A veces las personas piensan que las travestis somos tontas. Que no somos capaces de entender las cosas más sencillas. Miles de veces sentí que las personas me explicaban algo elemental cómo a una retrasada, cómo si mis horas de estudio y lectura no valieran nada frente a su erudición. De la boca de las personas cis he oído muchas veces consejos que nunca pedí, instrucciones que no necesito y recomendaciones que de nada me sirven. Incluso cuando lo hacen con buena intención, esperan y suponen algo de nosotras. Parece que nunca se les ocurrió pensar que quizás nos hacemos las tontas para no ser absorbidas por la Utopía de las normas de la cis-heterosexualidad.
Aunque nos veamos frágiles o incluso rotas sabemos lo que nos corresponde en cada caso. Sabemos lo que queremos y lo que no. Podemos ver en sus ojos la clara intención de vulnerarnos y hacernos pagar el precio de no ser igual a los demás. O cuando nos miran cómo un ser extraño y sospechoso. ¿En verdad se piensan que no nos damos cuenta cuando nos están boludeando? ¿De verdad creen que pueden medirnos con otra vara y que somos tan estúpidas que no nos damos cuenta? El otro día fui al supermercado, al de siempre, al de mi barrio donde voy cada semana. Siempre que voy a pagar tengo que atravesar la misma escena. Documento, por favor y saco de la cartera mi viejo DNI junto con la tarjeta. Señora, este no es su documento. Explicaciones de por medio concreto mi compra y empiezo a guardar cada producto en las bolsas. Una supervisora de muy mal genio se acerca y pide otra vez mi documento. Se queda durante diez minutos mirándolo y relojeandome. Diez minutos completos en los que recogí mis cosas lentamente esperando que me devuelvan el DNI para poder volver a casa. Harta, cansada de la escena me acercó y preguntó qué pasa. Estamos verificando los datos, me responde cortante. ¿Cuáles datos? respondí. Hace diez minutos que mirás mi DNI y me mirás de reojo… ¿Cuál es el problema? ¿Querés que me baje los pantalones así corroboras que sí soy la persona de esa foto?
Y es que no soy la de esa foto, pero aún no cambie mi DNI. Es un trámite piensan las personas cis en su naturalizada vida repleta de burocracias, de performances que reifican el ordén “natural” de las cosas. Lo que no saben es que la burocracia no funciona igual para nosotras. Que cada acto administrativo implica tiempo y reflexiones que nos mueven los cimientos. Que cuando nos piden una factura, un certificado, una constancia de lo que sea, nosotras tenemos que sentarnos delante de un oficial público para que “dé fe” de quienes somos y para eso debemos hacernos legibles para unas lógicas que nos son extrañas. Todo lo que para ustedes representa un papeleo para nosotras es un conjunto interminable de explicaciones y un enredado camino de apostillas y anotaciones marginales dónde el burócrata registra los detalles de nuestra vida que preferimos dejar ocultos. Si en el pasado los policías se divertían desnudando a las travestis, rapándoles la cabeza y confiscándole la pinza de depilar para verlas salir barbudas, peladas y mal vestidas; hoy la sofisticada violencia del Estado necesita desnudar lo que somos a través de sus documentos públicos.
Ayer finalmente me tocaba realizar el trámite más importante de mi vida. Estuve los últimos meses averiguando cada detalle para poder llegar al Registro Civil y pedir la rectificación de mi partida. Llegué puntual y ansiosa. La pandemia no ayuda, cada cosa significa un turno y una espera. Pero ahí estaba, desbordada de felicidad por el paso que estaba por dar. Fantaseé toda la semana con el momento de decir mis nombres escogidos y mi género autopercibido. Pero no. Una nueva e insólita decisión administrativa me arrebató ese poco de alegría. Mientras las empleadas me explicaban lo que tenía que hacer rompí en llanto y me derrumbé. Me sentí tonta y vacía. Me vi desnuda, sentada frente a dos tipas que me explicaban lo que para ellas parecían buenas y suficientes razones para obstaculizar “el trámite”.
Andá a la Casa de Salta y pedí otra partida, me decían. Y sino andá al Ministerio del Interior y que ellos te legalicen este papel. En sus palabras todo era fácil, pero para mí significaba caminar desnuda y rota de una oficina a otra dando explicaciones de por qué no soy normal. Yo parecía enojada y loca, pero sólo estaba herida. Por dentro pensaba que sí esto me costaba tanto a mí, que dentro de todo me considero una privilegiada, qué queda entonces para las compañeras a las que toda la burocracia ya les dañó la carne mil veces. Yo me puse en cabrona y me tomaron el trámite de mala gana y poniéndome sobre aviso de que podrían rechazármelo luego. Pero quizás otra compañeras se levanta y se va a su casa con el trago amargo quemándole la garganta. ¿Cómo le explicamos a esa compañera que tenemos una política pública que la cuida, sí el Estado en sus actos cotidianos nos sigue tratando como tontas? ¿Cómo se celebra una ley cuando se sigue obstaculizando nuestro acceso a los derechos que supuestamente de ella se desprenden? ¿Cuándo le vamos a empezar a mirar al Estado sus tramas cotidianas e invisibles donde todavía está impregnado el odio? Quizás los tontos sean aquellos que han naturalizado la burocracia y los efectos del Estado y no quienes decidimos habitar algo distinto a esta ridícula tecnología de la estupidez.