidades es limitar y confinar el ejercicio de la política misma. Puede llevar a perder de vista, por ejemplo, que discutir un modelo de país o de desarrollo económico es significativamente más importante para la mayoría de la población que invertir tiempo en desmentir fake news instaladas desde determinados intereses vinculados al poder económico.
Pero al mismo tiempo para aportar al servicio y a la construcción colectiva es preciso abandonar la lógica binaria y dualista que divide el mundo entre "buenos" y "amigos" (los que piensan lo mismo que el enunciador) y "malos" o "enemigos" (los que discrepan con aquel). Porque los “buenos” no están en un solo bando y porque aun siendo nosotros mismos parte de los “buenos” hay además “buenos” en muchos otros lugares y, muy probablemente, en nuestro propio espacio nos estemos codeando también con una cantidad importante de “malos”. Así mismo porque lo “bueno” y lo “malo” cohabita inevitablemente en el interior de cada sujeto, de cada colectivo, de cada situación.
El territorio, sus actores y protagonistas, no se agota –ni mucho menos-- en el escenario de la comunicación. Porque la vida de las personas tiene otras complejidades y demandas que no están reflejadas ni en las pantallas ni en las redes y que están atadas a la cotidianeidad de ciudadanas y ciudadanos.
La política y la comunicación necesitan acercar el oído al territorio, escuchar a sus actores, atender sus voces, transitar sus senderos. Porque es allí donde están los contenidos y las estrategias y no apenas en los gabinetes de los especialistas y de los dirigentes, aunque éstos también sean necesarios. Porque siendo el escenario de los problemas y de los padecimientos, el territorio es al mismo tiempo el lugar de los sueños y de los deseos. Más allá de las quejas y las demandas y sin abandonarlas de ninguna manera, es preciso que afloren desde allí las imágenes de futuro para que, como bien lo señala Gastón Berger, desde ahora ese imaginario se convierta en “razón de ser del presente”. Sin ese prerrequisito todo lo que se intente puede quedar vacío de sentido y, por lo tanto, ineficiente e incapaz para dar respuestas políticas y comunicacionales que conmuevan y sean adecuadas a los desafíos actuales. Es el riesgo de que el árbol impida ver el bosque.